El Sinaí y el Calvario

E.J. Waggoner

The Present Truth, 26 noviembre 1896

 

Aunque la ley sea incapaz de dar vida,
no va contra las promesas de Dios.
Al contrario, las confirma con voz atronadora

 

 

Acordaos de la ley de Moisés, mi siervo, al cual encargué en Horeb ordenanzas y leyes para todo Israel. Yo os envío al profeta Elías antes que venga el día de Jehová, grande y terrible. Él hará volver el corazón de los padres hacia los hijos, y el corazón de los hijos hacia los padres, no sea que yo venga y castigue la tierra con maldición” (Malaquías 4:4-6).

Considera cuán íntimamente relacionada está la ley que fue proclamada desde Horeb, con la tierna y subyugadora obra del Espíritu Santo. Horeb es Sinaí, como es fácil ver en Deuteronomio 4:10-14, donde leemos las palabras de Moisés, el siervo del Señor:

El día que estuviste delante de Jehová, tu Dios, en Horeb, cuando Jehová me dijo: ‘Reúneme el pueblo, para que yo les haga oír mis palabras, las cuales aprenderán para temerme todos los días que vivan sobre la tierra, y las enseñarán a sus hijos’, os acercasteis y os pusisteis al pie del monte, mientras el monte ardía envuelto en un fuego que llegaba hasta el mismo cielo, entre tinieblas, nube y oscuridad. Entonces Jehová habló con vosotros de en medio del fuego; oísteis la voz de sus palabras, pero a excepción de oír la voz, ninguna figura visteis. Y él os anunció su pacto, el cual os mandó poner por obra: los diez mandamientos, y los escribió en dos tablas de piedra. A mí también me mandó Jehová en aquel tiempo que os enseñara los estatutos y juicios, para que los pusierais por obra en la tierra a la que vais a pasar para tomar posesión de ella” (Deuteronomio 4:10-14).

Cuando el Señor nos dice que recordemos la ley que promulgó en Horeb, o Sinaí, es para que podamos conocer el poder con el que va a volver el corazón de los padres y de los hijos, a fin de que estén preparados para el terrible día de su venida. “La ley de Jehová es perfecta, que vuelve el alma” (Salmo 19:7).        

 

La Roca herida

Cuando Dios proclamó la ley desde el Sinaí, seguía fluyendo ese manantial de agua viviente que había brotado de la roca herida en Horeb. De haberse secado, los Israelitas se habrían encontrado en una situación tan desesperada como antes, pues carecían de otro suministro de agua; esa era su única esperanza de vida. Fue desde Horeb, lugar en donde manó el agua que les restituyó la vida, que Dios pronunció la ley. La ley vino de la misma roca de la que estaba ya fluyendo agua, y “esa Roca era Cristo” (1 Corintios 10:4).

A Sinaí se lo considera con razón como un sinónimo de la ley; pero no lo es menos de Cristo, puesto que en él hay vida. Dijo Jesús: “El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu ley está en medio de mi corazón” (Salmo 40:8). Dado que del corazón “mana la vida” (Proverbios 4:23), la ley era la vida de Cristo.

Él fue herido por nuestras rebeliones”, y “por sus llagas fuimos nosotros curados”. Cuando fue golpeado y herido en el Calvario, fluyó de su corazón la sangre que da vida, y esa corriente sigue hoy manando para nosotros. Pero la ley está en su corazón, de forma que cuando bebemos por la fe de ese manantial que da vida, estamos bebiendo la justicia de la ley de Dios. La ley viene a nosotros como un manantial de gracia, como un río de vida. “La gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo” (Juan 1:17). Cuando creemos en él, la ley no es para nosotros meramente “letra”, sino una fuente de vida.

Observa que todo eso estaba en Sinaí. Cristo, el dador de la ley, era la Roca herida en Horeb, que es Sinaí. Ese manantial significaba la vida para aquellos que bebían de él, y a ninguno de los que lo recibían con profundo agradecimiento se le podía ocultar que provenía directamente de su Señor, del Señor de toda la tierra. Así, podían haber resultado convencidos del tierno amor del Señor por ellos, y del hecho de que él era su vida, y por consiguiente, su justicia. Así, aun siendo cierto que no podían acercarse al monte sin morir —una evidencia de que la ley, sin Cristo, significa la muerte para el hombre—, podían no obstante beber del manantial que brotaba de él, y de esa forma, al beber de la vida de Cristo podían beber la justicia de la ley.

Las palabras pronunciadas desde el Sinaí, proviniendo de la misma Roca de la cual manó el agua que fue la vida del pueblo, manifestaban la naturaleza de la justicia que Cristo les impartiría. Si bien era una “ley de fuego”, era al mismo tiempo un saludable manantial de vida. Dado que el profeta Isaías sabía que Jesús era la roca herida en Sinaí, y que ya entonces era el sólo Mediador, “Jesucristo hombre, el cual se dio a sí mismo en rescate por todos, de lo cual se dio testimonio a su debido tiempo”, pudo afirmar que fue “molido por nuestros pecados”, “y por sus llagas fuimos nosotros curados”.

Los israelitas de antaño tenían allí expuesta la lección de que es sólo mediante la cruz de Cristo como la ley es vida para el hombre. Idéntica lección se nos aplica a nosotros, junto a la otra cara del mismo hecho: que la justicia que nos viene mediante la vida derramada en la cruz en favor nuestro, es precisamente la requerida por los diez mandamientos, ni más ni menos. Leámoslos:

 

  1. “Yo soy Jehová, tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre. No tendrás dioses ajenos delante de mí

  2. “No te harás imagen ni ninguna semejanza de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás a ellas ni las honrarás, porque yo soy tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen, y hago misericordia por millares a los que me aman y guardan mis mandamientos

  3. “No tomarás el nombre de Jehová, tu Dios, en vano, porque no dará por inocente Jehová al que tome su nombre en vano

  4. “Acuérdate del sábado para santificarlo. Seis días trabajarás y harás toda tu obra, pero el séptimo día es de reposo para Jehová, tu Dios; no hagas en él obra alguna, tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu criada, ni tu bestia, ni el extranjero que está dentro de tus puertas, porque en seis días hizo Jehová los cielos y la tierra, el mar, y todas las cosas que en ellos hay, y reposó en el séptimo día; por tanto, Jehová bendijo el sábado y lo santificó

  5. “Honra a tu padre y a tu madre, para que tus días se alarguen en la tierra que Jehová, tu Dios, te da

  6. “No matarás

  7. “No cometerás adulterio

  8. “No hurtarás

  9. “No dirás contra tu prójimo falso testimonio

10. “No codiciarás la casa de tu prójimo: no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su criada, ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna de tu prójimo

 

Esa fue la ley que fue proclamada entre los terrores del Sinaí, por los labios de Aquel de quien provino y proviene la vida en ese manantial que allí estaba brotando; su propia vida dada por ellos. La Cruz, con su manantial sanador, que da vida, estaba en el Sinaí; por consiguiente, la Cruz no puede efectuar cambio alguno en la ley. La vida procedente de Cristo, tanto en el Sinaí como en el Calvario, muestra que la justicia revelada en el Evangelio no es otra que la de los diez mandamientos. Ni una jota ni una tilde de ellos puede pasar. Los terrores del Sinaí estuvieron en el Calvario en la densa oscuridad, en el terremoto, y en la gran voz del Hijo de Dios. La roca herida y el manantial abierto en el Sinaí representan al Calvario. El Calvario estuvo allí; es un hecho cierto que desde el Calvario fueron proclamados los mandamientos idénticamente a como sucedió en el Sinaí. El Calvario, no menos que el Sinaí, revela la terrible e invariable santidad de la ley de Dios; tan terrible y tan invariable, que no excusó siquiera al mismo Hijo de Dios de ser “contado con los pecadores”. Pero por grande que pudiera ser el terror inspirado por la ley, la esperanza de la gracia es todavía mayor, ya que “cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia” (Romanos 5:20). Detrás de todo permanece el juramento del pacto de la gracia de Dios, que asegura la perfecta justicia y vida de la ley en Cristo; de forma que, aunque la ley decretaba muerte, estaba en realidad mostrando las grandes cosas que Dios había prometido hacer por aquellos que creen. Nos enseña a no poner nuestra confianza en la carne, sino a adorar a Dios en el Espíritu, y a gozarnos en Jesucristo. Así, Dios estaba probando a su pueblo, a fin de que pudieran saber que “no sólo de pan vivirá el hombre, sino de todo lo que sale de la boca de Jehová vivirá el hombre” (Deuteronomio 8:3).

Por lo tanto, aunque la ley sea incapaz de dar vida, no va contra las promesas de Dios. Al contrario, las confirma con voz atronadora, ya que, según el invariable juramento de Dios, el mayor requerimiento de la ley no es para el oído de la fe más que una promesa de su cumplimiento. Y de ese modo, enseñados por el Señor Jesús, podemos saber “que su mandamiento es vida eterna” (Juan 12:50).

 

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