Querido amigo y amiga:

Jesús de Nazaret fue el ser más bondadoso que jamás haya pisado este planeta. ¿Tuvo enemigos?

Siendo niño, debía preguntarse extrañado y entristecido por qué sus compañeros lo aborrecían. A pesar de no procurar más que el bien de todos, parecía ser el centro de la animosidad de los demás, sin que pudiera hacer nada por evitarlo. Aquí encontramos una vislumbre del pesar de su corazón: "Se han aumentado más que los cabellos de mi cabeza los que me odian sin causa" (Sal. 69:4). Sólo una persona en toda la historia de la humanidad podía decir eso en la plenitud de su significado: es literalmente cierto, y en un sentido tan amplio como pocos han imaginado. Desde Adán y Eva, todo ser humano (¡tú y yo también!) ha venido a este mundo equipado con una enemistad intrínseca contra Jesús, "por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios" (Rom. 8:7). Ese es nuestro estado natural, si nunca oyésemos y respondiéramos positivamente al evangelio. Todos y cada uno de los seres humanos contribuimos a esa exagerada cantidad -"más que los cabellos de mi cabeza"- de los que son o fueron enemigos de Jesús (Rom. 5:10) "sin causa".

Desde la tierna infancia Jesús supo lo que era la lucha por mantenerse en actitud alegre y positiva, sobreponiéndose a la amarga sensación de "caer mal" a la gente, sin poder remediarlo. Tuvo que vivir continuamente como el que robó alguna cosa, o como el que debe algo. Supo lo que es vivir en la incomprensión y la congoja del que está forzado a devolver lo que no tomó. "¿He de pagar lo que no robé?" (Sal. 69:4).

Necesitaba y agradecía el aprecio y la simpatía, tanto como cada uno de nosotros. No era inmune al sentimiento de soledad en una sociedad hostil. Suspiraba por los lazos de simpatía y amistad que a menudo se encuentran sólo en el círculo íntimo de la familia, sin embargo su alma clamaba así: "Extraño he sido para mis hermanos y desconocido para los hijos de mi madre" (vers. 8). No es porque fuera un niño orgulloso, no es porque fuera rudo ni antipático. Al contrario, su inagotable simpatía, su humildad, su invariable ausencia de egoísmo y su imparcialidad lograba que sus compañeros de juego no pudieran "tragarlo".

Ya desde su infancia llevó un peso del que escasamente podemos hacernos una idea. ¡Quién sabe las veces que debió llorar entristecido! Pero hasta su propio llanto fue objeto de burla. "Lloré, afligiendo con ayuno mi alma, y esto me ha sido por afrenta" (vers. 10). Si has conocido una experiencia como esa, es porque el Señor te ha concedido el privilegio de tener comunión con él en sus sufrimientos. Es el mayor privilegio que puede conocer un ser humano, y bien puedes estarle agradecido por ello.

La enemistad que Jesús tuvo que afrontar a lo largo de toda su vida no lo convirtió en insensible, indiferente o desconsiderado. Aquel que nunca fue amado por sus "amigos" (Mat. 26:47-50), supo lo que es amar a su enemigos con un amor más fuerte que la muerte. Cuando lo estaban torturando en la cruz, oró por los que lo crucificaban, rogando al Padre que los perdonara, y disculpándolos por no saber lo que estaban haciendo.

Realmente, ¡sucede tantas veces, que no sabemos lo que estamos haciendo! Gracias a Dios por el eterno don de su Hijo. Encuentra tu deleite en contemplarlo, y deja que tu corazón lo adore. Haciendo así, serás transformado a su semejanza. "Su paciencia nunca se agotaba, su celo nunca decaía. Cuando las olas de su misericordia se rompían contra las rocas del orgullo y la impenitencia de corazones desagradecidos, volvían siempre en una oleada de amor aún mayor" (IHP, 234).

R.J.W.-L.B.