Querido amigo y amiga:

¿Se enojó Jesús alguna vez? ¿Manifestó en alguna ocasión algo así como ira, una justa indignación? La Biblia es categórica en cuanto a que jamás pecó. Siempre mantuvo el dominio propio; no obstante, la respuesta puede resultar en cierto modo sorprendente:

Tempranamente en su ministerio (sólo tenía unos treinta años), a la gente que lo rodeaba debió parecerles en cierta ocasión algo así como un poseso, como estando fuera de sí. En tan extraña actitud, más de uno podría haberle preguntado: -‘¿Hay alguna cosa qué te está consumiendo?’ Contemplándolo en ese estado inhabitual, "recordaron sus discípulos que está escrito [en el Salmo 69:9]: ‘El celo de tu casa me consumirá’".

¿Qué era lo que lo consumía? -Su santa preocupación por el templo los judíos, que había de ser en realidad la casa de su Padre: "casa de oración para todos los pueblos" (Isa. 56:7). Pero lo estaban contaminando con profanos y endurecidos corazones. Era la primera Pascua desde que Jesús iniciara su ministerio público. Al ver la ambición mundana, el comercio egoísta en la casa sagrada, al ver cómo se vendían el ganado y las palomas, resultó sobrecogido por el horror de esa hipocresía masiva en la propia sede central o corazón de la verdadera iglesia mundial de Dios para aquellos días. La justa indignación que el mundo incrédulo y rebelde volverá a presenciar en el Día del Juicio, brilló en sus ojos humanos (nunca olvides que era "Emmanuel... Dios con nosotros"!). Jesús "hizo un azote de cuerdas", y sin herir físicamente a nadie, "echó fuera del Templo a todos", y en el proceso trastornó sus mesas, las puso patas arriba y esparció el dinero por el suelo. "¡Quitad esto de aquí!". Sorprendentemente, nadie pudo resistirlo ni discutirle. Todos huyeron por sus vidas (Juan 2:13-21).

¿Un acceso de ira? Sí: ira divina. No serás sabio si la ignoras. Tú y yo no queremos ser objeto de ella nunca; ni ahora, ni en el Día final. Andemos con temor y reverencia, distinguiendo siempre entre la ira de Dios y la nuestra, porque "la ira del hombre no obra la justicia de Dios" (Sant. 1:20).

Ese temor reverente no es miedo egoísta y pecaminoso. Es sentido común. ¿Cómo podemos pretender creer en Jesús, a menos que nos consuma también el celo de su Casa? Su "ágape", ese amor divino caracterizado por la abnegación y condescendencia, "nos constriñe... [porque él] por todos murió, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos" (2 Cor. 4:14 y 15).

La Biblia nos muestra evidencias del amor de Dios en sus dos dimensiones: misericordia y justicia. La cruz, su máxima revelación, es la manifestación por excelencia de ambas cosas. La justicia, en cómo trata Dios al pecado (en Cristo), y la misericordia en cómo trata al pecador (tú y yo). Sólo tras obstinada y persistente elección de aferrarse al pecado, habrán de conocer los impenitentes la ira de Dios. Según Mateo 24:41, el fuego eterno nunca fue preparado para los hombres, aunque ese haya de ser el destino final escogido por muchos. Lo que Dios preparó para todos, es el don de su Hijo "Jesucristo el justo... la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo" (1 Juan 2: 1 y 2). No hay en todo el universo un solo ser que te pueda arrebatar esa bendita propiciación, pero Dios nunca te obligará a recibirla en contra de tu voluntad. ¡Cuánto más feliz destino, permitir que él "nos perdone nuestros pecados, y nos limpie de toda maldad"! ¡Cuánto mejor enfrentar ahora victoriosamente la ira del dragón! (Apoc. 12:12 y 17).

R.J.W.-L.B.