Querido amigo y amiga:

La justicia de Cristo puede limpiarnos AHORA del pecado de los pecados, que según la profunda afirmación de Juan 3:14-19, es el pecado de la incredulidad: no la mera ignorancia pasiva del que nunca conoció, sino el pecado activo de no creer la verdad, de rechazarla. "El que no cree ya ha sido condenado..." Ese "no" desvela la oscura culpabilidad del pecado. Desvela que preferimos no conocer lo que sabíamos que nos confrontaría con algún ídolo acariciado, que comprometería la forma en que nos aprecian aquellos cuyo favor deseamos, o simplemente que nos pondría frente a un compromiso que preferimos eludir.

¿En qué consiste ese pecado de la incredulidad? Simplificando, es el pecado cometido por el pueblo más justo de la tierra, aquel a quien fue enviado el Mesías (el Salvador del mundo). Ese pueblo tuvo un papel activo en que el eterno Príncipe de gloria viniera a ser el inmolado "Cordero de Dios". La cruz de Cristo extiende sus brazos por todo el universo de Dios: es la verdad eterna encapsulada en el tiempo y lugar del Calvario para nuestro bien eterno, para que podamos verla y vivir -lo que requiere también que nos veamos personalmente allí.

La incredulidad es el pecado de albergar corazones endurecidos que nada es capaz de enternecer, ojos incapaces de derramar una lágrima de arrepentimiento, almas que contemplan al Crucificado con indiferencia y desdén. Es el pecado de corazones que no han sido profundamente tocados por ese amor que "constriñe" a todo creyente a una consagración plena hacia Aquel que murió nuestra segunda muerte. Es pecado emponzoñado de la forma más sutil y mortífera en toda la historia, desde la caída.

La incredulidad es el pecado que infiltra la gran iglesia mundial de Laodicea, la séptima y última, la que atormenta al resucitado Hijo de Dios hasta el punto de hacerle sentir náuseas (Apoc. 3:14-21).

Cada uno de los profesos creyentes en Cristo, de forma individual, somos como un microcosmos de la iglesia mundial, y compartimos ese pecado de incredulidad, siéndonos apropiada aquella bendita oración que el Señor responde SIEMPRE: "Creo, ayuda mi incredulidad". En ese sentido, nadie es "más santo" que otro. Todos necesitamos desesperadamente el prometido "Elías" con su mensaje de reconciliación, o expiación final. No volvamos la historia del revés crucificando de nuevo al Cordero de Dios (Heb. 6:6 y 10:26-29). Si lees esos pasajes de Hebreos con detenimiento, comprobarás que no está refiriéndose a pecados contra la ley "de Moisés", sino al pecado de los pecados: a la incredulidad. Venzamos hoy, allí donde Israel fracasó ayer.

R.J.W.-L.B.