Querido amigo y amiga:

Si aceptamos la doctrina pagano/papal de la inmortalidad natural del alma (que tan popular es), no podemos apreciar verdaderamente el sacrificio que Cristo hizo en su cruz. Ni siquiera podemos creer que realmente murió. Y si no podemos creer eso, aún menos podemos apreciar "cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura [del]… amor de Cristo, que excede a todo conocimiento" (Efe. 3:18 y 19).

El inevitable resultado es que la fe queda cercenada, confinada, paralizada, puesto que la fe es la respuesta del corazón ante el amor demostrado en el sacrificio de Cristo. Cuando la fe queda así desvitalizada, nuestra vida espiritual se empobrece en esa misma medida.

La muerte que Jesús murió por nosotros es el equivalente a la "segunda muerte", o muerte definitiva. Así, su compromiso con la cruz significaba morir la muerte eterna: no una cierta medida de sufrimiento o dolor físico, sino la vivencia de quedar totalmente abandonado a la "maldición" eterna de Dios (Deut. 21:22 y 23; Gál. 3:13). No fue una queja superficial el clamor de Cristo en la cruz: "Dios mío, Dios mío: ¿por qué me has abandonado?" Jesús experimentó en lo más profundo aquello que los perdidos habrán de experimentar en el juicio final, después de los mil años (Apoc. 20:11-15). Por consiguiente, "al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado" (2 Cor. 5:21). Ese es el concepto bíblico de amor (ágape en griego).

Cuando la fe está basada en un corazón quebrantado presidido por la convicción "cree y vive" más bien que por la razón egocéntrica de "obedece y vivirás", nos estamos aproximando al mensaje que ha de alumbrar toda la tierra con la gloria de Dios (Apoc. 18:1-4). Esa comprensión está implícita en Hebreos 2:9, que nos dice que Cristo experimentó la muerte por todos. No dice el sueño o el descanso, sino la auténtica muerte, la que todos habríamos de experimentar si no hubiera habido un Salvador. A eso nos referimos con la expresión: "cree y vive". El vivir, a partir de entonces, lo es en la obediencia a todos los mandamientos de Dios, por amor, más allá del temor al castigo o de la codicia de recompensa. Un amor como ese "nos constriñe" a vivir en sincera obediencia de corazón (2 Cor. 5:14).

R.J.W.