DESCUBRIENDO
LA CRUZ

(índice)

 

R.J. Wieland

 

 

Original: In Search of the Cross (Learning to “Glory” in it)

Traducción: http://www.libros1888.com

 

 

DEDICADO a mis amigos africanos en Uganda y en Kenia, quienes oyeron con paciencia (a veces con fervor) la exposición de estos conceptos en idioma luganda y swahili.

 

 


Prefacio


Cuando vivía en Florida solía bañarme en el océano Atlántico. Aprendí pronto a respetar la fuerza de la marea, capaz de arrastrar al interior del mar al nadador más competente. No hay brazos y piernas capaces de resistir la fuerza de esa resaca.

Todos conocemos por experiencia la fuerza que tiene la marea de la tentación. Es capaz de arrastrar al hombre o mujer más fuerte hasta el interior del mar del pecado. Intentamos resistir, pero se cierne sobre nosotros una fuerza incontrolable.

El origen de esa marea de tentación es lo que la Biblia llama “el mundo”. Haces todo lo posible por portarte “bien”, y ahí está el mundo, veinticuatro horas al día, intentando arrastrarte en esa marea de tentación.

¿Qué hacer? ¿Hay alguna forma de resistir esa marea, alguna forma de vencer consistentemente a la tentación?

El Nuevo Testamento responde afirmativamente. Pero la forma de lograrlo no es demasiado bien conocida. Fue Pablo quien escribió: “Lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo” (Gál 6:14).

¡Trascendente afirmación! Eso que Pablo llama “la cruz”, es capaz de vencer la marea que procura arrastrarnos al pecado. Cuando tú y yo aprendamos a gloriarnos sólo “en la cruz de nuestro Señor Jesucristo”, estaremos también anclados en terreno firme y seguro, y las fieras tentaciones que Satanás pueda inventar no podrán arrastrarnos al pecado.

El sentimiento de muchos parece ser este: ‘¡Es tan fácil perderse, y tan difícil seguir a Cristo!’ Pero lo cierto es que una vez que comprendemos lo que realmente significa la cruz, seguir a Cristo es fácil, y resulta difícil perderse. La “marea” viene a ser “crucificada”. Jesús se tuvo firme como una roca ante los embates de la tentación, y junto a él podemos resistir.

¿Quieres saber de qué manera? El Señor permita que este libro te proporcione una mayor comprensión del poder del mensaje de la cruz. Dedica a la cruz todo tu interés y atención, y cambiará tu vida.

 

El autor            


 


Índice

 

 

1. ¿Por qué descubrir la cruz?

   7

2. La cruz, revelada en la naturaleza

   13

3. Primera lección de Jesús sobre la cruz

  19

4. Cómo llegó Lucifer a odiar la cruz

  27

5. Segunda lección de Jesús sobre la cruz

  33

6. El “viejo hombre” crucificado con Cristo   

  41

7. La reaparición inesperada del viejo hombre

  51

8. Tercera lección de Jesús sobre la cruz

  61

9. Cómo descubrí la cruz

  75

10. La cruz vence al temor

  91

11. María Magdalena y la cruz

  105

12. La cruz y la perfecta semejanza con Cristo

 117

13. ¿Qué fue lo que efectuó la cruz de Cristo?

 133

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

1

¿Por qué descubrir la cruz?

(índice)


Quien acaba de adquirir un automóvil, desearía mantenerlo siempre como nuevo. Quizá no pronuncie una sola palabra al respecto, pero se siente orgulloso de su nueva posesión, y resulta casi inevitable esa última mirada delatora que le dedica cada vez que aparca y sale de su nuevo auto.

A otros les sucede lo mismo con su bonita casa, o bien se sienten orgullosos de su brillante carrera. La música, el arte, la ciencia, etc, pueden significar otro tanto para muchos.

Aquello que constituía para Pablo el motivo de supremo interés, es lo que proporciona el tema a este libro. Ya hemos recordado las palabras de Pablo: “Lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo”. El castellano moderno carece de una palabra que abarque el pleno significado del término original traducido por “gloria”. Combina el deseo de conseguir, la satisfacción de poseer, la pasión por conocer y apreciar, el encanto de la belleza, la vibrante emoción que el hombre moderno despliega en su incesante búsqueda de lo bueno de esta vida. Reúne todo eso, y podrás comenzar a apreciar lo que Pablo quiso decir con la expresión ‘gloriarse en la cruz’. “Me propuse no saber nada entre vosotros, sino a Jesucristo, y a este crucificado” (1 Cor 2:2).

 

El anciano apóstol, ¿un fanático?

¿Qué había en la cruz para inspirarle aquella pasión intensa y duradera que llenó de emoción cada día de su vida? ¿Encierra la Biblia algo mucho más bello y vital de lo que hasta el presente hemos sido capaces de discernir?

Los científicos nos informan de la existencia de abundantes recursos energéticos en los océanos, inexplorados hasta hoy, suficientes para abastecer a generaciones futuras. En vista de la entusiasta exposición que hace Pablo de la cruz, es mi convicción que en ella hay también vastos e inexplorados recursos de energía espiritual. Para demasiados de nosotros la fe representa una experiencia penosa y cansada. Ignoramos en gran medida el poder del evangelio para cambiar a las personas, un poder que Pablo conoció hace ya muchos años.

La propia conversión de Pablo fue consecutiva a una visión de Cristo como el Crucificado. A pesar de haber estado inmerso en el odio y el prejuicio, en muy corto tiempo tiempo comprendió que la cruz en la que Cristo murió demostró de forma fehaciente su aseveración de ser el tan esperado Mesías. La profunda convicción que lo sobrecogió aquel día camino de Damasco, hizo brillar la cruz con un encanto tan irresistible, que cambió su vida para siempre. A partir de entonces la cruz fue el sol que iluminó su propio cielo. Fue el tesoro mismo de la verdad del evangelio; no una mera faceta de él. Fue el centro y sustancia del mensaje de Cristo; no simplemente uno de sus aspectos.

Nuestro mundo de hoy conoce muy poco, o nada, sobre esa cruz. Para los hombres de antaño era motivo de perplejidad. Para unos, “tropiezo”, para otros “necedad”. Para casi todos, “escándalo” (1 Cor 1:23; Gál 5:11), pero para el mundo de nuestros días es algo insignificante, algo así como un aburrido rompecabezas. La realidad de la cruz no se ha extinguido, pero la cruz no puede ser un “escándalo” a menos que se la empiece a comprender. Nada tiene de extraño que la sociedad de hoy se muestre apática ante ella. Lejos de luchar contra la cruz, tal como hizo el mundo de los días de Pablo, el nuestro de hoy agoniza en la mortal ignorancia de ella. A pesar de ello es posible contemplar el símbolo de la cruz por doquier: en iglesias, colgando del cuello de muchos, plagando los cementerios... ¿Por qué esa ignorancia de su significado?

 

Satanás, desenmascarado

Esas tinieblas han sido el resultado de los astutos planes del enemigo de todo bien. Satanás sabía que la cruz aseguraba su derrota final, y revelaba su consumada depravación. Significaba para él el toque de difuntos. Todo el universo contempló la muerte de Jesús. El odio satánico contra Cristo que se demostró en la cruz, lo privó para siempre del más mínimo sentimiento de afecto o simpatía por parte de esa vasta audiencia. En ese sentido el “príncipe de este mundo” fue “echado fuera” (Juan 12:31-33).

Se le cayó definitivamente la máscara. Nadie que hubiese conocido el verdadero carácter de Dios albergaría en lo sucesivo una partícula de simpatía hacia Satanás. En lo concerniente a los ángeles que no cayeron, Satanás supo que había perdido toda opción. Todo cuanto podía hacer ahora era intentar asegurarse el mundo caído de su lado y, apoyándose en esa ventaja, guerrear contra Cristo.

Fraguó así el malvado designio de borrar el conocimiento de la cruz de la comprensión de los hombres. Mediante el establecimiento de la “abominación asoladora” (Dan 12:11) Satanás maquinó una falsificación del verdadero cristianismo. Su principio básico consistiría en dar un rodeo que evadiese la verdadera cruz, de forma que la raza humana no pudiera ver más allá de una tenue vislumbre de su significado. A fin de atrapar a la gente en su engaño, Satanás tenía que exaltar la señal de la cruz como objeto de adoración, pero a expensas de excluir la verdad de la cruz.

Así, desde los tiempos de Constantino, la señal de la cruz vino a convertirse en el emblema del cristianismo profeso, al tiempo que una falsificación sutil del verdadero cristianismo traía la “prevaricación asoladora” al corazón humano (Dan 8:11-13). La historia del cristianismo ofrece durante unos mil seiscientos años un cuadro patético del “gran furor” de Satanás contra el evangelio, “al saber que le queda poco tiempo” (Apoc 12:12). Este ofreció al hombre la sombra, en lugar de la sustancia. La cruz se convirtió en un talismán entrañable, en un amuleto, en un emblema incorporado a los collares, erigido en los campanarios o en las fachadas de la iglesias. Cruces de metal o de madera han venido a ser incluso objetos de adoración, mientras que el verdadero principio de la cruz permanece en el mayor de los desconocimientos.

Tanto confía Satanás en sus planes, que permite que se hable con toda libertad de la cruz, que se ore a propósito de ella, que se cante, que sea un ingrediente en el ornamento del ser humano y en la arquitectura, incluso que se la adore. No le importa, con tal que resulte distorsionada toda posible comprensión de lo que realmente significa. ¿Qué mejor treta podría perfeccionar un enemigo derrotado, que la de tomar el símbolo de su derrota y transformarlo en un emblema de su supuesta victoria?

El sol ha resultado verdaderamente borrado del cielo de una cristiandad tal. Aunque la verdad de la cruz pueda no ser conscientemente rechazada o descreída, dejar de captar su significado resulta en una trágica pérdida, tanto como lo fue el rechazo de la cruz para los dirigentes judíos del tiempo de Cristo. La mente acepta el símbolo, mientras que el corazón desconoce la experiencia que encierra.

 

 

La mayor conspiración en toda la historia

Pero ni el hueco símbolo ni la palabra vacía tienen por qué extraviarnos. El falso concepto fue diseñado con el expreso propósito de interceptar la comprensión de su genuino significado. La propia existencia de una falsificación constituye la evidencia de que es posible encontrar lo genuino. Las nubes y la niebla que Satanás ha querido arrojar sobre la cruz se disiparán, y llegaremos a ver la sorprendente y viva realidad de esa gloriosa revelación que Pablo vio. Lo que Satanás esperaba que fuese su golpe maestro, vino a resultar en su más absoluta y autoinfligida derrota.

Se nos asegura de nuestra victoria personal sobre el pecado con estas palabras: “Lo han vencido por la sangre del Cordero” (Apoc 12:11). Siguen vigentes las palabras de Juan Bautista: “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29). “Miradme a mí y sed salvos”, es todo cuanto pide Dios de nosotros (Isa 45:22).

 

Contemplando

Uno de los pasatiempos favoritos del hombre es observar. Cientos de revistas tienen por diana la satisfacción de ese deseo irrefrenable del hombre. Miles de personas dedican su tiempo libre a mirar el escaparate de la humanidad que transita frente a su puerta o ventana, frente a su pantalla digital o en las páginas de su semanario favorito. Si se produce un accidente o algo inusual en la calzada, sentimos la urgencia de acercarnos a “ver qué pasa”. Todos tenemos esa necesidad de dirigir nuestros ojos a lo que nos resulta aún desconocido. Existe un deseo insatisfecho por aquello que aún no conocemos.

La cruz de Jesús constituye el deseo supremo de todo ser humano, aunque para muchos no reconocido. Ninguna otra visión puede colmar nuestra necesidad más profunda.

Y tal como sucedió con Pablo, una vez que hayamos contemplado la cruz, nos “gloriaremos” sólo en ella. Se convertirá en lo único y lo más importante para nosotros. Si ‘contemplamos el Cordero de Dios’, participaremos de una visión que tiene poder para hacer que toda idolatría se desvanezca en la nada que realmente es. El dinero, las posesiones, la carrera, la fama, dejarán de tener valor para aquel que haya comprendido lo que significa el Calvario. Para él comenzó una vida nueva.

 

En el monte Calvario estaba una cruz,         
emblema de afrenta y dolor,
y yo amo esa cruz do murió mi Jesús
por salvar al más vil pecador.           
Aunque el mundo desprecie la cruz de Jesús,          
para mí tiene suma atracción,          
pues en ella llevó el Cordero de Dios
de mi alma la condenación

Jorge Bennard

 

Contemplemos la cruz.         


 


2

La cruz, revelada en la naturaleza


(índice)

No es porque la naturaleza haya pretendido ocultarlo, pero durante miles de años el hombre pecador ha pisado este planeta sin captar el secreto más elemental en ella escrito: el camino de la cruz. El agricultor echa la simiente en el campo para procurar su alimento cotidiano, sin darse cuenta de la lección que cada semilla le quiere enseñar: que el fruto vivificante surge sólo cuando la vida se somete a la muerte y permite que aparezca el nuevo ser.

Por fin un Joven sin pecado pisó esta tierra que habitamos, arrodillándose sobre ella día tras día para rogar a su Padre por fortaleza y sabiduría a fin de traer al hombre la respuesta a estas preguntas: ¿Cómo resolver el problema de la muerte? ¿Cómo se puede salvar la raza humana condenada a la extinción? ¿Cómo puede gente malvada convertirse en bondadosa?

 

Increíble descubrimiento

Como Creador, Jesús había escrito el libro de la naturaleza con sus propias manos. Ahora, como hombre, se esforzaba por comprenderla, por escrutar sus misterios en busca de lecciones que pudiesen señalar a otros el único camino de la vida: el camino de la cruz.

Cuando unos visitantes de Grecia vinieron a ver al Señor, “Jesús les dijo: “Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre ha de ser glorificado. Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo. Pero al morir lleva mucho fruto. El que ama su vida, la perderá; y el que aborrece su vida en este mundo, para vida eterna la guardará”. “Y cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí. Esto dijo para dar a entender de qué muerte había de morir” (Juan 12:23-25 y 32-33).

El grano de simiente que busca “seguridad” en la estantería de la despensa, no obtiene nada, puesto que al aferrarse a su preciado yo, “queda solo”. Únicamente la simiente que encuentra su solitaria tumba bajo tierra -sólo la simiente que muere- “lleva mucho fruto”.

 

Pequeña simiente, gran lección

Para aquel Joven puro entregado a desvelar el misterio, cada flor, cada árbol majestuoso, eran la expresión de una pequeña semilla muriendo en la soledad de la tierra, sacrificándose en el silencio del Getsemaní. ¡Qué contraste, al comparar la insignificancia del sacrificio de una semilla de uva con los racimos purpúreos de la viña exuberante en la que se convertía tras haber sido sembrada! Así, el Hijo de Dios comprendía que su sacrificio sería el medio de “llevar a la gloria a muchos hijos” (Heb 2:10). Su joven alma se comprometió en un firme propósito: vendría a ser la semilla, y entregaría para siempre a “la tierra” su propia seguridad y todo aquello que le era precioso, mediante su muerte. Aprendió de la naturaleza el principio elemental –hasta entonces desconocido– que le llevó hasta la excelsa cruz: el arma secreta que conquistaría a la muerte.

Lo importante no es si Jesús, siendo niño / adolescente / joven, comprendía o no plenamente que su muerte, su sacrificio, tomaría la forma de una crucifixión romana. Lo que importa es que esa antigua y cruel tortura, la más vergonzosa e indigna de las muertes, era la mejor manera en que el mundo pudiera apreciar la demostración de su amor abnegado. Para él, ‘caer en el suelo y morir’ como ‘simiente’ era mucho más doloroso y amargo que el mero sufrimiento de la muerte física. El apóstol Pablo señala el contraste entre la “muerte de cruz” y la muerte ordinaria (Fil 2:8). La dimensión última de la muerte es la desesperación y la vergüenza más contundentes. La cruz de Jesús dio sobradamente la talla de esa plena medida.

Pero hoy significa poco para nosotros debido a que la historia ha llegado a producir una virtual inversión de los valores. La cruz que una vez fue símbolo de la más ignominiosa y degradante tortura que un ser humano pudiera sufrir, una muerte tan terrible que casi parecería impropia hasta para un demonio, ha venido a resultar el emblema más honrado por el mundo.

La razón para tal inversión de los valores es más trascendente que la simple casualidad histórica. Ningún héroe habría sido capaz, mediante su martirio, de despertar la adoración y suprema devoción que multitud de personas inteligentes han sentido y sienten por la cruz de Cristo. Descubrir la razón del poder infinito de esa cruz es el tema de este libro.

 

La cruz nos conmueve en lo profundo

Sea que el hombre haga profesión o no de religión, le basta un destello del significado de la cruz para apercibirse de que algo responde en lo profundo de su ser. La verdad de la cruz pulsa extrañas cuerdas de agradecimiento, despertando melodías en el alma que sólo ella puede producir. La historia alcanzará su clímax y objetivo en el momento en que esta verdad penetre por fin la conciencia reavivada de cada persona en la tierra. Todo cristiano sabe que hay tiernos lazos que unen su alma con el Calvario, porque Aquel que murió allí le está tan cercano como si se tratase casi de él mismo. No puede haber en esta tierra simpatía tan profunda, íntima y entrañable como la simpatía por el Señor Jesús clavado sobre aquella cruz. Eso es así porque Cristo “murió por todos, luego todos han muerto” (2 Cor 5:15). El que busca la verdad sabe que es así, y el que procura rechazarla nunca encuentra la forma de evadir esa verdad contra la que lucha.

Creyente o no, todo el mundo conocerá finalmente el poder revelado en la cruz. “Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Juan 12:32). Podemos tomar la determinación de resistir la atracción que nuestra alma siente por él, pero antes de que ningún hombre pueda sufrir las penas de la perdición eterna, tiene necesariamente que resistirla de forma persistente. Habiendo rechazado el amor, “los que me aborrecen, aman la muerte” (Prov 8:36).

 

Si elegimos no resistir, el poder de la cruz nos atrae a Cristo

Mil “diablos” oponiéndose mediante toda circunstancia imaginable de la vida, son tan impotentes para contrarrestar esa atracción como lo es una hebra de hilo para sujetar amarrado a un acorazado. Las palabras de Jesús a aquellos griegos perplejos constituyen una declaración del poder universal de aquella cruz levantada en el Calvario sobre el corazón de todo hombre. No es una afirmación de que todos serán salvos, sino de que todos sentirán de alguna manera el poder de atracción de la cruz. Algunos para rendirse a ella, otros para resistirla con terquedad.

 

El incomparable atractivo de la cruz de Cristo

¿Qué es lo que da a la cruz de Cristo un atractivo tan irresistible para todo aquel que se detiene a contemplarla? Si su Víctima fuese meramente un fanático o un místico con la lamentable pretensión de ser divino, o bien si se tratara simplemente de un buen hombre trágicamente asesinado, su muerte no habría hecho en las generaciones posteriores una impresión más duradera que la muerte de cualquier mártir, o que el asesinato de un hombre de estado. La realidad, expresada por la propia Víctima, de ser Dios, es lo que explica la influencia imperecedera de su muerte.

Pero ¿cómo podemos estar seguros de su divinidad? ¿Es nuestra fe mera superstición? ¿Es tan fuerte nuestro deseo de recompensa eterna como para hacer que estemos dispuestos a creernos lo increíble a fin de escapar al cruel mundo en el que aún vivimos?

Una mirada a la cruz trae más certeza de la divinidad de Jesús, que la argumentación más elaborada que quepa imaginar. Una vez que se contempla la naturaleza del amor (agape) revelado allí, la Víctima aparece claramente como nadie menor que el eterno Hijo de Dios. Sólo “Dios es amor (agape)” (1 Juan 4:8). El amor meramente humano jamás habría sido capaz de concebir la sublime demostración del Calvario. La calidad del amor allí manifestado es desbordante; la perfecta negación del yo va infinitamente más allá de nuestro amor calculado, centrado en el yo, que tan a menudo nos traiciona. El corazón de todo hombre siente la convicción de que un amor como ese sólo puede venir de Dios, y de que la hostilidad que asesinó a la Víctima es en esencia nuestra “enemistad contra Dios” (Rom 8:7). El amor de Jesús lleva en sí mismo el testimonio de sus credenciales divinas.

Ese amor lleva la atracción de la cruz al corazón de cada persona, en el reconocimiento de que Aquel que murió allí ha venido a ser el pariente más auténtico y próximo de cada ser humano, el Amigo infatigable que nunca ha dejado de amarlo aún cuando más inclinado se sentía uno a aborrecerse a sí mismo, el Compañero que ha estado a su lado en los momentos sombríos y que ha creído en él aún cuando uno dudó y renegó de sí mismo. En algún momento todos somos conscientes de nuestro más anhelado deseo: que alguien crea y confíe en nosotros a pesar de conocer la profundidad de nuestros secretos culpables. Aún más dulce que la expresión: “Te amo”, es la afirmación: “Creo en ti; confío siempre en ti; lo arriesgo todo por ti”.

Un ser meramente humano es incapaz de darnos tal seguridad

Puesto que sabemos que nuestros pecados son infinitos, sólo un perdón y confianza infinitos pueden en verdad reconfortarnos. El que toda persona haya oído esa Voz de esperanza y ánimo, es evidencia para todos de que el Hijo de Dios ha venido en nuestra carne. Podemos resistir y asfixiar esa Voz, pero si le prestamos atención resultaremos impelidos a seguir a Cristo.

La Voz que habla a nuestros corazones y la verdad escrita en la naturaleza, ambas denotan el origen divino del principio de la cruz.

Este libro no pretende ir más allá del descubrimiento de la cruz. Cuando hayamos concluido nuestro periplo, esa búsqueda no habrá hecho más que comenzar para ti y para mí. El inmenso continente de verdad aún sin descubrir es la prenda que nos asegura de la existencia de una vida infinitamente abundante dedicada al estudio y contemplación de ese sacrificio incalculable. Esa búsqueda será la ciencia y el canto de los redimidos por la eternidad.        


 


3

Primera lección de Jesús sobre la cruz

(índice)

¿Por qué tardó tanto en llegar esa lección? Sorprende descubrir que Jesús esperó hasta el mismo final de su ministerio, para presentar claramente a sus discípulos su inminente crucifixión.

Cuando recordamos que la doctrina de la cruz es el tema central del evangelio, el sol del firmamento de la verdad celestial, nos preguntamos por qué el Salvador demoró por tanto tiempo la instrucción sobre ese punto crucial (nunca mejor dicho).

Sólo de forma velada y ocasional había hecho referencias a su muerte. Por ejemplo, su alusión a la destrucción del “templo” y a su reedificación en tres días (Juan 2:19); el ser levantado como una serpiente ardiente (Juan 3:14); la dádiva de su carne por la vida del mundo (Juan 6:51) o la señal de Jonás (Mat 12:39), así como el Esposo siéndoles arrebatado a aquellos que están de bodas (Mat 9:15).

Los discípulos no captaron el significado profundo de esas declaraciones. Necesitaban una referencia clara y abarcante del evento estremecedor que estaba por acontecer. Pero Jesús no les proporcionó tal cosa hasta haber llegado a las costas de Cesárea de Filipo sólo unos meses antes de que tuviera lugar la gran prueba.

Sorprende igualmente que no fuera sino hasta ese mismo momento cuando Jesús decidiera preguntar a los discípulos quién creían que era. Necesitaban tiempo para que el entusiasmo superficial del inicio, suscitado por su ministerio temprano, madurase en una convicción más sobria y más sólida.

 

Una fe capaz de resistir la prueba

La fe de los discípulos en la divinidad de Jesús fue verdaderamente puesta a prueba en los términos más severos. Reticente a aplicarse el título de “Hijo de Dios”, Jesús mostraba una extraña preferencia por referirse a sí mismo como “el Hijo del hombre”. Había ido defraudando una tras otra las esperanzas depositadas por los judíos en su esperado Mesías. Negándose en redondo a aceptar el aplauso de aquellos que gustosamente habrían visto en él el cumplimiento de sus expectativas nacionales, parecía más bien conformarse con su suerte de pobreza y oscuridad. No mostraba interés alguno por ganar la aprobación de la clase religiosa dirigente, sino que seguía un curso que parecía atraer innecesariamente la enemistad de la misma.

Tras la dura palabra relativa al Pan de vida (Juan 6), lo abandonaron multitudes que le habían seguido hasta entonces. Incluso llegó a disolver de forma expeditiva una multitud dispuesta a coronarlo rey. Ahora estaba siendo “despreciado y desechado entre los hombres”. Pareciera que los discípulos, desde el punto de vista humano, iban a encontrar toda excusa posible para renegar de su fe en Jesús como el Cristo.

 

Cómo reconocieron los discípulos a Cristo

Pero al mismo tiempo habían podido reunir infinidad de evidencias para confirmar la insistente convicción del Espíritu Santo de que ese Hombre era en verdad el Hijo de Dios. Dicha evidencia no consistía meramente en los milagros físicos que Jesús había realizado. Cualquier incrédulo –amigo o enemigo– podía sugerir explicaciones para los mismos, o al menos podía decidir ignorarlos. Los milagros físicos rara vez fortalecen la verdadera fe. Lo que confirmó la fe de los discípulos era el puro, sobrenatural y realmente milagroso amor que impregnaba cada palabra y acto de Jesús. Todo lo que decía estaba lleno de profunda sabiduría espiritual y de sentido común santificado. Se trata de las mismas obras que Jesús presentó ante Felipe como evidencia de su relación con el Padre (Juan 14:11-12). El negarse a reconocer tales obras significaba el pecado imperdonable e incurable de la incredulidad por parte de los dirigentes religiosos, no ya contra el Hijo del hombre, sino contra el Espíritu Santo.

¡Pero los discípulos creyeron! Ahora, en Cesárea de Filipo, pocos meses antes de la crucifixión, estaban por fin preparados para confesar su fe.

“Cuando Jesús llegó a la región de Cesárea de Filipo, preguntó a sus discípulos: ‘¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?’” (Mat 16:13). Las respuestas que le dieron habrían sido un halago para cualquiera, menos para el Hijo de Dios. El capricho popular lo aclamaba como Elías, Jeremías o algún otro de los profetas. Lejos de estar satisfecho, Jesús pidió sin rodeos a sus discípulos que cristalizasen sus algo vagas concepciones en una confesión de profunda convicción: “Y vosotros, ¿quién decís que soy?” (vers. 15).

Pedro fue el primero en encontrar palabras para expresar la valiente fe que había tomado posesión de sus almas. Aquel Hombre no sólo era alguien mayor que todos los profetas, no sólo era el tan esperado Mesías: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”, exclamó valientemente Pedro (vers. 16).

Jesús alabó la fe de Pedro, pero inmediatamente le previno del pecado de atribuirse mérito alguno por haber hecho tal descubrimiento: “¡Dichoso eres, Simón hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos!” (vers. 17). Pedro no debía enorgullecerse como si hubiese sido más perspicaz que los demás. Por más brillantes que puedan ser las capacidades del cerebro más privilegiado, de no ser por la influencia del Espíritu Santo, la mente humana es totalmente incapaz de reconocer a Dios cuando se manifiesta de forma inesperada. “Nadie puede decir: ‘Jesús es el Señor’, sino por el Espíritu Santo” (1 Cor 12:3). El Hijo de Dios recorrió hace dos mil años los polvorientos y escarpados senderos de la vida sin ser reconocido ni percibido por la humanidad. De la misma forma, desde entonces y hasta el día de hoy la verdad celestial ha pasado igualmente desapercibida para la “carne” y la “sangre”.

 

Jesús se dispone a declararles la plena verdad

Tras la confesión de fe de sus discípulos Jesús estaba en condiciones de establecer el fundamento y piedra angular de su iglesia. “Sobre esta Roca la confesión de mi identidad divina] edificaré mi iglesia, y las puertas de la muerte no prevalecerán contra ella” (Mat 16:18). Lo vemos ahora edificando con destreza, velozmente; vemos al sabio Constructor que edifica su casa sobre la Roca. El Arquitecto divino levanta un edificio de fe contra el que no prevalecerán “las puertas de la muerte”.

Ahora que los discípulos estaban profundamente convencidos de su divinidad, podía darles luz respecto a su muerte. Descorriendo todos los velos misteriosos que habían ocultado las breves referencias a la cruz hechas hasta entonces, les dijo llanamente, incluso con crudeza, que debía ser rechazado y muerto: “Desde aquel tiempo comenzó Jesús a declarar a sus discípulos que le era necesario ir a Jerusalén, padecer mucho de los ancianos, de los principales sacerdotes y los escribas; ser muerto, y resucitar al tercer día” (vers. 21).

 

¿Malas nuevas?

Los discípulos escuchaban con más asombro que espanto. El hecho de que Dios tuviera un Hijo era ya un concepto extremadamente revolucionario para la mente judía; pero la idea de ese Hijo de Dios teniendo que morir les parecía inconcebible. Eran incrédulos. Un Mesías crucificado, en lugar de uno glorificado, coronado, asumiendo el cetro, constituía un insulto a su inteligencia, una ofensa y un escándalo. Cuanto más se convencían los discípulos de que Jesús era el Hijo de Dios, más les desconcertaba y confundía el anuncio de su muerte, y nada menos que a manos del pueblo más santo del mundo: su propia nación.

El mismo bienaventurado Simón hijo de Jonás que se había adelantado a confesarlo como el Hijo de Dios, era ahora el primero en negar su cruz. Aparentemente preocupado por la salud mental de Jesús en vista del anuncio de algo tan repulsivo para sus colegas, el bien intencionado Pedro echó mano con cierta rudeza de la persona de su Señor, como para administrarle un tratamiento de choque a fin de librarlo de tan mórbidas imaginaciones. ¡Es imposible imaginar un trato más cruel hacia Jesús, por parte de la raza humana, especialmente de su pueblo escogido! “Pedro lo llevó a parte, y empezó a reprenderlo. Le dijo: ‘¡Señor, lejos de ti! ¡De ningún modo te suceda esto!’” (vers. 22). Las cruces están hechas para los bandidos, no para alguien bondadoso. Especialmente, ¡no para el Hijo de Dios!

Así, la cruz vino a ser tanto “piedra de escándalo” como “locura” para los primeros discípulos; y desde luego, también una “ofensa”. Hoy sigue siendo esas tres cosas para nuestra naturaleza humana.

 

Nada de qué sorprenderse

Si la “carne y la sangre” son incapaces de comprender que Jesús era el Hijo de Dios, nada tiene de extraño que a Pedro le resultase imposible comprender la doctrina de la cruz. Esa noción iba tan infinitamente más allá de lo que el ingenio humano puede concebir, como para resultar inimaginable para sus mentes. Excepto por revelación del Espíritu Santo.

Era muy pertinente que Jesús hubiese suscitado primeramente en sus discípulos esa confesión de que él era el Hijo de Dios, antes de comunicarles las sorprendentes nuevas de su crucifixión. De no ser así quizá hubiera dado por resultado ahondar su incredulidad y abandonarlo, como habían hecho tantos otros de sus interesados seguidores. Las religiones inventadas por los hombres podían producir “mesías”, pero ninguna podía concebir un Mesías sufriente, moribundo, que se entregaba a sí mismo en indescriptible amor hacia el mundo.

 

¿Mejores o más sabios que Pedro?

Nuestro intelecto humano, por sí mismo, es tan ciego a la verdad de la cruz como lo fue el de los primeros discípulos. Nuestro peligro es incluso mayor que el de ellos, puesto que disponemos de un elemento del que ellos carecían: el conocimiento intelectual de los hechos de la crucifixión, así como el reconocimiento prácticamente universal de que ello sucedió realmente. Pero ese asentimiento mental puede confundir las avenidas que traen la verdad de la cruz al corazón.

Si albergamos de alguna forma la idea de que nuestro afortunado nacimiento en la era cristiana nos sitúa en terreno ventajoso con respecto a Pedro, podemos confiar en que de forma innata estaremos inclinados a mostrar mayor sabiduría que la suya. Nos sentiremos inmunes a una ignorancia espiritual del calibre de la que él exhibió. Pensando así demostramos no entender el evangelio.

Ni siquiera podemos comenzar a comprender lo que sucedió en Cesárea de Filipo a menos que nos demos cuenta de que nuestra naturaleza humana es la misma que la de Pedro. Si dejamos de reconocerlo, estamos expuestos a la tragedia de repetir el menosprecio de Pedro hacia la cruz. Él la desdeñó en su ignorancia; nosotros corremos el riesgo de despreciarla de forma deliberada. Ese será precisamente el pecado final común a todos los que se pierdan.

 

A Pedro le asistía la razón

La noción de la cruz es algo tan original, tan apartado del mundo, que sólo puede surgir en la mente de Dios (Hechos 4:27-28). La cruz es tanto la “sabiduría” como el “poder” de Dios (1 Cor 1:18 y 24). Es un arma divina de sublime eficacia en la contienda espiritual. Pero la respuesta de Pedro al sorprendente anuncio del Salvador es idéntica a la de personas de cualquier condición y lugar. Pedro estaba expresando los sentimientos de nuestros propios corazones hasta el día de hoy, al repudiar como pura insensatez la idea misma de la crucifixión del Hijo de Dios.

En su reprensión a Pedro por el irreverente e irrespetuoso consejo dado a su Maestro, Jesús reveló esta clave: “Me eres tropiezo, porque no piensas como piensa Dios, sino como piensan los hombres” (Mat 16:23). Como cada uno de nosotros, Pedro no era más que un ser humano, capaz de pensar, ni más ni menos, como piensa el hombre. No era de ninguna forma más “malvado” que cualquiera de nosotros. Sencillamente, estaba siendo él mismo. Y siendo él mismo, no alcanzaba al pensamiento de Dios hasta el punto de discernir el significado de la cruz. Ese pensamiento de “los hombres” que cegaba su mente, ciega también la nuestra.

Pero no hemos considerado todavía la causa real de la oposición de Pedro a la cruz del Señor. Jesús no estaba manifestando rudeza o enojo al pobre discípulo, y sus palabras no eran nada parecido a una explosión pasional de malhumor. Ahora bien, la inequívoca severidad del agudo reproche de Jesús a su amado discípulo da una pista significativa en cuanto al origen de los sentimientos terrenales de Pedro. Jesús estaba, por así decirlo, poniendo su dedo en la llaga de la enemistad de todo hombre hacia la cruz: “Quítate de delante de mí, Satanás. Me eres tropiezo” (vers. 23).

 

El pobre Pedro

Sin quererlo ni saberlo, Pedro había venido a ser un instrumento en las manos de Satanás al intentar apartar a Jesús de su propósito en el sacrificio supremo. ¡Para Jesús no debió ser una tentación banal! Cristo reconoció en el pensamiento de Pedro la expresión de la insidia original de Lucifer en el cielo. Evadir la cruz era una tentación seductora para Jesús, contra la que debía empeñar a fondo su voluntad. Como instrumento de Satanás, Pedro había tocado una cuerda sensible en el alma de Jesús.

No hemos de pensar que Pedro fuese Satanás mismo, sino que la reacción de Pedro hacia la cruz iba mucho más allá de la simple respuesta de la naturaleza humana desinformada. Reflejaba plenamente la actitud de Satanás mismo.

Podemos imaginar la conmoción que debieron causar en las mentes de los discípulos las palabras que Jesús dirigiera a Pedro.     


 

 


4

Cómo llegó Lucifer a odiar la cruz


(índice)

La “carne y la sangre” no pueden comprender la idea de la cruz. ¿Podía Satanás comprenderla? No cabe achacarle falta de inteligencia. Él es consciente de su siniestra obra.

A fin de perseguir la cruz, debió comprenderla con cierta claridad. Si le fuese desconocido algún aspecto de la salvación, en esa medida su oposición a la verdad sería torpe e ineficaz. No sería entonces digno de su nombre, “diablo y Satanás”. No: la rebelión de Satanás es de carácter pleno y consciente.

El por qué, permanecerá por siempre como el inescrutable “misterio de iniquidad”. El cómo de su rebelión incluye el más determinado e inteligente odio hacia la cruz.

Pedro, en su humana inocencia, al procurar apartar a Jesús de la cruz, se acercó mucho al terreno de Lucifer.

Cuando Satanás tentó a Adán y Eva en el jardín del Edén, su argumento fue la seguridad de que en la transgresión obtendrían una vida superior a aquella para la que habían sido creados. “Seréis como Dios”, les aseguró (Gén 3:5). Ese deseo de ser como Dios es el mismo que llevó al pecado original de Satanás en el cielo:

¡Cómo caíste del cielo, oh Lucero, hijo del alba! Fuiste echado por tierra, tú que abatías a las naciones. Tú que decías en tu corazón: ‘Subiré al cielo, en lo alto, por encima de las estrellas de Dios levantaré mi trono, en el Monte de la Reunión, al lado norte me sentaré. Sobre las altas nubes subiré, y seré semejante al Altísimo’” (Isa 14:12-14).

Nadie puede ser como Dios sin procurar desplazar a Dios, puesto que sólo uno puede ser “el Altísimo”.

 

Lucifer comenzó a amarse a sí mismo

Tal ha llegado a ser la “mente” natural de todos nosotros, de no mediar la redención. Pero el amor al yo “es enemistad contra Dios” (Rom 8:7). La enemistad, a su vez, lleva al asesinato. Dijo Jesús del diablo: “Él ha sido homicida desde el principio” (Juan 8:44). Eso es cierto, ya que “todo el que aborrece a su hermano es homicida” (1 Juan 3:15). Satanás aborreció a Dios, tuvo celos de él. Así, desde el mismo principio de la rebelión de Lucifer en el cielo, comenzó a dibujarse la silueta de una cruz en las sombras de la historia de la eternidad.

Sin duda alguna Lucifer debió comenzar a ver en qué desembocaría su rebelión. Comprendió que el crimen que abrigaba en su alma era de naturaleza tenebrosa y horrible: el asesinato del eterno Hijo de Dios. Así de terrible es ceder a la devoción por el yo. Por cinco veces podemos leer en el corto pasaje de Isaías acerca de la pasión de Satanás por sí mismo. El pecado tiene su raíz en la indulgencia hacia el yo.

El problema de raíz de Satanás era amargura contra la noción del agape: un amor que define el carácter mismo de Dios, y que es enteramente diferente de todo cuanto nosotros, los humanos, entendemos por “amor”. Nuestro amor “ama” a la gente buena, mientras que el agape ama por igual a los indignos y a los viles. El tipo de amor que nos caracteriza, depende de la belleza del objeto amado; pero el agape ama sin distinción a lo aborrecible, también a nuestros enemigos. Nuestro amor depende del valor del objeto amado, mientras que el agape crea valor en aquel a quien ama. Nuestro amor está siempre presto a escalar más arriba, así como el de Lucifer buscó establecer su trono “por encima de las estrellas de Dios”; el agape, en cambio, está dispuesto a humillarse y descender tal como hizo el Hijo de Dios en esos siete pasos de increíble condescendencia que describe Filipenses 2:5-8. Nuestro amor humano está siempre ávido por recibir; el agape siempre está dispuesto a dar, a entregarse. Nuestro amor humano desea recompensa, mientras que el agape está dispuesto a prescindir generosamente de ella.

Por último, lo que Satanás aborreció por encima de todo, fue la revelación plena del agape manifestado en Cristo: su disposición a ceder hasta la vida eterna, a morir la segunda muerte. Tal es la expresión suprema del agape que Lucifer intenta ocultar desesperadamente del mundo y del universo. Es exactamente lo opuesto a todo cuanto tiene que ver con él.

Lucifer tuvo que poder ponderar y reflexionar en el camino que estaba escogiendo. ¿Se arrepentiría mientras había aún oportunidad? De ser así, sólo un camino permitiría que venciese el pecado de su alma angélica: tendría que hacer morir ese indómito “yo” que codiciaba ser “semejante al Altísimo” y echarlo de su santo trono. El pecado en Lucifer tendría que ser crucificado.

 

¿Qué convirtió a un ángel de luz en diablo o Satanás?

Una cruz espiritual en la que Lucifer muriera al yo, hubiera sido la única salida a ese dilema en su incipiente guerra contra Dios. Todo su orgullo, su ego, su mimado y consentido “yo” tenía que ser depuesto voluntariamente, por libre elección, de forma que sólo la verdad, justicia y santidad prevalecieran. Lucifer estuvo tan cercano a proceder así, que llegó a comprender el significado del camino hacia su liberación.

Pero rechazó ese camino de forma enfática, impenitente e irrevocable. ¡No tomaría ninguna cruz! Definitivamente, de forma deliberada e inteligente, Lucifer repudió la idea de la negación del yo y del sacrificio propio. Instituiría un nuevo proceder en el vasto universo de Dios: el amor a uno mismo, la búsqueda de lo propio, la autoafirmación, la autoestima. Así rechazó Lucifer la cruz.

Fue entonces cuando vino a ser diablo y Satanás, “ese gran dragón, la serpiente antigua... que engaña a todo el mundo” (Apoc 12:9). Un ángel de luz que aborrece la cruz, se convierte en el enemigo de Dios (y en el nuestro).

Ese amargo e incesante opositor al principio divino de la cruz sabe bien que para cualquier criatura pecaminosa en el universo, el único camino de retorno a la justicia es el camino de la cruz. De ahí su plan meditado y calculado por borrar ese camino del conocimiento de la humanidad. Todo lo satánico se opone a la cruz, de donde deriva la profunda verdad de que todo lo que se opone a la cruz es satánico.

 

¿Por qué la severidad del reproche hecho a Pedro?

A la luz de lo anterior se comprende mejor la dureza de la reprensión del Salvador. No se trataba de una explosión de ira por parte de Jesús. Pedro no sólo estaba pensando “como piensan los hombres”, sino como piensa Satanás. Sin saberlo, estaba dando expresión a los sentimientos del enemigo al urgir a Jesús a que pusiese sus intereses primero, y renunciara a ir a Jerusalem para ser crucificado. El interés propio, la preocupación por uno mismo, la preservación espiritual de sí, son los conceptos supremos para ese poderoso ángel caído. Ahora lo estaban siendo también para Pedro. ¿Acaso no lo son para nosotros?

Tal como Pedro nos demuestra, el pensar “como piensan los hombres” tiene un siniestro origen espiritual. Pedro vino a encontrarse cooperando inconscientemente con Satanás en su campaña anti-cruz. En el fondo, la tentación a evadir la cruz era el arma suprema de Satanás, empleada contra Jesús una y otra vez a lo largo de toda su vida en la tierra.

Satanás no ignoraba el principio de la cruz. Sin embargo no podía comprender el amor divino revelado en Cristo encarnado, hasta el punto de llevarlo paso a paso hasta el sacrificio supremo y voluntario. La última provocación sarcástica lanzada maliciosamente contra Cristo fue inspirada por Satanás: “Sálvate a ti mismo. Desciende de la cruz” (Mar 15:30). Y ahora en Cesárea de Filipo el interés propio era el principio reinante en el corazón de Pedro. Estaba efectivamente diciendo: “Sálvate a ti mismo”, Señor. Jesús lo llamó por su propio nombre cuando dijo: “Quítate de delante de mí, Satanás”. Pedro era anti-cruz.

 

¿Somos mejores que Pedro?

Haríamos bien en guardarnos de actitudes de superioridad respecto al discípulo. Pedro era cristiano y amaba ardientemente a su Maestro. No era un simple “miembro de iglesia”. Era un ministro ordenado. Podría haberse jactado de su facultad de echar demonios en el nombre de Cristo. Quizá resonaban aún en sus oídos las palabras de elogio que le acababa de dirigir Jesús: “Dichoso eres, Simón...” (Mat 16:17). Sin embargo, se hallaba inconscientemente aliado con Satanás en su intento por oponerse a lo que Jesús tenía que hacer (ir a la cruz).

También nosotros somos cristianos que amamos a nuestro Señor fervientemente. Podemos obrar por él, y podemos señalar con orgullo y satisfacción un impresionante pasado de servicio prestado a su causa. Podemos también alegrarnos de que los diablos se nos sujeten en nombre de Cristo y de que Satanás caiga del cielo como un rayo ante nuestra palabra. Pero ¿es posible también que sin saberlo estemos en la misma situación de confusión espiritual en la que estaba Pedro, en aquel día en el que el Señor le dijo: "Quítate de delante de mí, Satanás"?

Si fue posible para el sincero, entrañable y encantador discípulo el prestarse ciegamente a las estrategias del enemigo, quizá no sea menos posible que nosotros lo hagamos. El que tan indeseable epíteto pueda o no aplicarse a nosotros, depende de la actitud de nuestro corazón ante la cruz.

"El que piensa estar firme, mire que no caiga". Lo mismo que los discípulos, estamos en necesidad de acercarnos más aún a Jesús a fin de oír su siguiente lección sobre el significado de la cruz.


 


5

Segunda lección de Jesús sobre la cruz


(índice)

Pedro debió sentirse consternado al reflexionar sobre su conducta. De hecho, había osado reprender a su Maestro. Hasta le había puesto las manos encima como si se tratara de otro pescador cualquiera a quien era necesario hacer entrar en razón.

Un grupo estupefacto y profundamente impresionado de personas oía por primera vez a Jesús exponiendo claramente la ley del reino de los cielos. Aquí encontramos la verdadera esencia de lo que significa seguir a Cristo:

“Entonces Jesús dijo a sus discípulos: ‘Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz, y sígame. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por causa de mí, la hallará’” (Mat 16:24-25).

Es como si hubiera dicho: ‘Os sorprende que yo, el Hijo de Dios, tenga que ir a la cruz y morir… No sólo eso, sino que vosotros mismos, cada uno de vosotros, si verdaderamente me seguís, os habréis de someter conmigo a la muerte sobre esa cruz’. Eso nos incluye a todos: ¡la ley de la cruz se aplica por igual a todos nosotros!

 

“El que quiera”, nos incluye a todos

Ni siquiera Dios estuvo exento. ¡Cuánto menos el hombre! En la eternidad insondable, antes que existiera el pecado, el Padre y el Hijo tomaron un acuerdo solemne según el cual, si el hombre pecaba, el Padre entregaría a su Hijo, y el Hijo se entregaría a sí mismo a fin de salvar al universo de la ruina del amor al yo, de buscar el interés propio.

Dios compartiría finalmente su trono con todos los que eligiesen aceptar la cruz de Cristo. Para él se trataba de arriesgarlo TODO en una dramática expresión de su amor, revelando profundidades y alturas de él jamás comprendidas hasta entonces, ni siquiera por los seres creados que nunca pecaron. Se trataba de la cruz de Dios.

Quienquiera seas, si sigues a Jesús tomarás tu cruz. No hay necesidad alguna de que te hagas sacerdote, monje, obispo, pastor, misionero, ni siquiera dirigente religioso, anciano o diácono en tu congregación, a fin de quedar incluido en ese “el que quiera” que de otra manera habría de perder “su vida”. La semilla que procura salvar su vida, la pierde; sólo lleva mucho fruto aquella que muere en la tierra. Ahí está la esencia y principio sobre los que se funda mi reino, dice Jesús.

No es maravilla que al surgir el pecado en desafío hacia el gobierno de Dios centrara su ataque en ese principio de la entrega del yo en la cruz. En la guerra que siguió, el amor divino no diseñó otro camino para vencer, excepto precisamente el camino de la cruz. El amor supremo lo dispuso así debido a que constituye la perfecta expresión de su carácter. El Hijo de Dios no tomaría ningún otro camino que no fuese la entrega y sometimiento a la cruz.

Allí donde el amor genuino (agape) se enfrente al problema del pecado, se erguirá una cruz en la cual queda crucificado el yo. Ninguna decisión del Padre podía igualar la de entregar a su Hijo unigénito. “Tanto amó Dios al mundo”. Hasta ese punto.

En la eternidad insondable, el Cristo eternamente preexistente selló ese pacto según el cual vendría a ser el Cordero de Dios. Dado que su corazón era la despensa infinita del amor en su esencia más pura, escogió ese camino. De ese modo, tu Salvador fue el “Cordero que fue muerto desde la creación del mundo” (Apoc 13:8).

Cuando hoy hace morada en el corazón de alguien, el amor divino toma el mismo camino al enfrentarse al problema del pecado. El principio que conduce a la victoria es el mismo, sea el Creador quien contiende contra el pecado, o seamos tú y yo.

 

El niño Jesús descubre la cruz

La verdad de la cruz queda maravillosamente ilustrada en la experiencia de Jesús viniendo a esta tierra. Aunque era plenamente humano, aunque fue “tentado en todo según nuestra semejanza”, su corazón estaba libre de pecado: era puro. En ese preciso estado permaneció siempre –maravilla de maravillas– la despensa del amor (agape). En ese respecto difería de cualquier otro ser humano que haya nacido en este mundo. Él fue el único que no conoció pecado, que no cedió nunca al egoísmo en ninguna forma, a pesar de que la tentación a la indulgencia del yo fue para él tan real como lo es para cada uno de nosotros.

No obstante, no debemos suponer que en su niñez en esta tierra su memoria consciente estuviera asistida por recuerdos de su preexistencia. Como el auténtico bebé que era en los brazos de su madre en aquel establo de Belén, no poseía inteligencia consciente más allá de la que tienen los recién nacidos. No podía apreciar la adoración de los pastores ni de los magos de Oriente más de lo que hubiera podido hacer otro bebé en sus condiciones. En su niñez en Nazaret, ¿maravilló a José y María con impresionantes relatos de las glorias del cielo que conoció en su preexistencia allí?, ¿deleitó a sus compañeros de juego con revelaciones de su anterior puesto como Comandante de las huestes angélicas, tal como hace el niño afortunado por haber sido educado en la gran ciudad, al informar a sus rústicos compañeros del pueblecito que visita después?

No: como niño, Jesús aprendía sabiduría tal como nosotros la hemos de aprender. “Jesús crecía en sabiduría, en estatura, y en gracia ante Dios y ante los hombres” (Luc 2:40 y 52). Lo sorprendente en Jesús es su nacimiento: Dios hecho carne, sujeto a las leyes humanas del crecimiento mental y físico tal como lo estamos nosotros, “pero sin pecado”. Ciertamente no nació con una memoria milagrosa de su preexistencia divina. Todas esas divinas prerrogativas las había depuesto voluntariamente.

 

Doce años: edad clave

Cuando un niño alcanza esa edad, su mente es ya capaz de albergar los más profundos pensamientos. Se formaron ya sus esquemas de toma de decisiones, que influirán en el curso de toda su vida posterior.

Jesús tenía doce años al acudir por primera vez a la fiesta nacional de su pueblo conocida como la Pascua. Por vez primera contemplaba el tan renombrado templo y observaba a los sacerdotes vestidos de blanco, poniendo la víctima ensangrentada sobre el altar del sacrificio. En actitud de reverente escudriñamiento su tierna mente captó el extraño simbolismo de aquella ofrenda de un cordero inocente. Nadie podía explicarle lo que significaba. Ni siquiera los propios sacerdotes, quienes musitaban frases y efectuaban rituales cuyo significado les era oculto a ellos mismos. Durante cuatro mil años los siervos de Dios habían ofrecido la sangre de animales inocentes como expiación por el pecado. Nadie tenía respuesta a los “por qué” de la tierna mente de Jesús. No había “carne ni sangre” capaz de revelarle el misterio del sangriento sacrificio. ¿Es posible que “la sangre de los toros y de los machos cabríos” quite el pecado, debió preguntarse Jesús?

 

 

Repetición en la tierra, de una oración pronunciada en el cielo

Hasta en su niñez tuvo Jesús que caminar en la soledad. Se apartaba de la conversación frívola y de los juegos vanos de sus compañeros. Ni siquiera papá y mamá en la tierra podían ayudarle. Solo y en silencio, meditaba absorto en esa escena de la sangre derramada que tan profundamente le había impresionado. Pablo nos refiere lo que ocurrió en su mente al llegar a comprender que la sangre de los machos cabríos, becerros y corderos no podía expiar el pecado del hombre. No sólo en el cielo, antes de venir a nacer en esta tierra, sino también postrado de rodillas, en los tiernos años de su humanidad, hizo Jesús una determinación y comprometió su corazón según el pacto que había hecho en el cielo:

“Por lo cual, entrando en el mundo dice: 'Sacrificio y ofrenda no quisiste, mas me diste un cuerpo. Holocaustos y expiaciones por el pecado no te agradaron'. Entonces dije: 'He aquí vengo, Dios, para hacer tu voluntad, como en el rollo del libro está escrito de mí’” (Heb 10:5-7).

Es como si hubiera orado así: ‘Padre, ¡tú no necesitas todo ese torrente de sangre de animales! No te complaces en ello, puesto que todos los sacrificios juntos no pueden limpiar de pecado ni siquiera un solo corazón humano. Pero me has hecho lo que soy, ¡me has dado un cuerpo que puedo entregar! Poseo sangre que puedo derramar. Heme aquí, Padre, ¡permite que sea “el Cordero de Dios”! Moriré por los pecados del mundo. Mi sangre será la expiación. Seré ese “Siervo sufriente” del que escribió Isaías, sobre el que el Señor ponga la iniquidad de “todos nosotros”. Déjame ser herido por las transgresiones de los hombres, molido por sus iniquidades. Permite que por mi llaga sean sanados. ¡Aquí estoy, para hacer tu voluntad, oh Dios mío!

Pablo añade que Jesús quitó las ofrendas simbólicas del Antiguo Testamento y en su lugar estableció la ofrenda real de sí mismo:

“Diciendo luego: ‘He aquí, vengo, Dios, para hacer tu voluntad’, quita lo primero para establecer esto último. En esa voluntad somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre” (Heb 10:9-10).

 

El profundo amor (agape) de un niño

Ninguna memoria de su preexistencia podía interpretar para Jesús el solemne significado de aquel misterioso servicio de Pascua. No le era dado recordar aquel trascendente pacto eterno hecho con el Padre antes que el mundo fuera, aquel “consejo de paz entre los dos” (Zac 6:13) cuando el Hijo se ofreció como Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Su mente juvenil, su mente pura e incontaminada, discernía gradualmente el significado de lo que contemplaba.

Se persuadió de que esos corderos y sacrificios eran “incapaces de hacer perfecto en su conciencia al adorador” (Heb 9:9), y de que “la ley es sólo una sombra de los bienes venideros; no las realidades mismas. Por eso nunca puede, por los mismos sacrificios que se ofrecen de continuo cada año, dar la perfección a los que se allegan” (Heb 10:1).

‘Esto es la sombra o símbolo’, razonó. Alguien inocente, sin pecado, santo y libre de contaminación ha de morir como Cordero de Dios, si es que han de ser alcanzados los corazones humanos. Un auténtico y divino sacrificio ha de poner fin de una vez a la vana repetición de los tipos y sombras que lo simbolizan.

Tal conclusión se les había escapado por milenios a los sacerdotes y a los instruidos del pueblo de Israel. Aquellos sacrificios que otros habían presenciado innumerables veces “sin discernir el cuerpo del Señor”, los contemplaba ahora un niño de doce años discerniéndolo. En su alma juvenil surge esa fuerza irresistible de la determinación inquebrantable. Esas pobres almas, procurando en vano la salvación mediante esfuerzos humanos, no habían de ser abandonadas a lo que probaría finalmente no ser más que una quimera sin esperanza. Se ofrecería él mismo en sacrificio. “Esperamos justicia, y no la hay; salvación, y se alejó de nosotros”. El Muchacho de doce años “lo vio y le desagradó, porque pereció el derecho. El Señor vio que no había hombre, y se maravilló que no hubiera quien intercediese. Y lo salvó su brazo, lo afirmó su propia justicia” (Isa 59:11 y 15-16). “Cristo... por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios” (Heb 9:14).

¡Contempla ese amor desbordante! Morando en carne humana, un joven en sus años tiernos, que desconoce su pasado –excepto por la fe en la Palabra escrita–, toma la misma determinación que tomó como Comandante supremo de las huestes celestiales en aquel concilio, antes que el mundo fuera. Elige el camino de la cruz.

 

El único camino a la salvación

Cuando el amor (agape) de Dios está vertido en nuestro corazón por medio del Espíritu Santo que nos es dado, escogemos el camino de la cruz tan prestamente como lo hizo el Hijo de Dios en aquel concilio celestial, y de nuevo siendo un niño de doce años en el templo de Jerusalem. Invariablemente, sea en el corazón del Hijo de Dios o en el del pecador arrepentido, eso significa resurrección (la cual forma parte del principio, tanto como la crucifixión). Hay ahí buenas nuevas de gran gozo: “El que aborrece su vida en este mundo, para vida eterna la guardará” (Juan 12:25).

La cruz de Cristo es también la cruz en la que morimos con Cristo tú y yo, tal como hizo el ladrón arrepentido.

En el Calvario había una tercera cruz, pero no hubo en ella redención para el ladrón impenitente que murió sobre ella. Se vio atrapado en un sufrimiento y muerte a los que nunca se sometió. Maldijo su suerte en total rebeldía, maldijo a Dios amargamente y pereció. ¿Nos rebelaremos contra el principio de la cruz, siguiendo al ladrón impenitente camino de las tinieblas eternas?

Nuestra cruz se convierte en “ligera” al contemplar esa cruz en la que murió nuestro divino Ejemplo. “Mi yugo es fácil”, te dice el Crucificado. Al comprender su cruz somos capacitados para llevar la nuestra con gozo.

 

Al contemplar la magna cruz donde murió el Príncipe de gloria,      
doy por pérdida mis más caras posesiones, y aborrezco mi orgullo. 
Si pudiese ofrecerle el mundo entero, sería para él un tributo demasiado pequeño.
Un amor tan sublime, tan divino, demanda mi vida, mi alma, mi todo.

                                               Isaac Watts    


 


6

¿Quién es el “viejo hombre”
 crucificado con Cristo?


(índice)

Una encantadora joven cristiana enfermó de repente, quedando ciega. Estaba en su lecho del dolor intentando discernir el significado de su tragedia, cuando la llamó su bien intencionado pastor con el objeto de confortarla.

‘Querida hermana, ¡Dios le ha dado esta cruz!’ –le dijo.

¿Cómo te sentirías si alguien te informara de que algún infortunio que te haya sobrevenido es precisamente tu cruz? Quizá te sentirías tentado a manifestar resentimiento contra Dios por haber interferido de ese modo en tus planes y en tu vida.

Nadie en su sano juicio elegiría de forma voluntaria los dolores que comúnmente afligen a la humanidad, y que tan a menudo hemos supuesto que constituyen nuestra cruz. La cruz que el Salvador nos invita a tomar ha de llevarse voluntariamente, como sucedió con la que él mismo tomó. Nadie elegiría ser ciego, cojo, parapléjico ni pobre. Aunque, desde luego, es bueno sobrellevar tales circunstancias con buen ánimo, esa paciencia y resignación no constituyen el cumplimiento del principio de la cruz tal como Jesús lo enseñó.

Más que cualquier otro de los apóstoles de Cristo, Pablo reconoció el tremendo impacto de la cruz en la naturaleza humana. No sólo había sido bien instruido en el pensar judío, sino que era igualmente conocedor de los grandes conceptos filosóficos griegos. La sorprendente idea de la cruz afectaba de forma diversa a judíos y a griegos. Para los unos era “tropiezo”, para los otros “necedad” (1 Cor 1:23).

Hoy no es mejor recibida

No es maravilla que los griegos vieran la cruz como “necedad”, desprovistos como estaban de esa luz que los judíos debieron haberles proporcionado. Los griegos tenían una palabra para el “yo”: ego. Pero no tenían la menor idea en cuanto a qué hacer con el egoísmo. Cuando Pablo irrumpió manifestando que el “yo” debía ser crucificado, para ellos era sencillamente un sinsentido.

Por otra parte, la idea de la cruz era repugnante para los judíos debido a que ignoraban ciegamente –y de forma inexcusable– la naturaleza de la psicología humana. Si hubiesen prestado atención al significado de los servicios de su propio santuario, habrían reconocido en la expiación de Cristo la perfecta respuesta a las necesidades universales de la naturaleza humana. Pero su ignorancia era patética al respecto.

Familiarizado como estaba con la filosofía griega, Pablo tuvo ocasión de constatar que “los hijos de este siglo [los griegos] son más astutos con sus semejantes que los hijos de luz” (Luc 16:8), por cuanto en el fondo reconocían que la naturaleza humana necesitaba algo que ninguna de las religiones del mundo antiguo era capaz de proveer. “Los griegos buscan sabiduría”, dijo Pablo (1 Cor 1:22). Ahora bien, Pablo sabía que en el principio de la cruz radicaba la sabiduría que ellos buscaban en vano, y que la represión inconsciente de la naturaleza humana había oscurecido.

 

Pablo expone el significado de la cruz

Nada hay en el Nuevo Testamento que pretenda ser una presentación sistemática y exhaustiva de la enseñanza de Pablo sobre la cruz a su audiencia en Asia Menor. Todo cuanto tenemos es una buena colección de cartas, aunque ninguna de ellas contiene lo que podríamos definir como una transcripción de esas ideas mediante las cuales se había revolucionado o “trastornado el mundo entero” (Hechos 17:6). Lo que encontramos en esas cartas son las evidencias y los conceptos dinámicos que marcaron un gran punto de inflexión en la historia.

Allí brilla con claridad la idea de la cruz como única manera de cambiar la conducta humana egoísta. Podemos ver sus exposiciones más claras en las epístolas dirigidas a las iglesias en Roma y Galacia:

“¿No sabéis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte? Porque fuimos sepultados junto con él para muerte por medio del bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en nueva vida... Sabiendo que nuestro viejo hombre fue crucificado junto con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no seamos más esclavos del pecado. Porque el que ha muerto, queda libre del pecado” (Rom 6:3-7).

“Porque por la ley he muerto a la ley, a fin de vivir para Dios. Con Cristo estoy crucificado, y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Gál 2:19-20).

¿Quién es en realidad esa extraña figura? ¿Quién es “nuestro viejo hombre”? ¿Es Satanás? Difícilmente, puesto que nunca accedería a estar crucificado junto con Cristo, ni Dios lo forzaría a tal cosa.

¿Es nuestra “naturaleza humana”? Pablo empleó también otro término para referirse a ella: “carne de pecado” (Rom 8:3). Por supuesto, nada hay de pecaminoso en la carne físicamente hablando, en el sentido de cuerpo. “Carne pecaminosa” es similar a “naturaleza pecaminosa”. No son en sí mismas pecado. Al ceder a los clamores de la naturaleza pecaminosa o “carne de pecado”, entonces desarrollamos la “mente de pecado” o mente carnal -que sigue los dictados de la “carne”. “Viejo hombre” no es simplemente “carne de pecado”, sino “mente de pecado”: mente que ha consentido en satisfacer los clamores de la carne. La idea de Pablo sobre el “viejo hombre” va más allá de lo que significa nuestra “naturaleza pecaminosa”.

Al disertar sobre el viejo hombre, Pablo no se está refiriendo simplemente a la maldad que aflora visiblemente al exterior. Podría bien tratarse también de aquello que damos por bueno en nuestra naturaleza, desconocedores como somos de nuestra verdadera condición espiritual. Si prestamos la debida atención, podemos concluir: ‘Esto necesita ser crucificado, pero aquello, no’, siendo que en realidad todos los aspectos de nuestra naturaleza son subsidiarios del amor al yo, y deben ser igualmente crucificados. Nuestra jactancia de hoy por suponer que la “naturaleza pecaminosa” está crucificada, puede ser la sorpresa de mañana al constatar que el “viejo hombre” está perfectamente vivo, asomándose sin cesar por entre las cortinas de la fachada del yo.

 

La raíz de nuestro problema

Podría superficialmente pensarse que, puesto que nuestra “naturaleza pecaminosa” se revela en actos pecaminosos externos, la necesaria crucifixión del “viejo hombre” debería consistir en la mortificación de esos actos externos de pecado. Pero Jesús enseñó que es el mal pensamiento o deseo acariciado, consentido -no meramente el acto externo- lo que constituye el pecado. El odio consentido en el corazón -incluso en ausencia de cualquier acto violento- es homicidio (1 Juan 3:15). La naturaleza pecaminosa está enraizada en el amor al yo. Es lo que David expresó en el Salmo 51:5: “En maldad nací yo, y en pecado me concibió mi madre”.

Por lo tanto, pecado no es sólo aquello que hacemos exteriormente, sino aquello que decidimos en nuestro interior. El pecado no consiste en haber “nacido” así, sino en haber consentido en desarrollar una “mente carnal”, una mente que sigue los dictados de la “carne de pecado” o naturaleza pecaminosa en la que nacimos, que en realidad no hemos crucificado más que en la apariencia, en los actos visibles. Correctamente comprendido, el pecado es “transgresión de la ley” (1 Juan 3:4), o más exactamente, anomia, es decir, odio o aversión hacia la ley, y por lo tanto hacia Dios. Abarca mucho más que los meros actos externos. El primer pecado tuvo lugar cuando el “yo” resultó acariciado en el corazón de Lucifer. Ese mismo es precisamente el último pecado que el hombre debe vencer.

En la búsqueda del concepto de “viejo hombre” nos encontramos con otro término que necesitamos comprender. ¿En qué consiste el “cuerpo del pecado” que resulta deshecho al ser crucificado el “viejo hombre”? ¿Es lo mismo que un supuesto cuerpo pecaminoso?

Sabemos que las demandas físicas de nuestro cuerpo se pueden manifestar en actos de pecado. ¿Significa eso que los deseos del cuerpo –o bien los instintos– son en sí mismos pecado? A fin de deshacer el “cuerpo del pecado”, ¿debemos reprimir continuamente los deseos de nuestro cuerpo?

El “cuerpo del pecado” no es nuestro cuerpo físico, sino la raíz o fuente del pecado, de la misma forma en que el “cuerpo” de este libro es el texto contenido entre las dos tapas. La entidad del “viejo hombre” es tal que una vez crucificado, resulta destruido el “cuerpo del pecado” en el que se origina.

[N. del T.: La literatura de E.J. Waggoner y A.T. Jones relativa a la expresión “cuerpo del pecado” de Romanos 6:6 revela que identificaron dicho concepto con el de “viejo hombre”, vivir “según la carne”, desarrollar una “mente carnal”: el “yo” actuando sin restricción. Está ahí implicada una decisión humana que conlleva responsabilidad, en contraste con el concepto de “naturaleza pecaminosa” o “carne de pecado”, que es algo recibido por herencia y no sujeto a responsabilidad moral. Ver: A.T. Jones, “Free from the Service of Sin”, The Present Truth, 14 y 22, 2 junio 1898, 345; Id., “Servants of Righteousness”, The Present Truth, 14 y 25, 23 junio 1898, 390-391; Id., “Studies in Galatians”, 30; E.J. Waggoner, 1891 General Conference Sermons, Study No. 11: Romans 7].

 

¿Quién es el “viejo hombre” crucificado con Cristo?

Pablo mismo responde esa pregunta. En Romanos, el “viejo hombre” es crucificado con Cristo. En Gálatas, lo que está crucificado con Cristo es el “yo”. Por lo tanto, el “viejo hombre” es sencillamente el “yo”, el ego. El yo pecaminoso (que cede a los clamores de la carne).

La verdad resultaba para Pablo tan simple y clara como la luz del sol: el amor al yo es el origen de todo pecado; y el yo no puede manejarse con medidas como castigo o reprimenda, y menos aun ignorándolo. Debe ser crucificado.

A partir de ahí hay solución para el problema del pecado, pues al atacar a su mismo origen –“cuerpo del pecado”–, lo vencemos desde su base. Si le cortas las raíces, el árbol muere. “El que ha muerto, queda libre del pecado” (Rom 6:7). Si se lo comprende y acepta, el principio de la cruz resolverá los conflictos de la mente del hombre en nuestro mundo moderno, tanto como en el mundo griego de los días de Pablo.

 

¿Cómo resulta crucificado el yo?

Ese concepto habría resultado algo remoto e inalcanzable, de no ser por la lección ejemplar provista para mostrar cómo lograrlo. La cruz de Cristo es esa demostración. El yo no puede ser jamás crucificado por uno mismo; ha de ser crucificado con Cristo.

De hecho, el sacrificio del yo con Cristo resulta para el corazón del que cree algo tan natural como dar las gracias a alguien que nos hace un favor. El camino de la cruz no es difícil, en la medida en que contemplamos al Cordero de Dios en su cruz. Ver a Cristo crucificado -comprender su significado- hace que el yo sea crucificado con él. “Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Juan 12:32).

Por lo tanto, la estrategia favorita de Satanás es rodear la cruz de Cristo de una confusión tal, que dejemos de comprender lo que estaba allí encerrado. Una vez logrados sus fines, tiene libertad para hacernos creer que es imposible que llevemos nuestra cruz: ‘¡Qué absurda idea, la de la cruz, en un mundo de competitividad como el actual! ¿Cómo vas a crucificar el yo? Nada puedes hacer, excepto rendirte a la popular y universal idea del amor al yo. ¡Afirma tu ego! ¡Avanza! ¡Pisa a los demás si es necesario!’ El enemigo nos bombardea a diario de ese modo.

Si la cruz de Cristo queda oculta, Satanás triunfa. Sin una visión clara de Cristo crucificado, nada podemos hacer excepto sucumbir al amor del yo.

Pero si lo permitimos, la cruz emerge deshaciendo la bruma, y se manifiesta como “poder de Dios” (1 Cor 1:18) para todo el que la aprecie en su valor.

 

La verdad en su sencillez

Dios no lucha contra el pecado mediante métodos rebuscados u oscuros. Su plan es simple y directo. De hecho, también el pecado es básicamente algo simple: la indulgencia en el amor al yo. Aunque arrodillado ante el trono de Dios como “querubín grande, cubridor” (Eze 28:14), Lucifer no quiso amar o apreciar los principios de la abnegación -negación del yo- propios del carácter de Dios. Su corazón se exaltó ante su propia belleza, y su brillante sabiduría vino a corromperse (vers. 17). Esa falta de aprecio hacia el carácter de Dios es lo que la Biblia llama “incredulidad”. Es la precondición del pecado. A partir de esa raíz en el corazón de Lucifer se desarrolló todo el orgullo y pasión del pecado tal como hoy los conocemos.

El “viejo hombre”, ese “yo”, ese ego consentido, muere con Cristo cuando se aprecia debidamente el amor revelado en la cruz. Cristo vino en nuestra carne, en la tuya y la mía. Cristo enfrentó nuestro problema de la vida, precisamente de la forma en que lo enfrentamos nosotros. Directamente desde la situación en la que nosotros estamos, su sinceridad, su pureza, su ausencia de egoísmo, su amor, su sometimiento voluntario, lo llevaron a la cruz. Tomó las materias primas de nuestra vida actual y a ello añadió el ingrediente del amor (agape) divino. ¿El resultado? -Su cruz.

“Cristo crucificado” significa tú mismo crucificado, si recibes ese tipo de amor. Si lo albergas, no podrás evadir la cruz por más tiempo de lo que él pudo hacerlo. Cuando comprendes que él vino en tu carne, que tomó tu lugar en tu situación particular en este momento, puedes ver cómo el amor avanza de pleno por la senda que lleva a la cruz.

Con la misma naturalidad con que te sientes agradecido al recibir un favor de alguien, tu corazón responderá con una profunda y genuina contrición. Todo tu increíble amor al yo aparecerá entonces en su desnuda fealdad. Como ante la luz ultravioleta, todos los motivos de tu corazón resultarán entonces expuestos en un modo muy diferente al que antes los habías percibido. No es ninguna predicación la que logró eso, sino algo que tú mismo has visto. Lo que viste ante esa luz especial es tu “yo” real, ese yo desprovisto de amor. Desde la cruz brilla una luz que ilumina tu alma con focos provenientes del cielo; por fin te estás viendo a ti mismo tal como te ven los seres puros del universo no caído.

Ahora parece como si cada fibra y cada célula de tu ser estuviera saturada del pecado del amor al yo. Quisieras poder esconder el rostro. Pero cuando la extraña luz de ese amor baña tu alma, resulta consumida toda raíz de orgullo y egoísmo. El sentimiento de culpa que embarga tu corazón te aplastaría literalmente, de no ser porque Cristo lleva ya esa carga de tu culpabilidad en su cruz. Nunca eres crucificado solo, sino que eres crucificado con él. Tú vives, pero el “hombre viejo” muere. Tu amor al yo, tu orgullo, tu vanidosa satisfacción de ti mismo, resultan hechos añicos. Resultan… en realidad, no hay término más apropiado que este: crucificados.

 

Esa es la obra de conquistar el pecado

No es ofrenda o penitencia. No es peregrinaje a Roma ni flagelación o duelo, no es mortificación luchando uno por uno contra cada mal hábito, mientras vas elaborando una lista de logros o “progresos”. “El que ha muerto, queda libre del pecado”. Así lo efectúa la expiación de Cristo, y ninguna otra cosa en el universo lo podría hacer.

Lo mejor que puede hacer cualquier otro supuesto remedio para el problema del egoísmo, es eliminar los síntomas en un lugar, mientras que florecen inevitablemente en otro para nuestra desesperación. Por tanto tiempo como la raíz –el “cuerpo de pecado”– quede intacta, podemos cortar cuantas ramas queramos, y el amor al yo seguirá llevando inexorablemente su amargo fruto de pasión, ansiedad, pesar, envidia, codicia, y toda forma sutil y refinada de orgullo.

Pero Cristo, habiendo sido levantado ante ti en su cruz, te ha atraído a sí mismo. Sientes esa poderosa atracción. Considéralo bien, pues se trata del poder del amor. Es más poderoso que todas las fuerzas de la naturaleza unidas. Es el principio del universo libre de Dios. Contémplalo por ti mismo, aprécialo desde tu intimidad personal. ¡No tienes por qué fiarte de la palabra de nadie!

 


7

La reaparición inesperada
 del viejo hombre


(índice)

Si es que Cristo no murió en vano, sus seguidores habrán de brillar en las tinieblas de este mundo como estrellas en la oscuridad del firmamento. Estarán libres de la maldición del egoísmo.

Pero al mirar lo que nos rodea, y al mirarnos a nosotros mismos, comprobamos frecuentemente que el pecado es “vencido” en niveles inferiores, sólo para reaparecer en los superiores. Vuelve a florecer el egoísmo; disfrazado y refinado, pero no menos perverso. Las patéticas pretensiones de “santos” que olvidaron que eran pecadores, han venido a ser un escándalo y reproche, y significan mucho de lo que el mundo llama “cristianismo”. ¿Verdad que no es difícil imaginar la embarazosa situación en la que debe verse a menudo Cristo?

La solución a ese problema la encontramos en la clara enseñanza de Jesús acerca de la cruz: “Decía a todos: ‘Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame’” (Luc 9:23). La razón por la que Cristo nos dice que tomemos nuestra cruz cada día, es porque el “viejo hombre” que fue crucificado ayer, reaparece hoy en una nueva forma. Su verdadera identidad nunca es plenamente reconocida por el creyente sincero.

Lo que hoy percibimos como el “yo”, puede ser correcto, y nuestra experiencia de renunciar a él y crucificarlo pude ser hoy genuina. Pero cada una de las victorias sucesivas es una batalla superada; no es la guerra misma. El “viejo hombre" reaparece diariamente con un disfraz más sutil e inesperado, en una forma más elevada. De ahí la necesidad de tomar la cruz cada día, tal como Jesús dijo.

¿Podemos llegar a no tener que tomar la cruz?

Si respondemos afirmativamente nos hacemos mejores que Jesús mismo, ya que él tuvo que luchar la batalla cada día de su vida. “No busco mi voluntad”, dijo a propósito de su conflicto diario, “sino la voluntad del que me envió” (Juan 5:30). Jesús nunca nos pediría que lo siguiéramos tomando nuestra cruz cada día, a menos que él también la hubiese tomado diariamente. “El discípulo no es más que su maestro, ni el siervo más que su señor” (Mat 10:24).

No es sólo en esta vida que habremos de llevar diariamente nuestra cruz. Incluso en la eternidad, el principio de la renunciación, simbolizado por la cruz, motivará la conducta de los redimidos, y esa cruz será ciertamente su estudio por las edades sin fin. El libro de Apocalipsis revela que cuando ya no haya más pecado, Cristo seguirá ostentando su título como el Crucificado: el “Cordero”. Él es el templo en la nueva Jerusalem, y procediendo del trono del Cordero, mana ese río de agua de vida. El trono de Dios es el trono del Cordero (Apoc 21:22; 22:1 y 3). El amor que tan ampliamente se demostró en la cruz, será por siempre reconocido como el principio del gobierno de Dios, y fluirá hacia todo el universo en incesantes rayos de luz, vida y felicidad. Cesó el sufrimiento, pero jamás cesará el amor abnegado que define a Dios.

Ese amor desprovisto de egoísmo que manifestó Cristo en la cruz, morará en cada corazón, y esa es la razón por la que el pecado no volverá jamás a surgir. Si el amor al yo volviese a surgir en algún corazón de los habitantes del universo, la esencia misma del pecado estaría allí de nuevo, y habría de repetirse la triste guerra universal. Gracias a Dios, eso nunca sucederá. “La tribulación no se levantará dos veces” (Nahum 1:9). Llevando ahora nuestra cruz cada día, comenzamos a vivir ese principio supremo de vida eterna. En realidad, la vida eterna comienza ahora.

 

El “viejo hombre” asume nuevas formas

Puesto que la orden de Jesús de tomar nuestra cruz cada día es necesaria debido a la resurrección diaria del “viejo hombre”, haremos bien en prestar atención a las nuevas formas en las que este procura levantar nuevamente la cabeza día a día.

El “viejo hombre” puede ser un “yo” culto, educado, refinado y honorable.

Puede tener excelentes gustos en arte, literatura y música, y moverse en los círculos más selectos. Pero no hay ninguna diferencia entre lo que concebimos como el reprobable “viejo hombre” y ese cultivado, refinado y orgulloso ego, excepto que el segundo es mucho más difícil de subyugar y someter a la cruz.

El “viejo hombre” puede estar dedicado incluso a las buenas obras en su familia o comunidad.

Puede ostentar responsabilidades administrativas, figurar en clubes altruistas o estar dedicado a toda clase de buenas obras, mientras que deja de apreciar la mejor obra. Los políticos hacen muchas cosas buenas, y entre ellos hay muchos buenos hombres y mujeres. Pero cuán a menudo lograr el aprecio de las personas es el ansiado fin, y el orgullo viene a ser la recompensa de sus labores. Triunfa el “viejo hombre”.

Pero la forma más sutil que asume el “viejo hombre” es la religiosa. El orgulloso y pecaminoso ego encuentra su expresión en oraciones pías, exhortaciones y predicaciones. El orgullo espiritual no hace más que acrecentarse a consecuencia de los “sacrificios” llevados a cabo por el yo.

De hecho, nadie hay tan expuesto a la sutil resurrección del “viejo hombre” como el ministro del evangelio. El desempeño de sus tareas, hasta incluso el así llamado evangelismo, puede transformarse en la más mortífera trampa que aparte realmente de las huellas de Cristo, en caso de no someterse diariamente al principio de la cruz.

Toda la obra hecha en el “yo” tiene un significado siniestro, ya que es la pecaminosa expresión del egoísmo del “viejo hombre”.

Esa es la razón por la que el Señor Jesús se verá obligado a revelar trágicos y monumentales engaños en el día postrero: En aquel día muchos me dirán: “’Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros?’ Entonces les diré: ‘¡Nunca os conocí! ¡Apartaos de mí, obradores de maldad!’” (Mat 7:22-23). Obraron maldad debido a que fue el yo quien obraba.

 

Todo cuanto puede hacer el yo: el pecado que lleva a la muerte

Dado que el mensaje de la cruz es “poder de Dios” (1 Cor 1:18), toda predicación que niegue el principio de la cruz no puede ser otra cosa más que un intento de irrupción por parte de Satanás, mediante el “viejo hombre” como su agente.

Cuando es el yo quien obra, el “viejo hombre” se siente seguro de que lo ha estado realizando en el nombre de Jesús, lo que explica la perplejidad de los “muchos” que creyeron haber hecho todas aquellas buenas cosas “en tu nombre” (de Jesús).

Esos muchos a quienes el Señor niegue para siempre conocer en el día postrero, constituyen un grupo digno de lástima. ¡Se sintieron siempre tan seguros de estar sirviendo a Cristo! Alabaron prestamente al Señor por las maravillas realizadas, sin apercibirse de que su confianza estaba basada en los resultados que ellos creyeron ver. Vieron su obra en lugar de ver a Cristo. El “viejo hombre” actúa por vista, no por fe.

De buen grado alabaron al Señor por la maravillosa obra que realizaron, pero no discernieron el orgullo escondido en su acariciado sentimiento de que el Señor tuvo la fortuna de poder disponer de ellos para la realización de su obra. El engaño reviste en ocasiones un carácter tan cruel, que hasta “los mismos escogidos” resultan penosamente tentados.

Jesús sabía de esa sutil tentación cuando previno amorosamente a los discípulos contra el insidioso orgullo de la obra espiritual. Cuando “los setenta volvieron con gozo, diciendo: ‘Señor, ¡hasta los demonios se nos sujetan en tu Nombre!’” (Luc 10:17), la mente de Jesús retrocedió rápidamente al pecado original en el corazón de Lucifer siendo este un ministro en el cielo, un “querubín cubridor”.

Comprendió inmediatamente con qué facilidad la excitación producida por el gran éxito de los discípulos podía convertirse en el orgullo de Lucifer. “Les dijo: ‘Yo veía a Satanás, que caía del cielo como un rayo... no os alegréis de que los espíritus se os sujeten, antes alegraos de que vuestro nombre está escrito en el cielo’” (Luc 10:17-20). Si los pastores, evangelistas, ancianos y otros responsables en la iglesia prestasen mayor atención a las palabras de Jesús, ¡cuántos obreros sinceros no resultarían capacitados para vencer la engañosa seducción del orgullo ministerial!

 

Pablo, consciente de ese peligro

Así lo muestra su convicción de que el confeso fracaso de la “obra” de alguien, antes del día final, permitirá que “él mismo [sea] salvo, como quien escapa del fuego” (1 Cor 3:15). Sólo mediante la experiencia de humillar el corazón ante Dios puede uno resultar capacitado para edificar sobre el fundamento de “oro, plata [y] piedras preciosas”, un fundamento que resista el “fuego” del juicio (vers. 12-13).

Todo fundamento que no sea Jesucristo, resultará ser madera, heno y hojarasca (vers. 12). Dijo George MacDonald: “Nada salva tanto a un hombre como el que se queme su obra, excepto si tal obra fue realizada de modo que resista el fuego” (Unspoken Sermons, 147).

Al “viejo hombre” le resulta muy natural codiciar los honores que derivan del servicio religioso, especialmente en el seno de una comunidad que profese ser “el Israel espiritual”. En un ambiente tal, la procura de reconocimiento y honor mundanales se considera ya “crucificada”, no quedando resquicio alguno para gratificar el deseo humano de preeminencia en el sentido secular, terrenal. Entonces, si el “viejo hombre” no es crucificado cada día, sus deseos de notoriedad resultan sublimados en un anhelo por convertirse en un dirigente reverenciado en el ámbito de su comunidad religiosa. Cuanto más prestigio y esplendor posea la iglesia, más expuestos resultan sus “profetas” a caer en la engañosa trampa de las modernas formas de adoración a Baal: la adoración al yo, disfrazada de adoración a Cristo.

 

La engañosa sutilidad del polimorfo “viejo hombre”

Otra manifestación que es capaz de asumir el “viejo hombre” consiste en la confianza adquirida al experimentar un sentimiento de éxtasis glorioso, algo percibido como el impulso milagroso de algo sobrenatural obrando en, y por nosotros.

Pocas tentaciones pueden ser más seductoras que la de considerar los milagros como prueba de la bendición de Dios. ¡Cómo podría el “viejo hombre” estar implicado en una manifestación milagrosa! La negación de ese poder milagroso, ¿acaso no sería una negación de Dios? -No necesariamente.     

El obrar milagros no está fuera del alcance de Lucifer. “No es de extrañar, porque el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz” (2 Cor 11:14). ¿Nos parece estar en condiciones de distinguir sin posibilidad de error entre la obra genuina del Espíritu Santo y la de ese “ángel de luz”? “El que piensa estar firme, mire no caiga” (1 Cor 10:12).

Nuestro Salvador nos hace la amorosa advertencia: “Se levantarán falsos cristos y falsos profetas, y harán grandes señales y prodigios para engañar, si fuera posible, aún a los elegidos” (Mat 24:24).

Las respuestas a las oraciones pueden parecer evidencia tan incontrovertible del favor especial de Dios hacia nosotros, que nos impidan darnos cuenta de hasta qué punto el “hombre viejo” se está nutriendo del orgullo que parece elevarnos por encima de los demás. El citar nombres de personas ilustres e influyentes de este mundo suele ser un ejemplo frecuente de ejercicio del orgullo, que nos eleva –creemos– por encima de los pobres ignorantes que desconocen a tales personalidades, y que quedan hundidos en la triste envidia.

El orgullo en las respuestas a las oraciones puede surgir de nuestra creencia, similar a la de los fariseos en su día, de que somos favoritos del cielo; de que somos mejores que la gran masa de la humanidad, a quien creemos privada del honor de esas demostraciones milagrosas. No es fácil discernir el papel que jugó el yo en esa “gloriosa” experiencia.

 

La cruz como criterio en el juicio final

Observemos nuevamente ese patético grupo de personas que en el juicio se mostrará chasqueado y se quejará así: “Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros?” Es indudable que siempre asumieron que sus obras fueron hechas en respuesta a sus oraciones elevadas en nombre de Cristo. Oraron, y recibieron evidencia innegable y explícita ante el juicio de cualquier observador. Pero está claro que quien respondió a sus oraciones no fue en absoluto Cristo, pues finalmente se ve obligado a pronunciar las tristes palabras: “Nunca os conocí” (Mat 7:22-23).

Pero hubo alguien que sí los conoció, puesto que se trata de hechos milagrosos en respuesta a sus oraciones. Si Jesús declara que no fue él quien los conoció, ¿de quién pudo tratarse?

Sabemos bien que Satanás tiene el poder para aparecerse como “ángel de luz”, como un “falso Cristo” que realiza “grandes señales y prodigios”. Parecería realmente estar en conexión con el cielo, de tal manera que hasta hace “descender fuego del cielo a la tierra ante los hombres”. Pero su verdadero carácter permanece oculto bajo esos milagros. El apóstol Juan añade que mediante las señales que se le permite realizar, “engaña a los habitantes de la tierra” (Apoc 13:13-14). Por lo tanto, los milagros no son prueba de una experiencia genuinamente cristiana.

Ningún tributo rendido al “hombre viejo” puede resultar tan difícil de reconocer como una experiencia gloriosa y arrobadora, la sensación sublime de hallarse bajo la acción de un impulso sobrenatural. Pero las señales y maravillas se están convirtiendo cada vez más en moneda corriente en las manifestaciones del falso “Cristo”, o forma moderna de Baal.

Si al yo del “viejo hombre” le es posible florecer en el ministerio mismo de la predicación, tanto más le es dado a Baal el bendecir y prosperar la obra de sus profetas. El “Cristo” de nuestros sentimientos, de nuestras emociones, no es infalible. Pero el Cristo de la Biblia, el de la cruz, el Cristo que es la Verdad, es infalible. ¡Jamás hay que confundirlos!

 

La última tentación oculta el engaño
de hacer lo recto por el motivo errado.

                                    T.S. Eliot, Murder in the Cathedral

 

Cristo, o Satanás: uno u otro será a la postre el objeto de la devoción de cada corazón. En la gran crisis que se avecina no existe nada parecido a terreno neutral. Puesto que Satanás sabe bien que muy pocos escogerían servirle de forma voluntaria y consciente, recurre a la sofistería de hacer creer que la adoración al yo constituye la adoración a Cristo. Es precisamente la devoción del hombre al yo la que permite a Satanás reclamarlo como su pertenencia, como alguien que eligió adherirse a sus principios. Tal es la esencia y genio del “anticristo”.

El enemigo de Dios y del hombre se pertrecha astutamente para la fase final del gran conflicto, esperando engullir en sus filas a las multitudes, incluyendo si fuera posible a los “elegidos” mediante la avenida del servicio al yo, bajo la apariencia de servicio a Cristo. Muchos habrá que dejen de discernir que el motivo de su servicio fue, o bien el deseo de recompensa o reconocimiento, o el temor al castigo. Como sucede con las masas volubles en los avatares cambiantes que acompañan a las guerras, estuvieron prestos a entregarse a quien les ofreciese la situación más ventajosa; es el poder y la influencia, al margen de una genuina apreciación del carácter de Cristo.

El “viejo hombre” estará siempre dispuesto a ponerse de parte de quien posee el dominio y la influencia.

 

 

 

Pero Cristo nunca aceptará un servicio tal, basado en la fuerza

Es necesario, por consiguiente, que cada alma sea probada a fin de revelar cuál es el auténtico objeto de la devoción de su corazón. La prueba consiste en la forma en que uno responde al camino de la cruz. Es una prueba que sigue día tras día.

Cuando uno está enfermo o lesionado, los cuidados médicos sabiamente aplicados pueden implicar a veces experiencias dolorosas. Pero nadie en su sano juicio rechazaría ese dolor o incomodidad que son necesarios para el proceso de restauración de la salud.

El camino de la cruz es también una experiencia sanadora. El “engaño del pecado” puede hacer que llevar la cruz se perciba como algo desagradable, pero cuando uno es rescatado “de una fosa mortal, del lodo cenagoso” y le son afirmados los “pies sobre la Roca” (Sal 40:1-2), la alegría sigue al dolor tan seguramente como el día sucede a la noche. La Roca es Cristo, y el lodo cenagoso es la confusión constante de ser dominado por el “hombre viejo” del yo y la sensualidad.

¿Estás fatigado a causa de tus temores, de tu ansiedad asfixiante, de la envidia que no puedes evitar sentir hacia los demás, de tu sensación de inseguridad, de tu búsqueda inevitable de la vanidad?

Permite que tus pies se afirmen sobre esa sólida Roca en la que se sostiene la cruz. Tu tristeza se volverá en gozo, y exclamarás: “Puso en mi boca canción nueva, alabanza a nuestro Dios” (vers. 3).

El Señor es mi luz. Mi corazón en él confía.
De noche y de día me acompaña su presencia.
Me salva del gran dolor, me salva del pecado.
Bendita paz que el Espíritu trae al alma.

James Nicholson       

8

Tercera lección de Jesús sobre la cruz

(índice)

Jesús debió sentir la tremenda tentación derivada de su gran popularidad. ¿Cabalgaría sobre la cresta de la ola hasta llegar a lo más alto en el pináculo nacional del prestigio e influencia?

¿O bien detendría ese movimiento popular mediante el anuncio solemne del sentido auténtico de su mensaje mesiánico: su próximo sacrificio en la cruz?

No se trataba de ningún secreto misterioso reservado al círculo íntimo de sus discípulos más allegados. En el momento más álgido de su ministerio, cuando “grandes multitudes iban con Jesús”, les hizo la osada proclamación de la misma verdad probatoria. Lucas explica cómo eligió presentarlo. Fue en los términos más claros y comprensibles. Dijo ante los oídos atónitos de la multitud:

“[Grandes multitudes iban con Jesús, y volviéndose les dijo:] ‘Si alguno viene a mí, y no me prefiere a su padre y a su madre, a su esposa y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y aun a su propia vida, no puede ser mi discípulo. El que no carga su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo’” (Luc 14:25-27).

Es como si les dijera: ‘Me alegra que me sigáis, pero ¿estáis seguros de que esa es la elección de vuestro corazón? Seré sincero con vosotros: soy en verdad el Mesías, pero no el que la expectación y esperanza popular imaginan. Me dirijo ciertamente al reino de los cielos, pero observad: mi camino discurre por la vía de la cruz. Si me seguís, es imprescindible que sigáis mi camino. En el futuro muchos van a confundir a Cristo con el dios de este siglo. Quiero asegurarme de que sepáis distinguir al uno del otro’.

 

Libertad de elección para los oyentes

Hoy no es frecuente el tipo de predicación que da al oyente la ocasión de elegir en libertad. Pero Cristo no temía a las multitudes. Había predicado fielmente la verdad. Tan fielmente, de hecho, que su camino le estaba llevando inevitablemente hacia la muerte. ¿Por qué habría de temer entonces presentar la cruz a las multitudes, y emplazarlas ante la decisión? Sólo aquel que lleva él mismo la cruz puede invitar a otros a hacer lo mismo. ¿Qué necesidad tenía Cristo de recurrir a treta psicológica alguna? El camino de la cruz lo había librado de algo tan vano e inútil como eso.

Es evidente que la decisión de aceptar el evangelio conlleva la decisión de aceptar la cruz. Y es asimismo claro que sólo desde lo profundo del corazón puede tomarse una decisión tal. Eso descarta absolutamente todo lo que pueda parecerse a maniobras coercitivas en la genuina y sagrada obra de ganar almas. La verdad, en la belleza de su sencillez, no necesita ningún tipo de adorno seductor a fin de hacerla atractiva para el corazón sincero.

De hecho, tales “ayudas” tienen por único efecto ahuyentar al buscador sincero de la verdad, quien deja de oír la voz del verdadero Buen Pastor en los llamamientos impregnados del “yo” propios del supuesto ganador de almas. Los subterfugios psicológicos y los llamamientos egocéntricos a “tomar una decisión” serán una herramienta solamente para quien lo ignora todo sobre el poder de la cruz.

La razón por la cual la cruz “es poder de Dios para salvación”, es porque sólo el amor tiene verdadero poder de atracción. “Con amor eterno te he amado, por eso te atraje con bondad” (Jer 31:3). George Mattheson, autor de la versión inglesa del bello himno “Amor que no me dejarás”, hizo el acertado comentario:

“Entiendo aquí la palabra ‘atraer’ como lo opuesto a ‘coaccionar’. Es como si dijese: ‘No te fuerzo, precisamente porque te amo. Deseo ganarte por amor’. El amor es incompatible con el ejercicio de la omnipotencia. La ley inexorable puede determinar la órbita de las estrellas, pero las estrellas no son un objeto del amor. El hombre sí lo es; por lo tanto, puede ser gobernado sólo por el amor, tal como el profeta lo expresa: por la atracción del amor. Nada puede convertirse en un trofeo del amor, excepto por el poder de atracción del amor. La omnipotencia podría someter por la fuerza, pero eso no sería una conquista de amor, sino la evidencia de que el amor se frustró.

Es por ello que el Padre no nos compele a que acudamos a él. Quiere que nos atraiga la belleza de su santidad; por lo tanto, vela todo cuanto pudiera forzar la elección. Oculta las glorias del cielo. Disimula las puertas de perla y las calles de oro. No revela el mar de vidrio. Aparta del oído humano la música de los coros celestiales. Confina al firmamento la señal del Hijo del hombre. Silencia las campanadas de las horas en el reloj de la eternidad. Camina sigilosamente a fin de que el ruido de sus pisadas al aproximarse jamás pueda conquistar por el miedo los corazones que debieran ser ganados por el amor” (Thoughts for Life's Journey, 70-71).


 

Cristo quiere ‘atraer’ con la cruz, más bien que ‘coaccionar’ con la corona

Los que se convierten por el poder de la cruz son aquellos que respondieron a la atracción del Padre. En su misterioso proceso de atracción no busca siervos “de palabra ni de lengua” (1 Juan 3:18), sino discípulos que sigan al Cordero “por dondequiera que va”. El poder de atracción está en la verdad, puesto que Cristo es la Verdad. Cuando la verdad resulta clarificada, el poder es invencible. Otra forma de decir lo mismo es que la verdad y el buscador de la verdad están hechos el uno para el otro, y una vez que se encuentran nada logra separarlos.

Además, el recurso a técnicas psicológicas y emocionales con el objeto de forzar una “decisión” puede atraer a una clase de adherentes que no consta de discípulos ni de seguidores del Cordero. Si la decisión está basada en el interés propio, no puede ser una decisión de fe. Y “todo lo que no procede de la fe, es pecado” (Rom 14:23). En la confusión resultante, las verdaderas “ovejas” del Buen Pastor pueden resultar dispersadas, ya que “no siguen al extraño, antes huyen de él, porque no conocen la voz del extraño” (Juan 10:5). Esa puede ser una de las razones por las que tan pocos responden a las invitaciones del evangelio.

Poner una piedra de tropiezo en los pasos de uno de esos “pequeñitos” es ciertamente pecado. Pero Jesús dijo que “las ovejas lo siguen, porque reconocen su voz”. “Conozco mis ovejas, y las mías me conocen. Así como el Padre me conoce, yo conozco al Padre” (Juan 10:3-4 y 14-15). Esas “otras ovejas” del rebaño divino no necesitan que se las persuada a aceptar la verdad del evangelio. Cuando la verdad (dada a conocer por la voz de Cristo) se les presenta con claridad, ¡no hay poder en el cielo ni en la tierra que las disuada de seguir esa Voz!

El atractivo está en la verdad misma, puesto que la verdad y el amor son inseparables. Aquel que cree exponer doctrina correcta, pero no la presenta con amor, no puede estar presentando la verdad (Efe 4:15).

 

El amor al yo y las relaciones familiares

Si las palabras de Cristo a las multitudes nos pareciesen enérgicas, hemos de saber que no estaba proponiendo una actitud de aspereza, desprecio u odio hacia los seres queridos en el círculo de la familia. El significado bíblico del término original no es aborrecer (como algunas versiones traducen), sino preferir, o amar comparativamente menos (Luc 14:25-27).

Podemos ver una ilustración de ello en la propia actitud de Jesús hacia su madre y sus parientes. Él amaba tiernamente a su madre, y hasta en su hora más desesperada sobre la cruz hizo provisión para las necesidades de ella. Fue un Ejemplo perfecto en la devoción filial. Sin embargo, nunca permitió que vínculo alguno de su propia pequeña familia, por más íntimo que fuera, significara una merma en su devoción a todo miembro sufriente y necesitado de la gran familia humana.

En cierta ocasión llegaron sus parientes mientras ministraba a las multitudes, “entonces la madre y los hermanos de Jesús vinieron a verlo, y no podían llegar a él por causa de la multitud. Y le avisaron: ‘Tu madre y tus hermanos están fuera y quieren verte’. Él entonces respondió: ‘Mi madre y mis hermanos son los que oyen la Palabra de Dios y la cumplen’” (Luc 8:19-21).

No hay que ver en ello el más mínimo desprecio hacia los tiernos vínculos familiares, sino el reconocimiento de que tales afectos no deben resultar pervertidos mediante el descuido en amar a todos los miembros necesitados de la familia humana. Se trata de una profunda lección que muchos necesitamos comprender, puesto que de forma instintiva estamos inclinados a confinar nuestro amor al estrecho círculo de nuestros seres más íntimos y queridos.

El amor a la familia y el orgullo de parentesco pueden ser formas muy sutiles asumidas por el “viejo hombre”. Cuando Dios nos pide que hagamos algo o que vayamos a alguna parte, y nos negamos debido a que nos atan ciertos lazos de sangre, es porque el “viejo hombre” goza de una inmejorable salud. Cristo se entregó a fin de que todos pudiésemos oír su palabra y cumplirla (Luc 8:21), y se espera que nosotros también tengamos la mente de Cristo. Pero cuando recibimos un llamamiento que implica dejar a padre, madre, hermano, hermana y otros seres queridos para ir a tierras lejanas en servicio a Cristo, el “yo” suele protestar. Rara vez reparamos en que rechazar el deber equivale a rechazar la cruz.

 

Dedicado al servicio desde la niñez

Jesús “gustó” todo el sufrimiento y privación que un ser humano pueda conocer. Aunque muchos lo rechazaron, hubo algunos que dieron oído a la voz del Espíritu Santo y fueron atraídos hacia él. Hubo también adoradores del “yo” pertenecientes al reino de Satanás que no respondieron a esa atracción. Finalmente, todos revelarán de qué lado están.

 

A la postre cada uno aceptará la sentencia pronunciada
sobre sí mismo

Habrá finalmente un juicio en el que cada uno de los perdidos entenderá claramente por qué quedó “fuera”. En aquel día final se presentará la cruz como en una gigantesca pantalla, y toda mente antes cegada por el pecado comprenderá su auténtico significado. Cuando los perdidos contemplen el Calvario con su Víctima misteriosa, los pecadores se condenarán a sí mismos. Cada uno comprenderá cuál fue su implicación y su elección final.

Si rehusamos el llamamiento a una labor ingrata en servicio al Señor debido a nuestro amor por la familia o a cualquier otra razón egoísta, no mereceremos una sentencia más favorable que si rechazamos la verdad bíblica por otras excusas similares. En ambos casos es la cruz lo que rechazamos, y no meramente el servicio o las doctrinas.

 

El costo de edificar un carácter

Al explicar la cruz a las multitudes, Jesús empleó tres ilustraciones:

(1) La primera señala la necesidad de medir el costo, antes de disponerse a edificar un carácter cristiano. El precio a pagar consiste precisamente en llevar la cruz:

“¿Quién de vosotros, queriendo edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, y ver si tiene lo que necesita para terminarla? No sea que después que haya puesto el fundamento, no pueda acabarla, y los que lo vean se burlen de él, diciendo: ‘Este hombre empezó a edificar, y no pudo terminar’” (Luc 14:28-30).

Había algo decididamente atractivo en la predicación de Cristo. Tenía un poder subyugador. Pero Jesús sabía que esa misma circunstancia podía hacer que se excitara en algunos lo emotivo, de tal modo que iniciaran irreflexivamente la edificación del carácter con gran peligro de ser un motivo de afrenta por lo inmadura de su decisión. El empuje irresistible de una devoción entusiasta será íntegramente necesario más adelante, una vez se haya medido el costo y se lo haya aceptado. Eso es así debido a que dicho costo es justamente la cruz.

Acepta primero el “costo”. Luego permite que el componente emocional contribuya a la consecución del propósito. Comprende primero -dijo virtualmente Jesús- que la cruz en donde resulta crucificado el “yo” es el precio a pagar para la edificación de todo carácter cristiano genuino y duradero. La negligencia en calcular el costo de la sumisión a la cruz lleva al triste fracaso en alcanzar la altura apropiada en el desarrollo de un carácter a semejanza de Cristo. Una “torre” sin terminar puede solamente significar afrenta para el cielo, la burla y el desprecio para el mundo, y la dolorosa vergüenza y frustración para el edificador.

Cuán a menudo se ha reído el mundo de las inconsistencias de profesos seguidores del Cordero. Quizá el entusiasmo inicial hizo prever la edificación de un maravilloso edificio. Tras haber superado las primeras dificultades relativas a pecados flagrantes como la ebriedad, el tabaco, la sensualidad, etc, se da por sentado que la obra llegará a buen fin.

Pero aparecen entonces impedimentos que detienen el progreso. Cada vez van quedando menos “obreros” en la edificación de la “torre”, y el corazón queda como edificio inacabado plagado de deficiencias, con un aspecto impresentable. El orgullo, las explosiones de ira, la impaciencia, el egoísmo “piadoso”, el espíritu de crítica y chisme, la envidia y los celos, constituyen todos ellos las ruinas de un carácter cuya edificación se detuvo. Y “los que lo vean se [burlarán] de él, diciendo: ‘Este hombre empezó a edificar, y no pudo terminar’”. Cristo resulta tristemente deshonrado en tal profeso seguidor.

El propio “edificador” puede perder ambos mundos si es negligente en medir el verdadero costo de la experiencia cristiana. La frustración es el resultado inevitable para aquel que empeñó sus recursos en un proyecto que se queda a mitad de camino. Pocos tendrán el valor de reconocer sin disimulos el fracaso en esa empresa de seguir a Cristo. Muchos más se conforman con vivir entre las ruinas del edificio, como esperando una provisión milagrosa en el futuro, que por desgracia está abocado al mayor chasco a menos que midamos el costo ahora y aquí, y estemos dispuestos a someternos al pago del precio requerido.

Cuando el edificio de un carácter semejante al de Cristo resulte completo, el mundo lo contemplará y se maravillará. No hay poder más eficaz para el cumplimiento de la comisión evangélica en el mundo, que el cumplimiento de esa obra en nuestros propios corazones.

 

Medir las fuerzas del enemigo

(2) La segunda ilustración escogida por Jesús es la de un enfrentamiento militar desigual:

“¿Qué rey, teniendo que ir a la guerra contra otro rey, no considera primero si puede enfrentarse con diez mil al que viene contra él con veinte mil? Y si no puede, cuando el otro está aún lejos, le envía una embajada y le pide las condiciones de paz. Así, cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo” (Luc 14:31-33).

¡Solemne!

La naturaleza humana comprende la futilidad de un rey que busque guerrear contra un ejército mucho más poderoso que el suyo. El rey sensato enviará embajadores para llegar al mejor acuerdo posible, salvar cuanto le sea posible del país y abandonar el resto. El invasor dicta los términos que va a imponer y establece las nuevas fronteras. De una parte, se establece el nuevo reino; de la otra, el rey sojuzgado queda junto a sus atemorizados súbditos, tratando vanamente de conservar la gloria y el poder de antaño, siendo que su independencia desapareció.

 


Jesús ilustra las solemnes verdades de la cruz

Efectivamente. Dijo: ‘No subestiméis el poderío del enemigo con quien debéis contender: el “viejo hombre”, el “yo”’. Si vuestra voluntad de crucificar el yo es la mitad de la voluntad que tiene el “viejo hombre” de vivir, acabaréis recurriendo a buscar una tregua. Mejor es tener el valor de crucificarlo todo, y vencer así al enemigo. Sed verdaderamente mis discípulos, y alegraos en vuestra libertad y victoria.

¡Cuántos hay que firman una tregua con el enemigo!

El corazón se halla entonces dividido por una línea fronteriza. La asistencia a los servicios de adoración, la entrega de los diezmos y ofrendas y la participación en alguna actividad de benevolencia cristiana intentan proporcionar la sensación de haber cumplido con la fidelidad requerida. La frontera separa el reino del “viejo hombre” del de su títere. En una parte mora el “viejo hombre”, y en la otra el cristiano de corazón dividido. De vez en cuando hay roces y altercados fronterizos, pues se trata de algo así como una frontera militarizada. No hay reposo para el alma, ya que a menos que uno esté dispuesto a arriesgarlo todo alistándose del lado de Cristo con corazón indiviso, está de hecho en el lado del enemigo.

La ilustración de Jesús muestra de forma precisa la condición tibia de Laodicea. Se trata de una situación que no se puede equiparar a la vida radiante ni tampoco a la muerte. Es una situación de la más patética debilidad. Ni caliente, ni fría: tibia.

 

No podemos permanecer por siempre en esa tibieza

Antes o después habremos de afrontar la realidad. Estamos ante la bifurcación en el camino. Hemos de elegir una de las dos direcciones: una significa el regreso a Egipto y la apostasía; la otra conduce -por la senda de la cruz- a los luminosos valles de la Canaán celestial y a la victoria eterna. ¿Cuál vamos a elegir?

La “paciencia” y el mal llamado equilibrio, pueden no ser lo pertinente en un tiempo de crisis. La primera degenera fácilmente en cobardía; y el segundo, expresándose en la tibieza, chasquea a nuestro Salvador. El amor que lo impulsó a la cruz, nada sabía del tibio “equilibrio”. Dijo: “El celo de tu casa me consume” (Juan 2:17). Peter Marshall oró así: “Sálvanos de ese tipo de paciencia que no se distingue de la cobardía. Danos el valor para ser fríos o calientes, para tenernos en pie por alguna cosa; o de lo contrario, cualquier cosa nos hará caer”.

 

Un elemento valioso e ignorado

(3) La tercera ilustración que Jesús proporcionó sobre la cruz es sorprendente en su simplicidad:

“Buena es la sal, pero si pierde su sabor, ¿con qué se sazonará? Ya no sirve para la tierra, ni para el estercolero, sino que la arrojan fuera” (Luc 14:34-35).

El cristianismo es bueno. Pero si el cristianismo pierde el principio de la cruz, ¿para qué sirve? Sólo para aquello que le está sucediendo en tantos lugares en el mundo: no es objeto de execración, no se lo persigue ni se le opone violencia; tampoco se lo valora como el vital agente preservador que debiera ser; simplemente se lo ignora, se lo menosprecia, lo “arrojan fuera”.

Esa buena gente que compone la iglesia de Jesús es verdaderamente la sal de la tierra. Pero es necesario que esa sal, con su poder preservador, actúe como lo que es. La podredumbre moral corromperá el mundo entero a menos que el pueblo de Dios sea sal que no ha perdido su sabor. ¡La predicación y práctica del principio de la cruz son necesidades imperiosas para el mundo!

Jesús advirtió solemnemente a sus escogidos del peligro de que pasara desapercibida cierta falta oculta en su obra en favor del mundo. A la vista y al tacto, las grandes montañas de sal pueden parecer bellas y genuinas. Muchas almas resultan impresionadas por el maravilloso potencial de una tan abundante “sal” para satisfacer al corazón necesitado. Pero el gran volumen y peso de esa sal no son necesariamente indicativos de una buena salinidad. Los incrementos estadísticos y numéricos no hacen necesariamente de la iglesia la “sal de la tierra”. Tonelada sobre tonelada de sal que perdió su sabor, no alcanza ni de lejos el valor de una simple taza de sal verdadera.

En el mundo de Jesús, hace dos milenios, nada se sabía de frigoríficos ni de técnicas de preservación por el hielo. Se empleaba la sal como método de conservación de la carne y el pescado. Un cargamento conservado en sal de deficiente salinidad se corrompía sin remedio.

El proceso de progresiva corrupción moral y espiritual que caracteriza nuestro mundo hoy, es evidencia de algo que cada uno puede interpretar por sí mismo. Son terribles las limpiezas étnicas y los genocidios. El crimen, la incursión de la infidelidad matrimonial, la corrupción de la moralidad, la rápida degeneración de la vitalidad física y mental, todas ellas son evidencia de que nuestro mundo pecaminoso se está corrompiendo como la mercancía transportada camino del mercado en condiciones deficientes.

Nunca fue el plan de Dios que el mundo se corrompiera por falta de auténtica sal de calidad. No responde a su propósito el que la obra de sus seguidores llegara a adquirir una dificultad tal en estos últimos días. El conflicto final entre Cristo y Satanás se habría podido producir sin la necesidad de que los valores morales y espirituales degenerasen hasta el punto de que multitudes perdieran la capacidad de comprender el evangelio suficientemente como para aceptarlo o rechazarlo de forma inteligente.

En su amor y misericordia, Dios dispone que su último mensaje al mundo sea objeto de profunda y libre consideración para una población mundial capaz de su aceptación o rechazo inteligentes. Por su providencia, su pueblo se encuentra esparcido por todo el mundo, entre muchas naciones, tribus, lenguas y pueblos. Si vive los principios de la cruz y proclama su mensaje, será como aquella sal de efecto conservante para una sociedad que de otro modo se hundiría en la más desesperada degradación.

Podemos cobrar ánimo. El mundo oirá ciertamente el mensaje de la cruz cuando le sea presentado en la pureza de su verdad. Incluso el hecho obvio de que la predicación sea hoy despreciada en alto grado, puede resultar causa de ánimo, pues en realidad no es genuino cristianismo lo que el mundo ignora de ese modo, sino solamente la imitación del mismo, carente de la cruz. A la auténtica sal nunca se la “echa fuera”. O se la acepta con entusiasmo, o se la rechaza con odio.

Así sucedió en los días de Cristo y sus apóstoles, y así seguirá siendo hasta el final de la historia.

Jesús concluyó así aquel sermón a las multitudes: “El que tenga oídos para oír, oiga”.           


 


9

Cómo descubrí la cruz


(índice)

Siendo joven oí la historia de la cruz de Jesús, con sus detalles desgarradores. Había oído también la historia de mártires de la Edad Media que murieron por su fe. A mi joven mente le resultaba difícil distinguir entre el sufrimiento de Jesús en la cruz y el de los fieles mártires.

De hecho, algunas de las torturas sufridas por los fieles de la Edad Media se me antojaban incluso más dolorosas que las de la crucifixión de Cristo. En muchos casos se trataba además de martirios mucho más prolongados en el tiempo.

Al ir creciendo comencé a apreciar algo mejor el dolor más allá de lo físico que caracterizó el sufrimiento de Cristo. Comencé a apreciar mejor la vergüenza y la soledad a las que tuvo que hacer frente. Todos sus discípulos y amigos lo abandonaron y huyeron, mientras que la mayoría de los mártires tuvieron al menos alguien que les infundiera ánimo en sus últimas horas. No obstante, continuaba encontrando difícil reconocer que el sufrimiento de Cristo fuera mucho más intenso que el de algunos a quienes podía imaginar en medio de la peor tortura física, así como en la soledad del rechazo.

Por otra parte, me parecía que uno podría soportar mucho mejor la amargura del dolor si era capaz de vislumbrar ante sí la recompensa de un futuro luminoso. Se me había enseñado que cuando una persona muere, si había sido buena, iba al cielo a recibir su recompensa; y si era mala, al lugar opuesto, para la tortura y castigo merecidos. Indudablemente Jesús había sido bueno, por lo tanto, razonaba que tan pronto como murió, debió ir directamente al cielo para disfrutar de una grata acogida en el paraíso junto a su Padre y los ángeles. En la promesa que dirigió al ladrón arrepentido (“De cierto te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso” Luc 23:43 -traducción problemática, ver más adelante) me parecía encontrar justificada la seguridad de tal cosa.

Jesús murió sobre las tres de la tarde del viernes, y resucitó temprano, la mañana del domingo. Por lo tanto, concluí que debió pasar ese tiempo en el cielo -o al menos en el paraíso- fuese este como fuere. El anticipo de eso pudo bien haberle reconfortado durante la dura prueba. Es casi increíble lo que el ser humano es capaz de resistir cuando posee la seguridad de una recompensa casi inmediata. ¿Dónde se encontraba la “gloria” exclusiva de la cruz de Cristo?

La duración de su sufrimiento físico no parecía especialmente prolongada. Desde los azotes hasta la agonía final no debieron transcurrir más de doce o quince horas. ¡Interminables, desde luego! Ni por una fracción de tiempo habría deseado sufrir un dolor así, pero muchos se han visto obligados a soportar la tortura durante más tiempo, y sin la expectativa de un inminente fin de semana en la gloria, como el que suponía yo que debió sostener el ánimo de Cristo.

 

Sin poder alcanzar la cruz de Cristo

Quizá -me decía- lo que lo hace tan especial es el hecho de que el Sufriente fuese precisamente el Hijo de Dios, quien estaba conociendo todas esas agonías que los pobres humanos experimentamos ocasionalmente. Me sentía en cierto modo sobrecogido; me parecía algo así como si un gran monarca hubiese condescendido en venir a dormir por una noche bajo el techo de nuestra humilde morada familiar, hubiese compartido con nosotros las penosas labores en el huerto, y hubiese accedido a compartir con nosotros la sencilla mesa. Aun maravillándome por ello, me resultaba difícil de comprender.

Me preocupaba que no se hubieran despertado en mí esos sentimientos de profundo aprecio del corazón que la cruz parecía haber producido en otros. Según había oído, se esperaba que pudiese “gloriarme” en la cruz de Cristo, que sintiese alguna emoción inusual que agitara mi corazón desde lo profundo. De hecho, hasta vi a algunos derramar lágrimas ante la visión del Crucificado. Yo me sentía incapaz de ello, y eso me preocupaba.

Parecía escapárseme eso que Pablo sintió, y que le hizo exclamar: “Lejos esté de mí el gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo” (Gál 6:14).

 

Esforzándome

Deseaba sentirme impresionado de la forma en que creía que debía serlo. Pero no podía evitar razonar así: si el Sufriente era el Hijo de Dios, su conciencia de ese hecho debió sin duda facilitarle resistir en las pruebas, en contraste con nuestra limitación e ignorancia, que las convierten en doblemente inquietantes y dolorosas. Él sabía todas las cosas. Sabía “que había salido de Dios, y a Dios volvía” (Juan 13:3). Por lo tanto, ¡no debió resultarle difícil resistir durante un corto período de tiempo las aflicciones físicas que nosotros tenemos que soportar por largos años! No veía, pues, qué había de sublime.

Recuerdo haber leído la experiencia de un hombre que en cierta época había sido el más rico del mundo: Henry Ford, el fabricante de populares y lujosos automóviles. Paseándose de incógnito junto a unos amigos por ciertos caminos, el señor Ford había elegido caprichosamente conducir el popular y modesto modelo “T”. El automóvil se averió, como era bastante frecuente que les sucediera a sus clientes menos acomodados, y se vio obligado a buscar recambios en un taller del pueblo. Aunque le supuso un breve contratiempo, la historia indica que disfrutó con la experiencia. Sentí que una de las razones debió ser que en el fondo él sabía que no dependía de aquel humilde Ford “T” para regresar a su casa. Una llamada telegráfica le habría traído sin duda alguna de sus lujosas limusinas como medio de rescate. Con una confianza que no estaba al alcance de los demás, el señor Ford podía sentir placer en una experiencia que al viajero motorizado de aquellos días le habría causado una angustia considerable.

¿Acaso no estaba Cristo en una situación similarmente ventajosa, me preguntaba? En cualquier momento de sus pruebas, según dijo a Pedro, él podía orar a su Padre, quien le enviaría más de doce legiones de ángeles (Mat 26:53). El soldado que va protegido con chaleco antibalas siempre se mostrará más valiente que el que no lo lleva.

 

La expresión “salvo por la fe” me causaba perplejidad

Había oído decir que somos salvos por la fe. Pero no era capaz de comprender el significado de tal cosa. ¿Había en mí alguna incapacidad innata, o quizá Dios me había desechado, dejándome abocado a la perdición debido a mi incapacidad para apreciar de la forma debida lo que su Hijo había hecho por mí? ¿Debería quizá forzarme a decir que sentía algo que en realidad no sentía? ¿Daría eso resultado? Me resultaba terriblemente difícil confesar un sentimiento que no poseía. Procuraba desesperadamente ser salvo, pero también ser sincero.

Ciertos escritores y predicadores sostienen que a los humanos nos resulta imposible comprender el significado real de la cruz, o apreciar lo que significó para Jesús. Según ellos, deberemos esperar hasta la eternidad. Pero esas declaraciones, lejos de tranquilizarme, no hacían más que aguzar mi desazón. Había comprobado que según el Nuevo Testamento, el fenómeno de la cruz había conmovido profundamente a los apóstoles –Pablo incluido– en sus días en esta tierra. Algo extraordinario los sobrecogió. Sí, hasta el punto de sufrir la pérdida de todas las cosas, y en lugar de lamentarse por ello, “por causa de Cristo” estar gozosos “en las debilidades, en afrentas, en necesidades, en persecuciones, en angustias” (2 Cor 12:10).

No conocía esa disposición a padecer por causa de Cristo; en todo caso ¡no hasta el punto de sentirme gozoso al sufrir por él! Sin duda los apóstoles vivieron una experiencia que yo desconocía, y por todas las evidencias no la conocería hasta el más allá. El grave problema radicaba en mi temor a no llegar nunca al cielo, precisamente debido a no haber cumplido el requisito de tener esa experiencia. Me sentía atrapado en un ciclo de desesperanza.

Alguien podría estar pensando en interrumpirme en este punto, y decirme: ‘Lástima que yo no hubiese podido estar allí para ayudarte. No necesitabas sentir ningún tipo especial de aprecio por la cruz de Cristo. Simplemente, tenías que aceptar a Cristo como a tu Salvador, de la misma forma en que firmas la póliza de un seguro. No sientes entonces emoción ni gratitud alguna al firmar sobre la línea de puntos, y sin embargo, en el momento de estampar tu firma, quedas cubierto del riesgo especificado. Es todo lo necesario para ser salvo’.

Ya había pensado en eso. Sabía que muchos veían las cosas de esa manera, pero su complacencia me parecía estar muy alejada de la ardiente devoción de los apóstoles por Cristo. Pablo se “gloriaba” en llevar la cruz del sacrificio tal como Jesús la llevó:

“Tres veces fui azotado con varas. Una vez apedreado. Tres veces naufragué. Una noche y un día pasé a la deriva en alta mar. Anduve de viaje muchas veces. Estuve en peligro de ríos, en peligro de salteadores, en peligro de los de mi raza, en peligro de los gentiles. Peligros en la ciudad, peligros en el desierto, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos. En trabajo y fatiga, en muchos desvelos, en hambre y sed, en muchos ayunos, en frío y desnudez... Si es necesario gloriarse, me gloriaré en mi debilidad” (2 Cor 11:25-30).

El tipo de fe que uno tiene cuando firma la póliza de seguros, a duras penas tiene el poder necesario para arrastrarlo una vez por semana hasta el banco de la iglesia. Pero Jesús declaró: “Cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo”; “el que no carga su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo” (Luc 14:33 y 27). Eso me impresionaba profundamente. O bien descubres el poder para servir a Cristo como hicieron esos apóstoles, o no eres un verdadero cristiano.

Mis dudas eran justificadas, y el hecho de que las tuviera era probablemente la mejor evidencia de que el Espíritu Santo no me había abandonado. Como pecador que soy, no era mejor que ningún otro ser humano. Tampoco peor. Tenía el potencial para una verdadera apreciación de corazón por la cruz de Cristo. Lo que me faltaba era la comprensión de lo que implicaba la cruz, lo que significó la cruz para el Crucificado.

Por ignorancia y sin mala intención, mis padres y dirigentes religiosos me habían enseñado un error que oscurecía el amor de Cristo, ocultándome en gran medida su belleza y poder. Ese error proyectaba sombras tan densas como los negros nubarrones sobre las cumbres nevadas. Los apóstoles, en el Nuevo Testamento, habían estado contemplando algo que yo jamás había visto. Y eso que vieron, los motivó a una devoción profunda e incondicional por Cristo. Mi parálisis espiritual se debía a haber estado privado de la visión que ellos pudieron contemplar.

 

Lo que impide ver la cruz

El error consistía en la creencia popular de la inmortalidad natural del alma, la enseñanza de que uno no puede realmente morir, que la “muerte” es en realidad una liberación inmediata hacia otro nivel de vida. De igual forma en que una simple deficiencia vitamínica puede producir los más graves trastornos, ese error básico originado en el antiguo paganismo -pero manufacturado por el cristianismo- había producido en mi mente una reacción en cadena resultante en la confusión.

En el jardín del Edén, el Creador había dicho claramente a Adán y Eva que si pecaban, en “el día” de su transgresión, morirían (Gén 2:17). Quería decir exactamente lo que decía. Fue el diablo quien lo contradijo llanamente, diciéndoles: “No es cierto. No moriréis” (Gén 3:4).

En efecto, el tentador estaba estableciendo las bases del paganismo y del cristianismo nominal, al afirmar que no existía una cosa tal como muerte. ‘Ningún hombre puede perecer, el alma es intrínsecamente inmortal’, fue su mensaje.

Esa idea vino a convertirse, no sólo en la piedra angular de la religión pagana, sino que infiltró la doctrina de muchas iglesias cristianas. A primera vista el error puede parecer inocente, pero consideremos cómo afecta a la cruz de Cristo:

Contradice directamente la Escritura que dice: “Cristo MURIÓ por los impíos”, y “Cristo MURIÓ por nosotros” (Rom 5:6 y 8).

La estrategia de Satanás consiste en que lo entendamos de esta forma: ‘Cristo realmente no murió en absoluto por nosotros. Sufrió meramente dolor físico, confortado por su seguridad de que no tenía nada que perder, que no arriesgaba nada, puesto que era imposible que muriese’. Si no había ninguna expectativa de pérdida, nada podía padecer más allá del mero dolor físico.

Tan pronto como clamó “Consumado es”, fue al cielo (algunos sostienen que visitó primero el infierno para predicar a los espíritus encadenados, pero de ser así, yo entendía que debió ser en calidad de misionero, y no como el que va a sufrir el tormento de los perdidos. Sea como fuere, según ese concepto, no murió de ninguna de las maneras, sino que simplemente entró en una existencia superior).

¿Dónde está el sacrificio? ¡Desaparece! Y esa vacuidad e ineficacia representan precisamente la forma en la que Satanás quería que yo percibiese la cruz de Cristo.

En comparación con la muerte de mártires o de soldados que dan la vida por su nación, o con la de héroes que dan la vida por sus amigos, poco había de especial en la cruz de Cristo. De hecho, a su sacrificio le faltaba incluso una noble cualidad presente en el sacrificio de soldados y héroes, dado que su muerte significaba para él seguridad, mientras que para ellos significaba perderla. Siendo así, Jesús no se habría desprendido realmente de nada, y menos aún de sí mismo. Y cuando Juan 3:16 dice que “de tal manera amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito”, habría que entender que sólo lo prestó.

Mediante ese error de la inmortalidad natural del alma, su autor pretende degradar la historia del Calvario hasta la mezquindad de un drama fingido: suficiente para paralizar la devoción de quienes profesan seguir a Cristo. Si logra impedir que aprecien la cruz de Cristo, su amor resultará sofocado, y su devoción malograda.

 

La dimensión real del sacrificio de Cristo

Los sufrimientos de Cristo fueron incomparablemente mayores que los debidos al dolor físico, o a la tortura de cualquiera de los mártires. Nada hay de fingido o pretendido en la carga que sobrellevó. Dice la Escritura: “Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros” (Isa 53:6).

¿Cuál es el resultado del pecado? “Vuestras iniquidades han hecho división entre vosotros y vuestro Dios, y vuestros pecados han hecho que oculte de vosotros su rostro” (59:2). El pecado deja al alma en la más desesperada privación y soledad, destruye todo sentido de seguridad. El Señor puso verdaderamente el pecado de todos nosotros sobre él. Eso significa que “cargó” sobre él los mismos sentimientos de culpa, soledad, inseguridad y desesperación que tan conocidos nos resultan. Fue esa carga depositada sobre él, la que separó a Cristo de su Padre.

Antes de apercibirme de esa verdad me parecía imposible concebir que Cristo se hubiera sentido realmente abandonado. La Biblia especifica que clamó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” ¿Fue ese el lenguaje teatral de alguien que sigue un guión, o fue el sincero clamor de un corazón oprimido por la angustia más amarga e indescriptible?

Cristo no llevó esa carga del modo en que solemos cargar un fardo a nuestros hombros, sino que la llevó en lo más profundo de su propia alma. Pedro declaró que “él mismo llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero” (1 Ped 2:24). Fue en su propio sistema nervioso, en su mente, en su alma, en su conciencia más profunda, donde Jesús cargó con la mortífera mercancía. Pablo fue aún más explícito: “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado” (2 Cor 5:21).

 

Cristo, libre de pecado

Jamás cometió pecado, pero fue hecho “maldición por nosotros (pues está escrito: ‘Maldito todo el que es colgado en un madero’)” (Gál 3:13). El “pecado” y la “maldición” quedan aquí identificados. Las declaraciones de Pablo revelan que la identificación de Cristo con nuestro pecado, tal como lo llevó en la cruz, fue de una horrible realidad. “La paga del pecado es muerte” (Rom 6:23). Si Cristo fue hecho pecado por nosotros, si fue hecho maldición por nosotros, estaba claro que habría de sufrir la paga del pecado.

Cristo está muy próximo a nosotros, “porque el que santifica [Cristo inmaculado] y los que son santificados [los pecadores], de uno son todos; por lo cual no se avergüenza de llamarlos hermanos” (Heb 2:11). Pero ¿cómo cargó con nuestra muerte?

 

La paga del pecado

¿En qué consiste esa muerte, esa “paga del pecado” que Cristo sufrió? La Escritura nos habla de dos tipos de muerte: (a) A una la llama “sueño” (Juan 11:11 y 13): es la muerte que contemplamos cotidianamente, y (b) La otra es la verdadera muerte, la segunda muerte (Apoc 2:11; 20:6; 21:8). Esta última significa separación eterna de Dios; adiós a la luz, al gozo, a la existencia; adiós para siempre.

Fue esa “segunda muerte” la que Jesús experimentó. “Para que por la gracia de Dios experimentara la muerte por todos” (Heb 2:9). Puesto que la experimentó por todos, este sueño que llamamos muerte no puede ser lo que él “experimentó”, ya que cada uno de por sí experimenta ese tipo de muerte hasta el día de hoy. Aquello que Jesús experimentó en lugar nuestro, ha de ser algo de lo que nos libre.

De hecho, Cristo murió la muerte que el Creador había anunciado a Adán y Eva que habrían de morir el día en que pecaran: la muerte que el pecado traerá finalmente a los perdidos. Jesús la sintió tanto como un ser humano pueda sentirla, puesto que “debía ser en todo semejante a sus hermanos... pues en cuanto él mismo padeció siendo tentado”… (vers. 17-18). Así, la muerte que Jesús murió en la cruz, fue la plenitud de la amarga copa de desesperación y ruina que constituirá la final “paga del pecado”.

Eso tenía que incluir la ocultación del rostro del Padre. En la segunda muerte no hay esperanza, no hay luz alguna. Ninguna expectación de resurrección puede aliviar la desesperación. Es un negro túnel cuyo final no alumbra antorcha alguna. Si Jesús “murió por nuestros pecados”, si “murió por nosotros” (1 Cor 15:3; Rom 5:8), entonces experimentó en su sufrimiento final densas tinieblas que velaron de su vista toda expectativa de resurrección. Si hubiese sido animado por la esperanza de la resurrección, en esa medida habría fracasado en “experimentar la muerte por todos”, o en darse verdaderamente “por nuestros pecados”. En el mejor caso, se habría podido prestar, lo que dista una eternidad de darse por nosotros.

Nada tiene de extraño que la naturaleza humana de Cristo se tambaleara ante tan aterradora experiencia. Cayó postrado en el Getsemaní, gimiendo así: “Mi alma está muy triste, hasta la muerte”. “Yendo un poco adelante, se postró sobre su rostro, orando y diciendo: ‘Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú’” (Mat 26:38-39).

La copa que bebía es algo que ningún otro ser humano conoce todavía en su plenitud. De hecho, desde el principio, él es el único que realmente ha muerto. La plenitud del horror de la más absoluta desesperación que caracteriza a la segunda muerte, es lo que él “experimentó” en la plena conciencia de la realidad de su muerte eterna. Ni los clavos que atravesaron sus manos o sus pies, ni los azotes que sufrió le quitaron la vida. A duras penas debió sentir el dolor físico en la cruz. Tal fue la intensidad del sufrimiento de su alma, que le hizo sudar gotas de sangre en Getsemaní, y finalmente le quebrantó literalmente el corazón. “La afrenta ha quebrantado mi corazón, y estoy acongojado” (Sal 69:20).

Durante su vida, e incluso en parte de las horas de su pasión final, Jesús poseyó la segura confianza en su resurrección. Vivió como a la vista misma del tranquilizador rostro de su Padre. Ninguna sombra podía entonces aterrorizarlo. Cuando el ladrón arrepentido le rogó: “Acuérdate de mí”, Jesús retenía aún su gozosa confianza, pues le prometió: “Te aseguro hoy, estarás conmigo en el paraíso” (Luc 23:43; en el original no existe la coma ni el “que”, tal como añaden algunas versiones).

Pero Jesús aún no había apurado la copa hasta su más amargo final. Estaba por ocurrir una siniestra circunstancia.

 

La amenaza del fracaso eterno en su misión

Con el fin de hacer esa copa rematadamente amarga a los labios del Salvador, el malvado tentador empleó como su agente al pueblo que Cristo había suscitado para que lo representara.

Sobre la cruz, a Jesús le resultaba imposible dejar de escuchar a la gente decirse unos a otros: “A otros salvó, pero a sí mismo no se puede salvar. Si es el rey de Israel, que descienda ahora de la cruz, y creeremos en él. Confió en Dios; líbrelo ahora si le quiere, porque ha dicho: ‘Soy Hijo de Dios’”. Algunos le desafiaron así: “Si eres Hijo de Dios, desciende de la cruz” (Mat 27:42-43 y 40).

Nada nos autoriza a pensar que Jesús fuese indiferente a esas provocaciones. Ese “si” tentador debió resultarle particularmente difícil de sobrellevar en la hora de su extrema humillación. “Confió en Dios; líbrelo ahora si le quiere”. Clavado de manos y pies, Jesús no podía apartar sus oídos de esas burlas y provocaciones. Todo cuanto podía hacer era orar. Pero nadie en el cielo parecía responder a su clamor: “Clamo de día y no respondes”, se lamenta en Salmo 22:2.

Cuatro horas se debatió con la terrible carga. En algún momento, con posterioridad a esos “si” maliciosos, “desde la hora sexta hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora novena” (las tres de la tarde), “Jesús clamó a gran voz” esas palabras de desgarrador lamento y soledad, indicando que estaba ahora sintiendo en su crudeza el terror de la total separación de su Padre: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mat 27:45-46).

 

Como saeta envenenada, esa última tentación
le produjo una angustia indescriptible

Las tinieblas velaron misericordiosamente su agonía cuando sus crucificadas manos no podían ya ocultar su rostro bañado en lágrimas de la mirada hiriente de aquella turba burlona. Sólo su voz quebrada pudo oírse en la negra oscuridad que envolvía el Calvario. ¡Cuán cruel puede ser el humano! ¡Y cuán misericordioso fue el Padre al rodear a su Hijo torturado en cortinas de tinieblas, mientras sufría así! A ningún ángel le fue permitido contemplar su rostro angustiado mientras pronunciaba ese clamor desesperado. Tampoco a Cristo le fue permitido sentir el abrazo de amor y fidelidad que el Padre anhelaba profundamente dar a su único Hijo en la hora más amarga. El Padre estaba allí, sufriendo con su Hijo, puesto que “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo” (2 Cor 5:19). Pero Cristo tiene que sentir el horror del abandono más desgarrador. Ha de pisar solo el lagar, terriblemente solo.

 

En él resistió algo que nos imparte a nosotros

Aunque la esperanza zozobraba, el amor resistió. Hay un salmo singular que describe la horrible experiencia que Cristo conoció. En él se abre ante nosotros una ventana a través de la cual podemos examinar de cerca el corazón de Jesús mientras colgaba de la cruz en sus largas horas tenebrosas.

Está oyendo las burlas de la multitud y reflexionando en el misterioso silencio de su Padre. El salmo 22 lo presenta considerando cómo sus antecesores obtuvieron respuesta al orar. ¿Por qué no la obtenía él ahora? “En ti esperaron nuestros padres; esperaron y tú los libraste. Clamaron a ti y fueron librados; confiaron en ti y no fueron avergonzados. Pero yo soy gusano y no hombre; oprobio de los hombres y despreciado del pueblo”. “Clamo de día y no respondes; y de noche, y no hay para mí descanso” (vers. 4-6, 2).

Ese es el camino más espeluznante que cabe recorrer. Cuando percibes que ni uno sólo presta atención, ni siquiera Dios, la desesperación destila su peor veneno mortal. La verdad es que ningún otro ser humano ha gustado jamás esa copa de desesperación en su estado puro: el amargo peso de la culpabilidad acumulada de todos los pecados del mundo puestos en su conciencia. Cristo es “la luz verdadera, que alumbra a todo hombre que viene a este mundo” (Juan 1:9) y sostiene a todo ser humano en sus horas más oscuras con un rayo luminoso de esperanza. El Espíritu Santo asegura a nuestra alma: ‘¡Alguien te presta atención!’ Incluso si malgastaste tu vida como malhechor, puedes ver la esperanza en esos últimos momentos.

Pero a Jesús se le niega tal esperanza, no le es dado sentir seguridad alguna. “He pisado yo solo el lagar”, declara (Isa 63:3). Apura la copa hasta lo último.

No obstante, ha de encontrar la forma de cruzar el oscuro abismo que separa del Padre a su alma desamparada. Ha de vencer esa percepción de separación que parece insalvable. Ha de lograr una expiación, una reconciliación con él. Si el Padre lo ha abandonado, ¡él no va a abandonar al Padre! Si es incapaz de divisar puente alguno que salve el abismo de esa total desesperanza humana y divina, como Hijo de Dios, como Príncipe de gloria ¡él mismo va a construir el puente!

El salmo inspirado nos dice lo que sucedió. La mente de Cristo retrocedió a su infancia en Belén. Aunque ahora “no respondes”, no obstante, “tú eres el que me sacó del vientre, el que me hizo estar confiado desde que estaba en el regazo de mi madre. A ti fui encomendado desde antes de nacer, desde el vientre de mi madre”. Con espíritu maltrecho rememora y se apoya en los eventos de su vida que evidencian el cuidado de su Padre hacia él. Si tú oíste el clamor de “nuestros padres” y me guardaste cuando era un desvalido bebé en aquel establo de Belén, ¡no me abandonarás ahora!

Cristo conoce la misericordia y gran amor del Padre. Decide confiar plenamente y hasta el final en que no va a fallarle ahora. “Por la fe” el angustiado Hijo de Dios atraviesa el abismo. Como ser humano, confiará en el amor de su Padre, aun estando en las impenetrables tinieblas y en los tormentos del infierno.

Al aproximarse los momentos finales se siente como uno que es lanzado de un cuerno a otro de animales salvajes: “Sálvame de la boca del león y líbrame de los cuernos de los toros salvajes” (Sal 22:21). En esos últimos momentos desesperados, su fe irrumpe gloriosa y atraviesa triunfante las tinieblas. Como Jacob luchando con el ángel en las tinieblas de la noche, Cristo se aferra al Padre, quien no puede abrazarlo, y se agarra a él por la fe. –“¡Me has oído!¡Aunque el Padre lo haya abandonado, él no abandonará al Padre! Clama: “No te dejaré hasta que no me bendigas”. La fe de Cristo sale vencedora, hasta incluso de los horrores de la “muerte segunda”.

 

 

Amor insondable e indescriptible

Una vez subsanado el error, comencé a ver la cruz tal cual es. Comencé a comprender “la anchura, la longitud, la profundidad y la altura... [del] amor de Cristo”, aun siendo cierto que “excede a todo conocimiento” (Efe 3:18-19). Lo que antes había estado en una nebulosa de confusión, tomaba ahora contornos nítidos. Por fin había ingresado en el parvulario.

Por fin comencé a ver el amor que tan poderosamente motivó a los apóstoles. Su abnegada devoción dejó de parecerme lejana e inalcanzable. El amor que conocieron los discípulos comienza a brillar como la única respuesta que cabe esperar de un corazón sincero ante el sacrificio hecho por Cristo. Sí: me glorío sólo “en la cruz de nuestro Señor Jesucristo” (Gál 6:14).

Pero queda aún un abismo que tiende a separarnos de esa comunión con Cristo que los apóstoles vivieron. Vayamos en búsqueda de la verdad que por la fe atraviesa ese abismo.         



 

10

La cruz vence al temor


(índice)

Los seres creados por Dios no encuentran dificultad en expresarse según la naturaleza que les es propia. Nos maravillamos ante la fortaleza del león, la gracia de la gacela o el vuelo del águila, pero no los alabamos ni les atribuimos mérito por sus prodigios, dado que se limitan a realizar aquello para lo que fueron creados.

El águila no tiene que debatirse entre deseos contrapuestos de permanecer en la superficie como animal terrestre, o levantar el vuelo como ave. Está perfectamente satisfecha en el elemento para el que fue creada. Nosotros, los humanos, encontramos igualmente fácil realizar las cosas para las que creemos haber sido capacitados, pero se nos hace imposible realizar aquello para lo que sentimos no haber sido dotados.

Uno se pregunta si a Jesús le resultó fácil llevar su cruz. ¿No era acaso el Hijo de Dios? ¿No había de ser natural y fácil para el Hijo de Dios cumplir la voluntad de su Padre?

De ser así, su sacrificio tiene muy poco significado para nosotros, puesto que nosotros decididamente no encontramos nada fácil hacer lo recto, y aún menos llevar la cruz. Según esa visión, cuando Cristo me dice ‘toma mi cruz y sígueme’, es como si el águila levantase el vuelo y dijese a un cuadrúpedo terrestre: ¡Sígueme!

Cuán frustrante para el pobre animal, intentando en vano seguir a saltos y trompicones el rastro del águila, mientras esta surca veloz y plácidamente las nubes. Sí, Cristo es el Hijo de Dios y se deleita en cumplir la voluntad de su Padre. Frecuentemente nos sentimos tentados a pensar que es pura ironía su demanda: “Llevad mi yugo sobre vosotros... porque mi yugo es fácil y mi carga ligera” (Mat 11:29-30). Somos tan diferentes a él, suponemos, como lo es el caballo del águila. Lo que es fácil para ella, resulta imposible para otra criatura sin alas.

Ese dilema me preocupó durante años, hasta que descubrí una verdad en los Evangelios, que me resultó como otra puerta abierta que permitía avanzar en la profundidad del corazón de Cristo.

 

¿Tenía Cristo una lucha interna?

Si le resultó fácil llevar su cruz y seguir la voluntad de su Padre, ha de ser porque tenía solamente una voluntad –la de su Padre–, de igual forma en que el águila tiene una sola voluntad, que es la de ser aquello para lo que fue creada. El águila no conoce conflicto por tener que ser algo diferente del animal volador que es.

Cierta profecía me había llevado a concluir que Cristo tuvo una sola voluntad. Hablando proféticamente de Cristo, el salmo registra sus propias palabras: “Entonces dije: ‘Aquí vengo, en el rollo está escrito de mí. Dios mío, me deleito en hacer tu voluntad, y tu Ley está en medio de mi corazón’” (Sal 40:7-8). Tan importante es ese asunto de la “voluntad” de Jesús, que el autor del libro de Hebreos especifica que “en esa voluntad somos santificados por la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una sola vez” (10:10). La “voluntad de Jesús” es noticia de primera página en la enseñanza bíblica.

Comenzó a parecerme que Jesús era algo similar a un autómata, algo así como una maquinaria programada para “deleitarse” en hacer aquello que resultaba imposible a cualquier otro en el mundo, o al menos así me resultaba a mí y a la mayoría de personas que conocía. Era como mi águila atravesando placenteramente el cielo mientras que yo tropezaba en un obstáculo tras otro aquí abajo, y me hacía clamar: ‘Me dices “Sígueme”, pero ¡no puedo!

 

Lo que me faltaba por leer

Dice la Escritura que Dios, “al enviar a su propio Hijo en semejanza de carne de pecado y como sacrificio por el pecado, condenó al pecado en la carne” (Rom 8:3). Según el texto es evidente que el “Águila” se convirtió en lo que yo soy, en un terrestre: ¡se deshizo de sus alas! Si Cristo vino “en semejanza de carne de pecado”, es decir, en mi carne, debió enfrentar tanto conflicto en esa carne, como el que aflige a la mía, y hacer la voluntad de su Padre no debió resultarle a él más fácil que a mí. Fue en mi carne humana en la que “condenó al pecado”; no en carne impecable. Ningún águila puede condenar con justicia a una vaca por ser incapaz de volar. El rumiante tendría toda razón para protestar: ‘¡Qué sabes de mi condición!

Comprendí que Jesús reconoció abiertamente sostener un conflicto en su alma, tanto como yo en la mía. Cierto: fue infinitamente diferente a mí por cuanto nunca cedió a un deseo egoísta, mientras que yo sí. Pero como Hijo del hombre conoció el problema de las dos voluntades; y no fue sin lucha como sometió su propia voluntad a la de su Padre.

Si bien el salmista dijo de él: “Dios mío, me deleito en hacer tu voluntad”, obsérvese lo que le costó: “Estoy abrumado de tristeza hasta el punto de morir... Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa. Sin embargo, no sea como yo quiero, sino como quieres tú” (Mat 26:38-39). Un terrible conflicto.

Jesús tenía una voluntad propia que rehuía de forma natural el llevar la cruz, de igual forma en que mi voluntad la rehúye. Declaró: “No sea como yo quiero”. Lo que finalmente hizo está tan claro como al lenguaje le es permitido expresar: negó su propia voluntad, se negó a sí mismo. Además queda claro también que le resultó imposible seguir la voluntad de su Padre a menos que negara primeramente la suya propia, dado que ambas estaban en abierto conflicto. Ambas se cruzaban, y formaron la cruz.

¡Solemne pensamiento!

 

Una vida de lucha

Comencé a avergonzarme de mí mismo por haber imaginado que Cristo desconoció el conflicto.

Ahora bien –­razonaba para mí–: conflicto significa algo muy distinto para diferentes personas. A algunos les gusta y lo encuentran fácil. Esa negación de su propia voluntad que Jesús practicó, quizá para él resultara fácil. Pero yo encontraba decididamente difícil negar la mía. ¿No estaría proyectando equivocadamente mi propia experiencia en la de Jesús?

Recordé entonces lo que escribió Lucas sobre la lucha de Jesús: “En su agonía oraba más intensamente. Y su sudor fue como grandes gotas de sangre que caían a tierra” (Luc 22:44). Entonces me sentí aún más avergonzado de mí mismo por haber imaginado que el conflicto fuese algo fácil para él.

 

No sólo en Getsemaní

No es sólo allí donde encontramos un registro de su conflicto. Toda su vida fue de lucha. “De mí mismo nada puedo hacer... no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió” (Juan 5:30). “He descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió” (Juan 6:38). Dicho de otra forma, descendió del cielo para pelear nuestra lucha en lugar nuestro, con nuestra carne y naturaleza, para enfrentar el conflicto con el que debemos batallar, y para someter su voluntad allí donde nosotros hemos satisfecho la nuestra de forma egoísta y pecaminosa.

Su indicación: “Sígueme”, por lo tanto, está cargada de razón, pues él “condenó al pecado” (es decir, a la satisfacción egoísta de la propia voluntad) en nuestra carne. Nunca aflojó la mano con la que se sujetaba de lo alto, pero la lucha fue terrible, mucho más de lo que lo es la nuestra. Y haciendo así marcó una profunda diferencia en la vida humana en nuestro planeta.

No puede estar más equivocada la suposición de que Cristo fuese algo parecido a un autómata. Era un hombre libre, con la plena capacidad de elegir por sí mismo qué camino seguiría. De hecho, no es posible concebir el amor sin libertad de elección. ¿Quién daría valor a alguien privado de la razón que repitiera como un robot: “Te quiero”?

Había otro problema: ¿acaso no fue Cristo un auténtico “genio” espiritual? Su amor fue sin parangón, y la negación de sí mismo durante toda su vida y en la cruz es un hecho sorprendente. Ahora bien: ¿no es para mí tan imposible seguir a Jesús, como lo es seguir al genio matemático de Einstein? En la escuela nunca destaqué por las matemáticas. Si Dios me pidiera que a fin de llegar al cielo razonara las fórmulas que hicieron posible la bomba atómica tal como hizo Einstein, mi frustración sería indescriptible.

Puedo maravillarme por lo que Einstein hizo, y ciertamente me maravillo por lo que Cristo hizo, pero en ambos casos sin ver posibilidad alguna de seguir a uno o a otro.

 

Una diferencia importante

Pero el genio de Einstein para las matemáticas no fue como el de Cristo para el amor. Einstein nunca se ofreció para enseñarme nada; nunca me hizo promesa alguna en el sentido de que si lo seguía, si lo miraba a él, sería capaz de inventar toda clase de maravillas nucleares (la ilustración de la bomba atómica está en el polo opuesto de lo que quiero describir. Pido al lector que imagine exactamente lo contrario: algo con un poder semejante, pero para el bien; un amor tan potente y contagioso que revolucionara el mundo, librándolo del egoísmo humano).

Por contraste, Cristo me prometió que podría recibir en mi corazón ¡el mismo amor que él poseyó! Me instruiría en su amor, de forma que pudiese convertirme, no en un aprendiz de Einstein, sino en algo infinitamente más maravilloso: en un “representante” de Cristo con capacidad para servir en su ministerio de amor hacia mis semejantes.

Ciertamente Cristo no me promete que pueda realmente duplicarlo. Aun así, la percepción del mundo irá en esa dirección cuando vea en mí el reflejo de Cristo. Puedo acercarme a él en servicio abnegado. Así es como vio el mundo a los discípulos en Antioquía, cuando los llamó por primera vez “cristianos” (que significa ‘como Cristo’, cercanos a él).

 

El puente

Fue entonces cuando descubrí el puente que salvaba el último precipicio. Filipenses 2:5-8 me hablaba de los siete pasos que Cristo dio al abandonar su exaltada posición en el cielo:

(1) “No estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse”.

(2) Se “despojó de sí mismo”.

(3) Tomó la “forma de siervo” (en griego, esclavo).

(4) Descendió aún más bajo que los ángeles (quienes son siervos), al hacerse “semejante a los hombres”.

(5) Eligió nacer, no como rey en un suntuoso palacio, ni como el descendiente de algún rico, sino que “hallándose en la condición de hombre, se humilló a sí mismo” y aceptó la ruda disciplina de un pobre obrero que tenía que ganarse el sustento con sus manos.

(6) Fue “obediente hasta la muerte”.

El último paso me obligó a hacer una pausa. Al pensar en él comprendí que ningún suicida es “obediente hasta la muerte”. Lo que el suicida hace es buscar el sueño y la inconsciencia, evadirse; no someterse al terror de la segunda muerte. Pero Cristo fue obediente hasta la maldición de ser colgado en un madero (Gál 3:13). Estaba “gustando” la condenación eterna; estaba bebiendo en el sentido más profundo e infinito, el veneno de esa maldición destructora del alma. Lo estaba “saboreando”, absorbiendo “por todos”. ¡Indescriptible amargura! Como Dios-hombre, podía sentir el dolor y agonía humanos hasta un grado infinito, grado que jamás ha “gustado” hombre alguno.

Pero lo que cerraba por fin el puente es esa indicación que nos es dada precediendo a la descripción del sacrificio de Cristo: “Haya pues en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús” (Fil 2:5). No podemos repetir su sacrificio, pero es nuestro privilegio aprender a apreciarlo.

Dicho de otro modo: si permito al Espíritu Santo que escriba esa mente de Cristo en mí, su voluntad vendrá a ser la mía, de igual forma en que la voluntad del Padre vino a ser su voluntad. No sólo eso: hará que me pueda “deleitar” en ello, lo que significa un punto final a toda idea de lamento por el “gran sacrificio” que estoy haciendo.

 

 

El último paso:

(7) Como hemos visto, la “muerte de cruz” implicaba para Cristo entregar su seguridad eterna.

Infunde ánimo saber que mediante Cristo, ese amor abnegado es una posibilidad para el hombre pecaminoso. Cristo puede morar en el corazón por la fe, y puede hacer que aprendamos a servirle por amor, y no por motivos egoístas. Pero ¿lo ha logrado ya alguien?

 

Dos seres humanos que comprendieron ese amor

Uno fue Moisés. Israel había “cometido un gran pecado” al hacerse dioses de oro. Dios pidió a Moisés que se apartara de ellos. “Déjame” -dijo a Moisés- “que los destruya y borre su nombre de debajo del cielo, y yo te pondré sobre una nación fuerte y mucho más numerosa que ellos” (Deut 9:14). Le estaba ofreciendo tomar el lugar de Abraham, Isaac y Jacob como progenitor del “pueblo escogido”. ¡Todo un honor! Esa propuesta le garantizaba a Moisés la salvación y la honra por la eternidad.

Acceder a eso sería una fuerte tentación para cualquiera. Respecto a Israel, Moisés podía sentir que no tenía obligación alguna hacia el pueblo, puesto que había pecado y merecía perecer. Pero Moisés hizo algo totalmente contrario a la naturaleza humana que nos es común.

Propuso que en lugar de eso fuese borrado del cielo el nombre de otro: el suyo propio, si no era posible perdonar a Israel. “Te ruego que perdones ahora su pecado, y si no, bórrame del libro que has escrito” (Éxodo 32:32). El amor de Moisés fue mayor que su deseo de seguridad personal por el cielo, por la vida y honor eternos. ¿Puedes imaginarlo?

Otro ser humano que conoció un amor abnegado como ese, fue Pablo: “Deseara yo mismo ser anatema, separado de Cristo por amor a mis hermanos, los que son mis parientes según la carne; que son israelitas” (Rom 9:3-4).

Por tanto tiempo como nuestra motivación principal para seguir a Cristo sea nuestro propio deseo de seguridad personal, estaremos destituidos de “la mente de Cristo” y de llevar su cruz. Cristo no fue ningún “oportunista”, como no lo fueron Moisés ni Pablo. Su auténtico pueblo, los que “siguen al Cordero por dondequiera que va”, tampoco lo será.

 

El último refugio del “viejo hombre”

El último bastión que se resiste a la rendición es el deseo de recompensa, junto a su baluarte natural: el temor a la pérdida personal. Desde luego, es contrario y ajeno a la cruz.

En el primer pecado del hombre estuvo implicado un deseo de igualdad con Dios: el ser como Dios, poseer en sí mismo la inmortalidad. Nuestros primeros padres conocieron el temor por primera vez tras haber cedido a esa tentación. Ese mismo temor acompaña también al último pecado del hombre, y la cruz es el único remedio para erradicarlo e implantar el amor en su lugar.

Pero lo que llamamos amor, no es amor si tiene su fundamento en el temor. El interés propio nunca es la base del amor genuino: el agape. La búsqueda de la propia seguridad es lo contrario al amor genuino. Eso es evidente a partir de lo escrito por Juan: “En el amor [agape] no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor, porque el temor lleva en sí castigo. De donde el que teme, no ha sido perfeccionado en el amor” (1 Juan 4:18).

Juan está considerando el problema básico de la ansiedad que padece el ser humano. Todos nacemos con ella. El “castigo” que lleva en sí se expresa de muchas maneras, incluyendo padecimientos físicos cuyo origen está en la ansiedad. La medicina reconoce infinidad de padecimientos frecuentes relacionados con ella.

Cuando Cristo, el “Sol de justicia”, nace en el corazón, trae salud en sus alas (Mal 4:2). Son expulsados el temor y la ansiedad, y se restablece la salud.

 

El temor, expulsado

¿Cómo? Mediante la crucifixión del “viejo hombre”, mediante la crucifixión del ego juntamente con Cristo. La ansiedad es el temor del que se alimenta el ego. Si bien el temor es algo evidente, algo que vemos claramente, algo así como el tren que llega por las vías a toda velocidad, la ansiedad es una categoría de temor que se esconde bajo la superficie, un miedo sutil que no podemos palpar fácilmente, que nos cuesta identificar, debido a que la auténtica identidad del “viejo hombre” nunca se muestra abierta y llanamente.

 

¿Cómo hace el amor para echar fuera al temor?

Revelando el amor de Cristo manifestado en la cruz. Así es como lo realiza.

Hemos visto que el puente que une el último vacío entre nosotros y la comunión total con Cristo es la entrega de la voluntad, precisamente de la misma manera en que Cristo, en nuestra carne, sometió su voluntad. “En esa voluntad somos santificados por la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una sola vez”. Por lo tanto, “tenemos plena seguridad para entrar en el Santuario por la sangre de Jesús, por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo, esto es, de su carne” (Heb 10:10 y 19-20). Al someter su voluntad al Padre cumplió ese amor. Cuando sometemos a él nuestra voluntad, tal amor se cumple también en nosotros. El camino a la plena seguridad está en su “carne” (su humanidad).

La ansiedad es básicamente lo que la Biblia denomina el “temor de la muerte” (Heb 2:15). Ahora bien, a lo que solemos referirnos por “muerte”, la Biblia lo llama “sueño”. Pocos temen al sueño. Nuestro “temor de la muerte” se refiere a la segunda muerte, a la desnudez, la soledad, el olvido, al horror de las tinieblas impenetrables que sobrevienen cuando uno es separado para siempre de la presencia y de la luz de Dios, de su gran universo de vida y alegría.

Esa ansiedad encubierta afecta a cada aspecto de nuestra vida. ¡Está presente hasta en los sueños! Sólo cuando percibimos las dimensiones del sacrificio de Cristo en la cruz podemos afrontar el problema de la ansiedad.

 

Puedes

Eres capaz de responder al amor de Cristo. Si alguien te hiciera un precioso regalo, la respuesta natural sería el sincero agradecimiento. Más aún: en correspondencia con el valor del don sentirías de forma natural el deseo de demostrar tu gratitud a ese benefactor. Tu naturaleza humana posee esa capacidad de respuesta alegre y agradecida. Es una parte de tu ser. Casi es algo instintivo. Diariamente decimos ‘gracias’ una y otra vez por atenciones recibidas, y aguardamos oportunidades para corresponder.

Esa respuesta espontánea, simple y desinteresada de nuestra humanidad, es todo cuanto Dios haya pedido jamás al ser humano. Cristo se dio a sí mismo por nosotros en la cruz. Si no lo vemos, o si dejamos de sentir la realidad del don o sacrificio implicado, no seguirá de forma natural respuesta alguna de sacrificio amante por nuestra parte. En lugar de él existirá sólo nuestro deseo egocéntrico por seguridad personal, que deja intacto el temor en el que se funda. Una respuesta de esa naturaleza, tibia y a medio camino, es el resultado inevitable en todo corazón donde Satanás haya tenido éxito en oscurecer la realidad de lo que Cristo dio por nosotros.

Pero cuando vemos lo que sucedió en el Calvario, algo comienza a motivarnos. “Por medio de la muerte [la segunda muerte]” Cristo destruyó “al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo”. Y así, libró “a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre” (Heb 2:14-15). Verdaderamente,

¿Quién podrá conocer
la profundidad de las aguas que cruzó
y las tinieblas de la noche que el Señor sufrió
para encontrar a su oveja perdida?

 

Iniciemos la búsqueda

De hecho, ya la hemos comenzado. Mientras que Satanás intenta sumergirnos más y más en la marea de la procura de satisfacer al yo intelectual, sensual o material, podemos observar un fenómeno interesante: “Cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia” de Cristo. Si nos mantenemos aferrados a la cruz, Satanás será derrotado una y otra vez. Muchas personas alrededor del mundo responderán tal como lo hizo Pablo:

“El amor de Cristo nos constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos murieron; y él por todos murió, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para aquel que vivió y resucitó por ellos” (2 Cor 5:14-15).

A todo aquel que lo haya visto y conocido, le resulta sencillamente imposible continuar viviendo para sí. Eso encierra un poder irresistible. Eso es lo que debía tener Pablo in mente cuando declaró: “La palabra de la cruz... es poder de Dios” (1 Cor 1:18).

Poder, ¿para qué? -Para cambiar lo más incambiable que existe, que es la mente egoísta del hombre. Cambian los patrones de pensamiento y reina el amor de Cristo (“nos constriñe”).

Espero no ser mal entendido al afirmar que en realidad viene a resultar fácil seguir a Cristo. Jesús prometió que así sucedería, cuando declaró: “Mi yugo es fácil y ligera mi carga” (Mat 11:30). La cruz lo ha hecho posible.

Podemos comprender ahora lo que quiso decir Pablo al escribir: “Lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo” (Gál 6:14). Y habiendo tenido también nosotros una vislumbre de lo que Pablo vio en su día, nuestros corazones claman: ‘Sí, Pablo, ¡estamos contigo! Nos arrodillamos también a los pies del Crucificado y lo confesamos como el Señor de nuestras vidas, como el Rey de nuestro amor, como el eterno Soberano de nuestros corazones’.

 

Cristo es mi amante Salvador, mi bien, mi paz, mi luz;
pues demostró su grande amor muriendo allá en la cruz.
Cuando estoy triste encuentro en él consolador y amigo fiel;
consolador y amigo fiel es Jesús.
          



 


11

María Magdalena y la cruz


(índice)

¿Qué puede hacer la verdad de la cruz por alguien cuya vida se arrastró de catástrofe en catástrofe? Encontramos aquí el caso de una mujer tan trágicamente degradada, que la Biblia la presenta como poseída y a merced de “siete demonios” (Mar 16:9).

“Estando él en Betania, sentado a la mesa en casa de Simón el leproso, vino una mujer con un vaso de alabastro de perfume de nardo puro de mucho valor; y quebrando el vaso de alabastro, se lo derramó sobre su cabeza. Entonces algunos se enojaron dentro de sí y dijeron: –¿Para qué se ha hecho este desperdicio de perfume?, pues podía haberse vendido por más de trescientos denarios y haberse dado a los pobres. Y murmuraban contra ella. Pero Jesús dijo: –Dejadla, ¿por qué la molestáis? Buena obra me ha hecho. Siempre tendréis a los pobres con vosotros y cuando queráis les podréis hacer bien; pero a mí no siempre me tendréis. Esta ha hecho lo que podía, porque se ha anticipado a ungir mi cuerpo para la sepultura. De cierto os digo que dondequiera que se predique este evangelio en todo el mundo, también se contará lo que esta ha hecho, para memoria de ella” (Mar 14:3-9).

Cuando María rompió el frasco de alabastro de precioso perfume para ungir a Jesús, estaba dando al mundo una expresión no premeditada de ese mismo espíritu de amor y sacrificio que la vida y muerte de Jesús ejemplificaron. El acto de María adquiere con ello un significado especial, como ilustración de la verdad de la cruz.

Ese hecho acontecido en Betania es lo más bello y conmovedor que un pecador arrepentido haya hecho jamás. Proveyó la mayor evidencia, ante Jesús y ante el universo expectante, de que la humanidad es ciertamente capaz de apreciar de todo corazón el sacrificio hecho por Jesús. María no poseía justicia por ella misma, pero le había sido verdaderamente impartida la justicia de su Salvador.

¡Imagina hasta qué punto su noble acto debió alentar el corazón de Jesús en sus horas más tenebrosas! Ningún poderoso ángel celestial hubiera podido darle el consuelo que le trajo la memoria de aquel sincero y conmovedor acto de María. El amor abnegado que ella manifestó hacia Jesús proporcionó al Salvador una vislumbre de su gozo final. El fruto de la aflicción de su alma habría de quedar por fin satisfecho cuando contemplase a muchos que fueron hechos justos mediante “la fe que obra por el amor” (Isa 53:11; Gál 5:6). La evocación de ese amor penitente conmueve corazones y cambia vidas. ¡Sin duda, ese es el fin que ha de lograr el sacrificio del Salvador!

 

En deuda con María

El mundo puede deber a María algo que nunca ha reconocido, por animar de ese modo al Cristo tentado en su momento de mayor necesidad. Seguramente la tibieza de los doce no le supuso el consuelo que le dio María Magdalena, a quien ellos despreciaron.

Sin embargo, María no sabía por qué se había sentido motivada a ofrecer aquella extraña y pródiga ofrenda. Informada sólo por la inescrutable pero infalible razón del amor, lo dio todo para adquirir aquel precioso perfume, y se adelantó a ungir el cuerpo de Cristo para la sepultura.

Era tan completamente incapaz de defender su acción ante el reproche de los discípulos, que Jesús mismo tuvo que salir en su defensa. Respaldándola ante la obtusa insensibilidad de los doce, transformó el incidente en una lección sobre el significado de la cruz: algo que la iglesia de nuestros días necesita desesperadamente comprender.

De hecho, de las palabras de Jesús se desprende que a fin de comprender el evangelio mismo es imprescindible una cierta clase de aprecio en consonancia con el misterioso acto de María. Jesús pronunció sobre el acto de ella el mayor de los cumplidos jamás dirigido a cualquiera de sus seguidores: “De cierto os digo que dondequiera que se predique este evangelio en todo el mundo, también se contará lo que esta ha hecho, para memoria de ella”. ¡Incomparablemente mejor que la inscripción sobre mármol que honra la memoria del emperador romano!

Y razón más que suficiente para que prestemos cuidadosa atención a María.

 

¿Por qué esa vehemencia en la ponderación de María?

No por causa de ella, sino por causa de “este evangelio”, es necesario que la fragancia de su acción alcance al mundo entero. Esta es la clave para despejar toda perplejidad que pueda despertar la extraña conducta de María: estaba predicando un sermón.

Su acto ilumina el evangelio y pone de relieve sus principios de amor, sacrificio y magnificencia.

De igual forma, la disposición a buscar faltas que los discípulos manifestaron expone cuál es nuestra reacción humana natural ante el tierno y profundo amor revelado en la cruz.

Si hubiéramos estado presentes en aquella ocasión, habríamos encontrado extremadamente difícil no tomar partido con Judas y los otros discípulos.

María había hecho algo que por toda apariencia era irracional e injustificado (por despilfarrador). Trescientos denarios -el precio del perfume- venía a ser el salario acumulado por un obrero a lo largo de un año de trabajo, siendo un denario la paga habitual de un día (Mat 20:2). Una suma como esa habría bastado probablemente para dar de comer a unos cinco mil hombres “sin contar las mujeres y los niños”, de acuerdo con la cautelosa estimación de Felipe (Juan 6:7; Mat 14:21).

Si no fuese porque conocemos el desenlace del drama acontecido en Betania, ¿qué habríamos pensado de ese aparentemente insensato despilfarro? ¿Cuántos administradores y miembros de un consejo de iglesia habrían aprobado con su voto un gasto como aquel? ¿Quién de nosotros no habría simpatizado decididamente con los discípulos en su indignación? ¡El desequilibrio emocional manifestado por aquella mujer era digno de reproche!

Nuestros corazones habrían estado más que dispuestos a secundar la “sabia” moción de Judas: “¿Por qué se ha hecho este desperdicio de perfume?, pues podía haberse vendido por más de trescientos denarios y haberse dado a los pobres”.

 

El propio Jesús asumió la defensa de María

En nuestro juicio natural habríamos estado prestos a dar la razón a Judas. ¿No habría sido un acto de devoción más sobrio y práctico derramar unas gotas del precioso perfume para ungir su cabeza, vendiendo el resto en beneficio de los pobres? Difícilmente podemos reprimir una expresión de alivio por no tener muchos “fanáticos” como María entre la membresía de nuestra iglesia.

Sin embargo es aún más sorprendente la forma aparentemente exagerada en la que Jesús defendió el acto de María. Habríamos esperado que le dirigiera alguna expresión de agradecimiento por su actitud devota, junto con una amable y mesurada censura por lo descomedido e irreflexivo de su acción. Podría haber confortado a María, al mismo tiempo que procuraba aplacar la indignación de los doce.

¡Pero no hizo eso! Mientras que la desdichada María intenta pasar tan desapercibida como puede, llena de vergüenza y confusión, y temiendo que su hermana Marta y hasta el propio Jesús la tengan por inoportuna e insensata, Jesús eleva su voz por sobre las murmuraciones de los discípulos: “Dejadla, ¿por qué la molestáis? Buena obra me ha hecho”. Lejos de alabar el aparente interés de los discípulos por los pobres, reconoce una motivación enteramente diferente en la conducta de María. Se trataba de una piedad infinitamente más auténtica. Su acto había sido una parábola del amor divino, un vehículo para proclamar el evangelio. Jesús, al defenderla, estaba defendiendo su propia cruz. Impartió al hecho un significado y simbolismo que ella misma ignoraba.

·       En el frasco de alabastro roto a sus pies, Jesús vio su propio cuerpo herido y quebrantado por nosotros.

·       En el precioso perfume derramándose abundantemente hasta la tierra, contempló su propia sangre “derramada por muchos para remisión de los pecados”, y sin embargo rechazada y despreciada por la mayoría de ellos.

·       En la motivación de María –en su corazón arrepentido, contrito y lleno de amor hacia él– Jesús pudo ver el bello reflejo de su amor por nosotros.

·       En el sacrificio de María para adquirir el costoso perfume, Jesús se vio anonadado, vaciado de sí mismo en el papel de Amante divino de nuestras almas.

·       En aquel aparente derroche vio la magnificencia de la ofrenda celestial, derramada en medida tan abundante como para salvar al mundo, y sin embargo aceptada sólo por una pequeña parte de sus habitantes.

Así fue como Jesús hubo de defender su maravillosa cruz ante aquellos cuyos corazones debieron haber estado prestos a apreciar su valor incalculable.

 

Simón, los doce, y nosotros

Ante el más puro y santo amor que la eternidad haya conocido, Judas sólo tuvo desdén. Lo único que supo hacer el frío, duro y desagradecido corazón de los discípulos, fue adherirse a la crítica egoísta de Judas. ¿Nos creemos mejores que ellos?

¡Un engaño agradable! Haremos bien en recordar que María estaba respondiendo a los misteriosos impulsos del Espíritu Santo: una motivación que no se detiene a explicar sus razones. Sólo un corazón contrito y humillado puede acoger una inspiración tal.

Los discípulos no eran conscientes de tan elevados impulsos, a pesar de haber recibido en privado más clara instrucción que María sobre lo cercana de la hora de la muerte de Jesús. Debieron haber sido más receptivos que ella a la cruz. Sin embargo, una mujer de corazón penitente, carente de preparación, predicó un sermón sobre la cruz aún más elocuente que el de Pedro en Pentecostés; un sermón que hasta el día de hoy toca el corazón de aquel que se detiene a estudiar su significado. Vemos aquí que el conocimiento de los detalles históricos de la crucifixión es poco, comparado con un corazón que verdaderamente la aprecie. Si la carne y la sangre son incapaces de comprender la doctrina de la persona de Cristo, tal como afirmó el Salvador en Cesárea de Filipo, otro tanto sucede con la doctrina de la cruz.

 

Una ilustración del sacrificio de Cristo

Considera la motivación de María. No fue por esperanza alguna de recompensa ni por deseo de reconocimiento personal por lo que realizó su acción espontánea. Anhelaba pasar desapercibida, lo que resultó imposible al ser traicionada por la fragancia del perfume extendiéndose por toda la pieza. Sólo el amor era el principio que la motivaba. Un amor que era el reflejo del amor que Jesús tiene hacia los pecadores.

¿Cuál fue la motivación que llevó a Jesús a la cruz? Los teólogos pueden escribir extensos tratados al efecto, sólo para concluir finalmente que no hay razón que pueda esgrimirse para un acto tan singular: sólo el amor puede motivar algo así.

¡Cuán reconfortante debió ser para Jesús el ver reflejada en María la imagen de su propio carácter! ¿En una pecadora, te preguntas quizá? -Sí, en “una mujer de la ciudad, que era pecadora” (Luc 7:37). En ella pudo contemplar el maravilloso reflejo de sí mismo. Con la fidelidad con la que un negativo reproduce los detalles del positivo, Jesús vio en el amor de María la impronta y semejanza de su propio amor modélico. “El escarnio ha quebrantado mi corazón y estoy acongojado”, diría él (Sal 69:20). El arrepentimiento había quebrantado ahora el corazón de María, mediante el ministerio del propio corazón quebrantado de Jesús.

¡Maravillaos, oh cielos, y sorpréndete, oh tierra! ¡El plan de la salvación triunfa! Aunque por lo que respecta al endurecido corazón de los doce todavía está por ver la justificación del riesgo divino asumido en el Calvario, resulta ser ya un éxito rotundo en la hija de Betania. El sacrificio de Dios en Cristo ha despertado en el corazón de ella el “sacrificio” que le es complemento y consecuencia: el “corazón contrito y humillado” que Dios, a diferencia de los discípulos, “no desprecia” (Sal 51:17).

 

El sacrificio de María

Brilla más intensamente al verlo a la luz del sacrificio de Jesús, ofreciéndose a sí mismo por nosotros. Alabando la acción de ella, Jesús dijo: “Ha hecho lo que podía”, en el sentido de que hizo todo cuanto estaba a su alcance. Jesús hizo ciertamente todo “lo que podía”. Ignoramos si María fue recompensada por los largos días de trabajo que dedicó a la compra del perfume, pero ¡oh, si Aquel que se despojó hasta lo sumo, el que “se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz” (Fil 2:8) pudiera recibir amplia recompensa por su sacrificio! ¿Podremos finalmente nosotros -aun careciendo de frascos de alabastro para ungir su cabeza- encontrar las lágrimas con las que lavar sus pies atravesados por nuestros pecados? Jesús, ¿no podrías encontrar en nosotros “siete demonios” que expulsar, a fin de que podamos aprender a amarte como hizo María?

 

La grandeza de su acción

Los discípulos razonaron: ‘¿Por qué no emplear una pequeña cantidad de perfume? ¿Por qué ese derroche de algo tan costoso? ¡Está desperdiciándose por el suelo! ¡Trescientos denarios convertidos en nada! ¡María: habrían bastado unas pocas gotas derramadas sobre su cabeza!

 

Así habríamos razonado también nosotros

Hasta hoy el corazón humano que no es receptivo a la inspiración, es incapaz de apreciar la grandeza del sacrificio del Calvario.

¿Por qué dar su vida “en rescate por muchos”, cuando sólo unos pocos habrían de responder?

¿Por qué ese derroche de amor ofrecidose a raudales, siendo que en gran parte resultaría aparentemente desaprovechado?

El sacrificio efectuado fue suficiente para redimir a todo pecador, y a los millones de ellos que hayan poblado la tierra. ¿Por qué pagar un precio tal, cuando sólo una pequeña parte habría de responder?

¿Por qué habría de llenarse de congoja y lágrimas el Ser divino, ante tantas “Jerusalén” despreocupadas que no conocen el tiempo de su visitación?

¿Por qué no limitar ese amor y la expresión del mismo a los pocos que responderían a su llamado, en lugar de derramar el don infinito sin medida, con aparente pérdida de una gran parte del mismo?

Tal debía ser el razonamiento de los discípulos a propósito de la prodigalidad de María; y así razonan aún hoy muchos sobre Aquel cuyo amor reflejó María fielmente.

En respuesta cabe decir que el amor no es amor genuino a menos que sea pródigo, sobreabundante. El amor no escatima jamás; no “calcula”. El “preciosísimo” frasco de alabastro de María no era una ganga adquirida en una rebaja. Pagó el elevado costo por lo mejor que le fue posible encontrar, sin pararse a pensar en la conveniencia de ahorrar en la compra. Podemos imaginarla dialogando con el proveedor del perfume. Este, viendo en ella una pobre paisana, debió proponerle un producto a bajo coste.

‘¿No tiene algo mejor?’, pregunta María.

–‘Sí, ¡pero cuesta cien denarios!

‘¿Y algo aún mejor?’, insiste María.

–‘Tengo lo mejor de lo mejor, pero es también lo más caro, es digno sólo de un rey o emperador, y ciertamente, ¡tú no puedes permitírtelo, María!

‘Lo quiero’, replica ella sin dudarlo. Su motivación de amor no le permite nada menos que eso.

¿Podía Dios, quien es amor, hacer menos que eso? No se detuvo a pensar cómo podría efectuar la salvación de los redimidos al menor coste posible para sí mismo. El cielo, su excelsa morada, la devoción de miríadas de ángeles, los tronos de un universo infinito, la vida eterna, la preciosa comunión con su Padre, todo, lo sacrificó Cristo generosamente en la dádiva de sí mismo. ¡Todo un océano de aguas de vida, pródigamente regaladas, sólo para obtener a cambio unos pocos vasos de barro llenos con humanas lágrimas de amor! ¡Cuán infinitamente preciosas deben ser esas lágrimas para él! (Sal 56:8). “Espere Israel en Jehová, porque en Jehová hay misericordia y abundante redención con él” (Sal 130:7). Sí: sobreabundante.

 

Simón

Su fría reacción resulta inquietante. El huésped –Simón, el leproso– había sido un testigo silencioso de la acción de María. A diferencia de los doce, parecía no importarle el asunto del derroche. Suposiciones aún más oscuras hallaban libre curso en su pensamiento, sincero como él era.

Aún no había aceptado a Jesús como al Salvador, si bien había acariciado la esperanza de que pudiera demostrar que era verdaderamente el Mesías. Impresionado tras haber experimentado una curación milagrosa de manos de Jesús, condescendía ahora a invitar al Galileo y a sus rudos seguidores a aquel encuentro social con el fin de demostrar su gratitud, pero siempre manteniendo a Jesús en un peldaño inferior de honor y dignidad con respecto a otros invitados a la fiesta. No le dio beso de bienvenida; no le ungió con aceite. Ni siquiera le ofreció agua para lavar sus pies: la mínima cortesía al uso en el Oriente Medio de aquellos días.

Mientras contemplaba el sublime espectáculo de un pecador arrepentido que secaba con sus cabellos los pies bañados por lágrimas del Salvador del mundo, Simón se hacía el oscuro razonamiento: “Si este fuera profeta, conocería quién y qué clase de mujer es la que lo toca, porque es pecadora” (Luc 7:39). ¡Gran dificultad, la que tiene el corazón lleno de justicia propia, para discernir las credenciales de la divinidad!

En la parábola mediante la cual quiso dar luz al pobre Simón, Jesús revela la lección de la gloria de la cruz que alumbra a todo corazón sincero que se detenga ante la magna escena:

“Un acreedor tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios y el otro, cincuenta. No teniendo ellos con qué pagar, perdonó a ambos. Di, pues, ¿cuál de ellos le amará más? Respondiendo Simón, dijo: Pienso que aquel a quien perdonó más. Él le dijo: Rectamente has juzgado” (Luc 7:41-43).

Siendo que Simón había inducido originalmente a María al pecado, era él quien debía los “quinientos denarios” (no los cincuenta). Poniendo en contraste la fría carencia de amor en Simón, con la ferviente devoción de María, Jesús reveló con delicadeza a su mente y corazón oscurecidos la sorprendente constatación de que el amor penitente de María debió ser con mucha mayor razón el suyo, siendo que “aquel a quien perdonó más” debe amar más.

¡Más que siete diablos habían estado atormentando a Simón! Él, el confiado de sí mismo, era poseído además por un octavo: el “demonio” de la justicia propia que escondía la presencia de los otros siete. Pero la luz que emanaba ahora de la cruz alumbró el corazón de Simón y le desveló su casi desesperada condición como pecador. Sólo la infinita compasión de Jesús lo salvó de una ruina final aún más estrepitosa que aquella de la que había salvado a María. Lo mismo que ella, pudo haber cantado el himno: “Cristo es mi amante Salvador”. ¿Puedes tú cantarlo?

¿Cuál es la razón...

...por la que algunos aman mucho, y otros poco? La parábola que Jesús presentó no tenía por objeto demostrar que los diferentes pecadores deberían sentir diferentes grados de obligación. Tanto Simón como María tenían una deuda infinita y eterna con el divino Acreedor. El amor de María, sin embargo, se debía al simple hecho de que ella se sabía pecadora y se sabía grandemente perdonada. A Simón se le había perdonado “poco” porque él pensaba que había pecado poco.

¿Se sentirá alguien en la tierra nueva superior a los demás? ‘¡Nunca cometí los errores de la gente común!’ ‘Yo venía de una buena familia, y siempre estuve del lado correcto’. ‘Los que me rodeaban sí que eran unos perdidos, de moral laxa, algunos de ellos hasta incluso adictos a las drogas’. ‘Yo siempre tuve una bondad natural, todo cuanto necesité fue un pequeño empujón de parte de Cristo, para entrar en el reino’.

¿Acaso no es esa más bien la mentalidad de los que se lamentarán “fuera”?

Si Pablo pudo llamarse a sí mismo el “principal de los pecadores”, ¿podemos nosotros hacer menos? ¡Cuánta luz puede arrojar la doctrina de la cruz al insensible corazón de Laodicea, la última de las siete grandes iglesias de toda la historia!

“Santos” tibios, llenos de justicia propia, van por detrás de publicanos y prostitutas que, como María, se arrepienten con lágrimas. “Muchos primeros serán últimos, y los últimos, primeros” (Mat 19:30).


 

12

La cruz y la perfecta semejanza
 con Cristo


(índice)

Las palabras de encomio que Jesús dedicó al acto de María se encuentran entre las más categóricas que pronunció jamás en ese sentido. “Ha hecho lo que podía”, dijo, dando a entender que no cabía hacerlo mejor. La expresión está impregnada del mismo sentido de aprobación que esta otra: “Bien, buen siervo y fiel”.

 

María, un modelo para todo cristiano

Su experiencia de amor penitente es el perfecto reflejo del sacrificio de Cristo en la cruz.

Con la fidelidad de un negativo fotográfico, su amor penitente era un reflejo exacto del amor de Cristo por el mundo. ¡Qué maravilloso, el que Jesús pudiera al fin encontrar a alguien a quien presentar como ejemplo de lo que él moriría por realizar!

Fue su comprensión de la cruz lo que permitió a María anticiparse a ungir el cuerpo de Jesús para la sepultura.

La “buena obra” de María consistió en “discernir el cuerpo del Señor”, eso mismo que el apóstol Pablo presenta como de vital importancia a fin de que podamos participar dignamente en la Cena del Señor (1 Cor 11:29).

Eso significa que el discernimiento de la cruz que tuvo María fue lo que hizo que Jesús la presentase como un modelo de la verdadera experiencia cristiana. “Dondequiera que se predique este evangelio en todo el mundo, también se contará lo que esta ha hecho, para memoria de ella”.

Cuando uno comienza a comprender la cruz, comienza en ello a comprenderse a sí mismo. María jamás habría llegado a hacer todo “lo que podía”, de no haber comprendido primeramente la verdad sobre sí misma. Aprendió a no tener un elevado concepto de su persona. Dispuesta a reconocer la triste realidad de su caso a fin de encontrar al Salvador, no resistió la convicción de estar poseída por “siete demonios”. Comprendió cuán ofensivo es el pecado, al oír cómo Jesús reprendía por siete veces a los demonios bajo cuyo control había estado su mente y corazón. Quien había caído más bajo en la transgresión, vino a ser el más noble ejemplo de cristianismo, tras reconocerse “el primero de los pecadores”. Tras haber vivido en él, pudo apreciar lo que significaba haber sido salva del infierno.

 

¡Nosotros no!

No creemos estar poseídos por tantos demonios como María. Y ello hace que nos sintamos inclinados a arrojar la primera piedra de desdén hacia su acto de arrepentimiento, negándole su condición de modelo para todo cristiano. Muchos cristianos respetables consideran el arrepentimiento de María como la norma solamente para prostitutas, publicanos y criminales. Un tipo de arrepentimiento mucho más formal y mesurado parece el adecuado para quienes no cometieron grandes pecados. Creen que necesitan sólo una pequeña fracción del profundo y abarcante arrepentimiento de María.

De forma superficial parecería que Jesús reconoce verdaderamente grandes diferencias entre las dimensiones del arrepentimiento que deben experimentar unos y otros. La ilustración que propone a Simón pone en contraste a quien debía cincuenta denarios, con aquel que debía quinientos. Se diría que algunos necesitan arrepentirse sólo una décima parte de lo que otros lo necesitan...

Pero no perdamos de vista el objetivo de la parábola que Jesús propuso. No era su intención enseñar que los dos deudores debieran sentir un grado diferente de agradecimiento. Ambos eran incapaces de pagar, y ambos estaban eterna e infinitamente en deuda por haber sido perdonados. Ambos debieran, pues, mostrar un arrepentimiento infinito. Cuando la Biblia afirma que “todos pecaron”, significa que todos pecaron igualmente (Rom 3:23). El pecado de los pecados, la raíz de todo pecado, es el amor hacia uno mismo (egoísmo), la frialdad del corazón, la incredulidad. Sólo a la luz de la cruz se puede desenmascarar la magnitud de su pecaminosidad. Todos nosotros debemos quinientos denarios. Nuestro problema es sencillamente que, como le sucedía a Simón, no nos hemos dado cuenta de ello. Es la razón por la que amamos tan poco, y es la razón por la que nuestra devoción es tan tibia.

De entre todos los problemas a los que Dios ha debido enfrentarse en todas las edades, ninguno ha sido tan difícil como el de la tibieza de la iglesia del último tiempo: Laodicea. El Dragón no podía haber inventado un arma más efectiva para vencer a la iglesia de Cristo de los últimos días (ver Apoc 12:17). De no ser por la genialidad verdaderamente infinita del amor, bien pudiera parecer imposible para Dios mismo el ganar esa batalla. ¡Cuán preferible debe ser una guerra “caliente” que una “tibia”!

Pero los recursos de su amor bastan para asegurar la victoria. Sus elegidos resultarán también librados de esa tentación casi irresistible.

Alguien puede preguntarse cuál es la base para sentirse tan…

 

Esperanzados

El propio relato de María y Simón provee esa seguridad. Por desesperado que pareciese el caso de María, poseída como había estado por siete demonios, la situación de Simón era aún peor. Él era un pecador mayor de lo que jamás lo fue María. La ceguera de Simón a su propia necesidad hacía que se sintiera complacido y en una situación de superioridad. Cuán fácilmente habría podido Cristo hacer lo que tan a menudo estamos inclinados a hacer: abandonar a Simón a sus propias tinieblas.

Pero no hizo así. Habiendo empleado todo esfuerzo para salvar a María, no dedicó menos a salvar a Simón de las garras de un orgulloso y frío corazón que estuvo a punto de sellar su destino eterno. Aún mayor que el milagro de echar fuera los siete demonios de María, fue su ministerio efectivo en favor del engreído aristócrata.

Simón se veía ahora en una nueva luz. Comprendió lo que había hecho a María. (La convicción de que fue precisamente Simón quien había arruinado la vida de María ha sido sostenida desde hace siglos por devotos estudiantes de la Biblia. La parábola propuesta por Jesús, relacionándolo con María, lo sitúa como el deudor que debía los quinientos denarios, y apoya tal interpretación). Cristo pudo haberlo aplastado mediante el ridículo y la condenación, pero su tacto y sensibilidad al mostrarle la verdad ganaron su corazón. La evidencia nos hace creer que un tal amor divino no le fue otorgado en vano.

¡Cuánto necesitamos hoy al que obró esos milagros en Betania!

 

El amor de María y la “perfecta” experiencia cristiana

Habiendo visto que el profundo arrepentimiento de María es verdaderamente lo preceptivo en cada caso (el modelo para todo cristiano), consideremos ahora la forma en que el amor que la llevó al arrepentimiento fue el correspondiente a un cristiano modélico. Despertar en el corazón humano un amor tal es el gran objetivo de Cristo en su ofrenda del Calvario. La cruz satisfizo todas las demandas legales de una ley quebrantada, pero obró también milagros en los corazones humanos.

Rara vez se ha discernido con claridad esa gloria de la cruz. Demasiado a menudo el concepto que se tiene del sacrificio del Calvario es el de una maniobra judicial que responde a la divina sed de venganza, el de una penalidad pagada de forma vicaria, algo así como una ofrenda hecha con el objeto de aplacar la ira de un Dios ofendido, o bien de satisfacer su fría e implacable demanda de justicia. La cruz es percibida como una tormenta espiritual en la que los rayos que la ira divina tenía reservados para el pecador, caen inofensivamente sobre la tierra.

Dios es entonces malinterpretado como siendo un Juez ofendido que encuentra satisfacción a su necesidad de venganza en las crueldades infligidas a su Hijo en el Calvario. Mediante el sufrimiento “vicario” del Hijo, puede el Padre perdonar a quienes se aplican las provisiones legales de una extraña transacción llamada “expiación”. Los intentos por explicar un procedimiento con tal carga de legalismo suelen requerir una terminología inusualmente compleja.

No es maravilla que la doctrina de la expiación, al ser presentada de ese modo, deje a muchos en la indiferencia. No despierta la gratitud, la contrición y el amor; solamente una sensación de seguridad personal muy semejante al alivio que uno siente tras haber firmado por fin la póliza de seguros destinada a protegernos de algún riesgo.

Un concepto así es absolutamente incapaz de inspirar un amor sublime como el que motivó a María. Todo cuanto puede producir es una mediocre y tibia devoción -en el mejor de los casos-. Lo que se necesita para reproducir en cada creyente la intensa devoción que caracterizó a María, es permitir que brille la verdad de la cruz en las oscuras habitaciones de nuestro corazón:

María no es una persona aislada: representa a la iglesia.

No hay diferencia entre su naturaleza humana y la nuestra.

Dada su comprensión de la cruz, está a nuestro alcance conocer en plenitud las dimensiones de su gratitud y amor.

El evangelio no ha perdido nada de su poder. Liberado de la confusión del error, cumplirá de nuevo en millones de corazones humanos la misma gloriosa obra que realizó en el corazón de María.

Esa promesa se descubre en la sorprendente profecía de Apocalipsis 18:1-4, en la que un ángel desciende del cielo para alumbrar la tierra con su gloria, y una voz celestial que penetra hasta lo más profundo de las conciencias de cada ser humano, dice: “Salid de ella [Babilonia], pueblo mío”.

 

“Santos” airados

Pero un amor tan intenso como ese ha de sufrir la airada oposición de los “santos”. El drama de Betania ilustra el constante conflicto secular. Al despreciar el amor de María, los discípulos se estaban sumando al mundo en su desprecio por el fervor en el servicio a Cristo. Si Cristo no hubiese intervenido personalmente, María habría acabado desfraternizada.

Hasta el día de hoy sigue resultando demasiado fácil para los modernos discípulos de Cristo caer en el mismo esquema de condenación de la experiencia cristiana modélica. Allí donde aparezca una devoción inusual hacia Cristo, un amor inusual, una contrición inusual, una visión espiritual inusual, surgirá invariablemente alguien (como sucedió con Judas) que lo repudie, señalándolo como fanatismo. Nunca faltan quienes asienten con el primero en su indignación: el equivalente actual a los “once” ciegos seguidores de Judas.

“No seas demasiado justo... no seas demasiado malo” (Ecl 7:16-17). Ese texto ha sido erróneamente citado e interpretado, hasta el punto de que el mundo ha resultado animado por la iglesia a no ver el mal como malo ni el bien como bueno, y a percibir la devoción ferviente como menos recomendable que un compromiso a medio camino. Los alcohólicos, maleantes y prostitutas son implacablemente condenados, situándolos en la misma categoría que aquellos cuya ardiente devoción los mueve -tal como sucedió con María- a una expresión que se aparta de lo rutinario.

Los doce discípulos participaron en Betania del mismo espíritu mundano, al condenar como fanático ese amor que Jesús aceptó como el verdadero modelo para sus seguidores. En estos postreros días, ¿no sería el colmo de las tragedias que cayéramos en el mismo error de condenar como fanatismo la devoción del corazón que deriva de comprender y apreciar el amor de Cristo derramado en la cruz?

La nobleza del sacrificio de María constituye…

 

La experiencia cristiana modélica

La “buena obra” de María hacia el Salvador fue algo muy distinto a una obra “útil”, en el sentido de meritoria. El término griego empleado (kalos) denota belleza y nobleza, de exquisita cualidad moral.

¿Dónde radica la excelencia de la acción de María? En su motivación, absolutamente ajena a cualquier expectativa de recompensa. Lo había sacrificado todo para adquirir aquel frasco de alabastro con el perfume, sin estar movida por deseo alguno de recibir la alabanza o aprobación del Salvador. Ningún interés egoísta por el reconocimiento de su acto manchó la pureza y fervor de su devoción. El amor que la movió a la acción trascendió a la fe y a la esperanza, demostrando en ello que el amor es verdaderamente “el mayor de” los tres (1 Cor 13:13).

Al respecto, María constituye el cristiano modelo. La devoción por Cristo no puede brillar en su plenitud y pureza cuando la motivación subyacente es el temor al castigo o la esperanza de recompensa. Si le servimos movidos por aquello que queremos conseguir, o con la intención de escapar al castigo, somos legalistas en su más pura esencia. De hecho, estar “bajo la ley” es obedecer a la compulsión de la búsqueda del propio beneficio, aun si la recompensa se encuentra más allá de esta vida. “Si por la Ley viniera la justicia, entonces en vano murió Cristo” (Gál 2:21).

Esta es la convicción de Pablo, expresada en lenguaje actual: ‘Si la auténtica fidelidad y bondad pueden ser inducidas por el interés de recompensa o por el temor al castigo, entonces la cruz del Calvario está de más’. “No desecho la gracia de Dios”, insiste. La Cruz, o bien lo es todo, ¡o no es nada! La fe no es una escalera para escapar del incendio; no es un plan de seguridad social glorificado, que apela al egoísmo natural del alma humana para adherirse a él.

El principio de la cruz nada tiene que ver con una buena transacción, con un negocio inteligente en el que calculamos la conveniencia de sacrificar algo (la felicidad presente) de valor inferior a lo que esperamos obtener en un futuro. No es nada parecido a una ganga a largo plazo. Las Escrituras no presentan la salvación como una expectativa de beneficios mediante el negocio de la “fe”. La salvación es ciertamente un bien, un bien infinito, una tremenda ganancia más allá de todo posible cálculo; pero la fe, profetizando sólo “en parte”, tiene sus ojos cerrados a medida que se dirige a la cruz, y sólo el amor (agape) nos permite ver más allá de las tinieblas actuales (1 Cor 13:9-13).

Todos hemos de ser probados más tarde o más temprano, a fin de determinar si nuestra fe es meramente una búsqueda de la satisfacción del yo. En la hora de prueba final sólo el amor asumirá el liderazgo, y tanto la fe como la esperanza le serán subsidiarias. En verdad, “el mayor de ellos es el amor”.

Permitamos que la gracia efectúe su obra perfecta. ¡Estemos preparados para la prueba final!

 

La finalización de la obra del evangelio en todo el mundo

Sólo un amor como el de María permitirá la superación del mayor problema al que se enfrenta la iglesia: la tarea de proclamar el evangelio a todo el mundo, de forma que todos sean conscientes de sus demandas y sean emplazados a la necesidad de hacer una elección inteligente en cuanto a creerlo o rechazarlo. Esa obra ha de ser completada antes que tenga lugar el esperado retorno de Jesús. “Será predicado este evangelio del Reino en todo el mundo, para testimonio a todas las naciones, y entonces vendrá el fin” (Mat 24:14).

Personas sinceras han luchado por generaciones con el problema. A pesar de los mejores esfuerzos de todas las iglesias, lo cierto es que cada generación que pasa deja una mayor obra por efectuar. Al ritmo actual de progreso de la obra nacen muchas más almas de las que pueden alcanzar los esfuerzos combinados de todas las iglesias por presentarles un conocimiento convincente del evangelio.

Es pues comprensible que hombres sinceros se hayan esforzado por descubrir formas y maneras de acelerar esa obra divinamente señalada. Ha habido comités que han diseñado toda clase de campañas y programas, apoyándose en la mejor y última tecnología disponible, incluyendo la radio, televisión, satélite y por supuesto, Internet.

¿Pudiera ser que el sacrificio de María nos estuviera señalando el método que va a ser por fin eficaz? Hay varias lecciones que podemos hoy aprender:

 

1. La originalidad del método. Nos maravilla aún hoy. Fue absolutamente inusual. ¿A quién se le podría haber ocurrido acelerar la obra del evangelio a base de traer “un frasco de alabastro de perfume... preciosísimo” y derramarlo sobre los pies de Jesús para después, en tímida confusión, lavar sus pies con lágrimas y secarlos con lo que hubiera más a mano (sus largos cabellos)? ¡Qué irreflexiva y descuidada! ¡No haber hecho provisión de una toalla!

Los que la criticaban juzgaron que había actuado torpemente. Ningún comité de corazón frío imaginó jamás una “buena obra” como la realizada por María. Apreciamos aquí la ingenuidad del verdadero amor, inagotable en recursos. Sólo el corazón arrepentido puede albergar un amor contrito capaz de imaginar las nuevas formas y maneras que logren finalizar la obra de Cristo en la tierra. Ese evangelio del que Jesús habló al ensalzar el acto de María, no puede ser predicado al mundo entero si se lo priva del genio inventivo de su amor. Los estériles intentos formalistas son la compañía inseparable de la tibieza, y el extremismo irreflexivo y fanático es la otra cara de la misma moneda: la moneda del egocentrismo. Por contraste, el corazón contrito es el compañero inseparable del amor fructífero. Funcionará. Y una vez puesto en marcha, la obra será pronto terminada.

 

2. El carácter profético del amor de María. Los discípulos habían recibido cumplida instrucción a propósito de cómo se aproximaba el Salvador a su muerte y entierro, pero eran incapaces de asimilar la realidad del hecho. Sólo María llegó a discernir el significado de lo que estaba por ocurrir. Descifró el futuro con una intuición mucho más profunda que la de cualquiera de los doce. Instruida por el infalible impulso del amor, se había “anticipado a ungir [su] cuerpo para la sepultura”. Como apuntó Alexander Bruce, estamos ante la presciencia que caracteriza al amor divino.

En el ejercicio de esa apreciación profética, ¿representa María a la iglesia, o sólo a unos pocos individuos en ella? ¿Es la voluntad del Señor que a cada uno le sea finalmente impartida una apreciación como la de María?

El Antiguo Testamento contiene una inspirada oración que está aún pendiente de respuesta. Setenta hombres elegidos de Israel fueron congregados alrededor del tabernáculo a fin de compartir el don profético que le fue otorgado al fatigado Moisés. El Señor “tomó del espíritu que estaba en él, y lo puso en los setenta hombres ancianos. Y en cuanto se posó en ellos el espíritu, profetizaron”.

Entonces sucedió algo que no estaba previsto. Dos hombres que no estaban reunidos con el grupo oficial recibieron también el mismo espíritu “y profetizaron en el campamento”. Un mensajero excitado corrió a informar de aquella irregularidad -de aquella circunstancia extraoficial- a Moisés y a Josué. Josué reaccionó con indignación: “Señor mío, Moisés, no se lo permitas”.

Pero Moisés tenía una comprensión más profunda del alcance de ese don profético prometido a la iglesia: “¿Tienes tú celos por mí? Ojalá todo el pueblo de Jehová fuera profeta, y que Jehová pusiera su espíritu sobre ellos” (Núm 11:24-29). Joel añade que en los últimos días el Señor derramará “su espíritu sobre todo ser humano” (2:28). El tan ansiado don del Espíritu será entonces restaurado en la iglesia.

Con total certeza la experiencia de un amor como el de María extendiéndose en la iglesia significará la reproducción de su vislumbre profética como fruto del amor. Cuando el perfecto amor eche fuera el temor, erradicará también la desunión. Todos los que participen de un mismo Espíritu, conocerán la infalible “unidad del Espíritu en el vínculo de la paz” (Efe 4:3-4). Todos reconocerán la verdad debido a que es verdad, no debido a que un portavoz autoritario la reconoció en lugar de ellos, excusándolos así de la necesidad de ejercer el discernimiento. La oración de Moisés será entonces contestada.

 

 3. El poder del amor, paralizado por la tibieza. El amor habita en una cámara secreta del alma, accesible solamente a través del pasillo de la contrición. Y este, a su vez, sólo puede ser accedido por el camino de la cruz, donde el yo está crucificado con Cristo.

Por lo tanto, la tibieza de Laodicea resulta ser un rechazo –sin duda inconsciente– al principio de la cruz.

Puesto que sólo el amor es capaz de esa penetrante visión profética, y dado que el amor resulta frustrado por la tibieza, los dones del Espíritu han de permanecer latentes y dormidos hasta que despierte el amor. La oración de Moisés indica que es el plan de Dios conducir a su pueblo “a la libertad gloriosa de los hijos de Dios” (Rom 8:21). Entonces cada “María” se “anticipará”, no ya a ungir su cuerpo para la sepultura -como supo hacer ella en su día- sino a prepararle una corona. El amor sabrá exactamente qué hacer, y sabrá hacerlo en el momento oportuno.

4. La ofrenda de María y los cálculos de Judas. “¿Para qué este desperdicio de perfume? Se podía haber vendido por más de trescientos denarios”. Todo cuanto Judas podía ver eran estadísticas. Nosotros también nos obsesionamos con ellas demasiado a menudo.

Pero no hay computadora capaz de evaluar en términos numéricos el amor de María. Todo intento por “digitalizarlo” revela ignorancia acerca de la naturaleza del mismo. El simple relato de Betania basta para condenar los intentos de cuantificación del amor mediante hojas de cálculo. El amor trae su ofrenda con lágrimas, no con cifras y ratios.

En la terrible tensión de los eventos de los últimos días, la forma más segura de que la iglesia pierda su camino es sintiéndose satisfecha con evaluar su progreso según los métodos cuantitativos propios de la profana gestión empresarial, según el porcentaje de incremento numérico año tras año. Nuestro evangelismo ha de pasar por el corazón contrito que caracterizó a María. ¡Dios otorga el don! En la conmovedora historia de María obtenemos respuesta a una cuestión que asienta en el corazón de muchos.

 

5. ¿Qué es “justicia por la fe”? “Justicia” o “rectitud” no es nada que haya de causar perplejidad. Aunque no está a nuestro alcance ver a Cristo en la carne, su representante en la tierra -el Espíritu Santo- imparte al alma humana un concepto vívido de dicha justicia. “Y cuando él [el Espíritu Santo] venga, convencerá al mundo... de justicia, por cuanto voy al Padre y no me veréis más” (Juan 16:8-10). La verdadera definición de “justicia” es semejanza con el carácter de Cristo.

El problema radica en cómo alcanzar ese ideal de justicia o rectitud. La Biblia afirma que el “cómo” es por el camino de la fe.

 

¿Qué es fe?

Las respuestas dadas a esa pregunta crucial son muchas y contrapuestas. Unos dicen una cosa, y otros, otra. ¡Si el Señor nos hubiera dicho en términos sencillos y comprensibles en qué consiste la fe! “Dondequiera que se predique este evangelio en todo el mundo” el acto de amor de María proporcionará la verdadera comprensión de esa gran palabra: FE.

De forma ocasional, Jesús elogió cálidamente la fe de algunas personas a quienes sanó. Pero su elogio de la fe de María pone el sello de la perfección a la progresivamente más concreta definición de “fe”.

Jesús había dicho al endurecido Simón: “Sus muchos pecados le son perdonados, porque amó mucho” (Luc 7:47). Queda claro que María amó mucho debido a su reconocimiento de que le había sido perdonado mucho.

Sin embargo probablemente sintió, como ha sucedido a muchos desde entonces, que le faltaba fe. ¿De qué serviría ese amor sencillo, ese corazón contrito, sin la virtud superior de la fe, única que es capaz de mover montañas? Sin duda María se sabía la última en el reino de los cielos.

Imagina su sorpresa cuando Jesús identificó su propia definición con la experiencia del corazón contrito de ella, al decirle: “Tu fe te ha salvado; ve en paz” (vers. 50).

No es con la fría mente, sino con el corazón contrito, como “se cree para justicia” (Rom 10:10).

Sea lo que fuere la fe en su abarcante inclusión de toda virtud, incluyendo la confianza, el aferrarse a las promesas de Dios, el valor, la fidelidad o la convicción en las verdades doctrinales, tiene siempre un denominador común: la profunda y conmovida apreciación del amor de Cristo revelado en el Calvario.

La fe es la respuesta humana al amor divino. ¡Tal es la lección que nos enseña el relato! Lo que “vale” es, por encima de todo, “la fe que obra por el amor” (Gál 5:6).

Mira al Calvario. A menos que elijas pisotear a Cristo crucificado, a menos que te alistes con el gran rebelde crucificándolo de nuevo, tu sincero corazón responderá con la misma fe. Esa respuesta es algo tan seguro como la existencia del universo. ¡Dios ha empeñado la permanencia y honor de su trono en la certeza de ello!

¿Está naciendo en ti esa respuesta? ¿Está luchando por manifestarse? Es gracias a “la medida de fe que Dios repartió a cada uno” (Rom 12:3). Tal es la semilla que él implanta en todo corazón humano, incluyendo el tuyo. Si le permites enraizarse, si te abstienes de arrancarla o de asfixiarla hasta hacerla morir, te transformará en la persona que deseas ser.

Hablando de su cruz, Cristo dice: “A todos atraeré a mí mismo” (Juan 12:32). Te atrae activamente, toma repetidamente la iniciativa, persiste a pesar de tu resistencia, y a pesar de que te quedaste atrás.

Entrégate a él, y conocerás el milagro que la fe de un pecador arrepentido hace posible. Ese prodigio es la prenda que demuestra la veracidad de toda promesa divina, del cumplimiento de cada uno de tus sueños. Es “la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve” (Heb 11:1).

Entrégate a Dios, y conocerás certeramente su realidad. La cruz te la reveló.

 

¡Quien me diera un corazón que te alabe!
Un corazón libre de pecado,
un corazón sensible a tu sangre,
derramada tan generosamente en mi favor.

Un corazón con nuevos pensamientos,
lleno del amor divino,
perfecto, puro, recto y fiel.
¡Un corazón que sea el reflejo del tuyo!

Charles Wesley          



 

13

¿Qué fue lo que efectuó la cruz de Cristo?

(índice)


Un tema crucial

No hay ninguna duda en cuanto a la autenticidad de la muerte de Cristo sobre la cruz:

·       “Derramó su vida hasta la muerte”: un sacrificio infinito (Isa 53:12).

·       Entregó la totalidad de cuanto era y tenía. Como quien pone el vaso boca abajo para hacer caer hasta la última gota, contrajo el compromiso de despojarse de todo cuanto le era de valor, incluida su propia vida (Fil 2:5-8).

·       Sufrió la “maldición” de Dios, que es la total condenación del Cielo (Gál 3:13).

·       Es así como experimentó “la [segunda] muerte por todos” (Heb 2:9).

·       “Se dio a sí mismo por nuestros pecados”, sin retener nada (Gál 1:4).

·       Descendió hasta el fondo del abismo para rescatarnos (Sal 16:10; Hech 2:25-27).

·       ¡Así de grande fue su amor (agape)! (1 Juan 4:9-14).

Sin embargo, aun sabiendo eso, durante años no podía evitar estas preguntas: ¿Qué logró Cristo en la cruz? ¿Fue su sacrificio un auténtico éxito? ¿Quizá logró Satanás impedir o frustrar parcialmente lo conseguido por Cristo?

Personas más sabias que yo han luchado con preguntas similares durante siglos. Pero alguien me ayudó a encontrar una respuesta en Romanos 5:15-18, que parecía hablar del sacrificio de Cristo como del triunfo más maravilloso que quepa imaginar:

“El don no fue como la transgresión, porque si por la transgresión de aquel uno murieron muchos, la gracia y el don de Dios abundaron para muchos por la gracia de un solo hombre, Jesucristo. Y con el don no sucede como en el caso de aquel uno que pecó, porque ciertamente el juicio vino a causa de un solo pecado para condenación, pero el don vino a causa de muchas transgresiones para justificación. Si por la transgresión de uno solo reinó la muerte, mucho más reinarán en vida por uno solo, Jesucristo, los que reciben la abundancia de la gracia y del don de la justicia. Así que, como por la transgresión de uno vino la condenación a todos los hombres, de la misma manera por la justicia de uno vino a todos los hombres la justificación que produce vida” (Rom 5:15-18).

¿Es posible imaginar mejores nuevas que esas? Pues lo cierto es que no todos las aceptan. Algunos creen adivinar letra pequeña entre líneas. A mí me pareció que Pablo quiso decir sencillamente lo que dijo; sin embargo, a lo largo de los siglos, más de uno ha intentado “explicar” lo escrito por Pablo, de forma que pudiera evitarse entender lo que a mí me parecía tan evidente y sencillo a partir del texto. Estos son algunos de los intentos:

 

1. Calvinismo

Dicho en lenguaje llano: ‘No fue la intención de Cristo morir por “todos”’. De hecho, algunos de sus portavoces prominentes han afirmado con franqueza que Cristo ni siquiera amó a “todos”. Amó hasta la muerte solamente a un grupo especial conocido como los “elegidos”.

La idea consiste en que Dios ha predestinado a algunos a salvarse; y debido a que esa es su “voluntad soberana”, ni siquiera ellos mismos pueden hacer nada para resistir el propósito divino. Van al cielo, lo quieran o no.

En cierto sentido podría parecer razonable. Los calvinistas estrictos se ven forzados a adoptar esa posición debido a su comprensión de la irresistible “soberanía” de Dios: si él decide algo, el hombre no puede oponerse. Para ellos, la oración modelo debiera entenderse así: ‘Es hecha tu voluntad en el cielo como en la tierra’.

 

La otra cara de la moneda

Se trata de una doble predestinación, pues lo anterior implica que Dios ha predestinado a la perdición al resto de las personas, por más que deseen salvarse y luchen por ello. Crecí en una iglesia que sostenía ese punto de vista. Son buenas nuevas si es que tú eres uno de los afortunados, pero si no... ¡fatales nuevas, contra las que nada puedes hacer!

Pero al comenzar a leer por mí mismo la Biblia, descubrí lo que parecían ser noticias mucho mejores:

La última página de la Biblia contradice esa visión distorsionada sobre Jesús. Me llenó de ánimo leer las palabras: “El Espíritu y la Esposa dicen: ‘¡Ven!’ El que oye, diga: ‘¡Ven!’ Y el que tiene sed, venga. El que quiera, tome gratuitamente del agua de la vida” (Apoc 22:17). No es una vana fórmula de cortesía. ¿Te incluye a ti, ese “el que quiera”? -Sí: ¡estás invitado!

Jesús prometió: “Al que a mí viene, no lo echo fuera” (Juan 6:37). “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar... porque mi yugo es fácil y ligera mi carga” (Mat 11:28-30). Cuanto más pensaba en ello, más me convencía de que el evangelio es realmente muy buenas nuevas. ¿Ha escogido Dios realmente a todos a fin de que sean salvos?, ¿a todo el que “venga”?

Isaías escribió: “¡Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra!” (Isa 45:22). La única forma posible de quedar excluido de esa invitación sería escapar de los términos de la tierra…

Descubrí entonces 16 ocasiones en las que aparece en primera persona de plural el pronombre “nuestro”, “nosotros”, “nos” (o sus equivalentes) con el evidente significado de “todos”, puesto que somos “todos nosotros” quienes hemos pecado: “Ciertamente llevó él nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores... él fue herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados. Por darnos la paz, cayó sobre él el castigo, y por sus llagas fuimos nosotros curados. Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros”. Con toda seguridad, eso me incluye a mí y también a ti.

Vi entonces Juan 1:29: “¡Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!” Puesto que ninguno de nosotros venimos de otro mundo, ha de tratarse de que quita nuestro pecado.

Juan 4:42 afirma que el verdadero título de Cristo es el de “Salvador del mundo”, no el de Salvador de cierta clase afortunada. No me quedaba otro remedio que aceptar que yo era parte de ese “mundo”. Eso no anula el hecho de que tenemos libertad de elección y de que podemos rechazarlo, tal como muchos hacen.

¿Cómo podía cuestionar Juan 3:16, que dice que “de tal manera amó Dios al mundo”, y “para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna”? ¿Podría haber “letra pequeña” en alguna parte? ¿Y si Dios no hubiera dotado a algunos con la capacidad de “creer”? Romanos 12:3 respondía a esa cuestión, al señalar “la medida de fe que Dios repartió a cada uno”.

Si es así, ¿quién se perderá finalmente? Juan 3:17-19 responde: “El que no cree ya ha sido condenado... y esta es la condenación: la luz vino al mundo, pero los hombres amaron más las tinieblas que la luz”. La implicación de Juan 5:40 es que sólo los que no quieren venir a él se perderán (ver también Mar 16:16).

Me impresionó lo dicho por Jesús en aquella cena: “Mi sangre... que por muchos es derramada para perdón de los pecados” (Mat 26:28). ¿Quiénes son los muchos? Puesto que todos pecaron (Rom 3:23), Cristo debió derramar su sangre por los mismos “todos”. Dijo: “Todo aquel que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna... el pan que yo daré es mi carne, la cual yo daré por la vida del mundo... si no coméis la carne del Hijo del hombre y bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros” (Juan 6:40, 51 y 53). Es un don universal. Leí entonces cómo Pablo se refirió a algunos que “comerían” en incredulidad, “sin discernir el cuerpo del Señor” (1 Cor 11:29). Resultaba evidente que Pablo creía que Cristo había hecho algo en favor de todo ser humano, no arbitrariamente en favor de los “elegidos”.

Leí después 1 Timoteo 4:10: Cristo es “el Salvador de todos los hombres, mayormente de los que creen”. ¡Cada uno puede pensar en Cristo como quien es ya su Salvador! Parecía firme la convicción de que Cristo cumplió algo en su cruz, que se aplica a “todos los hombres” sin excepción posible. Me recordó la letra de un himno:

 

La escena cambió una vez más,
me pareció contemplar la tierra nueva.
Vi la Santa Ciudad junto al mar en calma.
La luz de Dios iluminaba sus calles.
Sus puertas estaban abiertas de par en par.
Todo el que lo deseaba, podía entrar.
A nadie se le cerraban las puertas.

 

¿Podría ser el “evangelio eterno” una buena nueva como esa? Efectivamente, ya que 2 Timoteo 1:10 afirma: “Nuestro Salvador Jesucristo, el cual quitó la muerte y sacó a luz la vida y la inmortalidad por el evangelio”. ¿Cómo es entonces que los cementerios están llenos? Tenía que tratarse de la segunda muerte. Efectivamente: cuando Cristo murió, “quitó” la muerte segunda o definitiva, porque la sufrió. El lago de fuego nunca fue preparado para los hombres, sino “para el diablo y sus ángeles” (Mat 25:41). Los humanos que se precipiten allí, lo harán sólo por haber despreciado la liberación que Cristo les trajo ya, y de ahí su exclamación: “Todos los que me aborrecen, aman la muerte” (Prov 8:36).

El primer capítulo de Efesios me dio gran aliento:

“El Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo ... nos escogió en él antes de la fundación del mundo ... nos predestinó para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad ... en él tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia, que hizo sobreabundar para con nosotros en toda sabiduría e inteligencia” (3-8).

¿Quién es el “nosotros”? Cuando, en las orillas del Jordán, el Padre rodeó con sus brazos a su Hijo Jesús, abrazó también a la raza humana y nos adoptó “en él”.

Volviendo a lo escrito en Romanos 5:15-18, hay un segundo intento de explicación de esas buenas nuevas. Realmente no es una explicación, sino una conclusión errónea:

 

2. Universalismo

Se trata de una reacción contra el calvinismo, e insiste en que finalmente Dios llevará a todo ser humano al cielo, de forma que nadie resultará perdido, ni siquiera los más persistentemente malvados y rebeldes.

Pero la Biblia afirma lo contrario. Dios quiere que todos los hombres sean salvos (1 Tim 2:3-4), pero en otros lugares Pablo se ve obligado a constatar la triste realidad de que muchos rehusarán la salvación (2 Tes 1:8-9; 2:8-10). Por consiguiente, por más que deseáramos que todos fuesen salvos por fin, la Biblia no nos autoriza a albergar esa idea. Apocalipsis señala a multitudes cuyo “número es como la arena de la mar”, que perecerán finalmente; no porque Dios los haya rechazado, sino porque no quisieron recibir el don que él les dio ya “en Cristo” (Apoc 20:8-15).

Queda aún una tercera explicación de las buenas nuevas en esos textos, y ciertamente no está libre de problemas:

 

3. Arminianismo

Es una doctrina protestante muy respetada, según la cual la expresión “todos los hombres” —de Romanos 5— se refiere sólo a los que creen y obedecen. Apareció como una reacción contra el calvinismo, dado que la doctrina de la doble predestinación parecía producir tanto arrogancia como desesperación. John Wesley conoció a personas que estaban tan desesperadas creyéndose predestinadas a la perdición, que se abandonaron a la desesperanza; y otras, creyéndose parte de los “elegidos”, se entregaban al pecado con desenfreno, seguros de su salvación. El arminianismo intentó luchar por restablecer el camino de la verdad.

Efectivamente, Dios desea que todos sean salvos. Cristo murió por todos, decía el arminianismo; todos pueden ser salvos. Y Cristo murió a fin de hacer provisión para que todos pudieran ser salvos, pero lo que cumplió fue sólo provisional. En la práctica implica un monumental “a condición de que...”

¿Podría esa doctrina esconder un talón de Aquiles? Si Cristo no cumplió realmente nada para nadie a menos que uno tome la iniciativa de creer y obedecer, entonces, para efectos de todos los que se pierdan, es como si nunca hubiera muerto en la cruz. Pagarían finalmente con su muerte la deuda de sus propios pecados, y jamás podrían atestiguar la verdad de 1 Juan 2:2: “Él es la propiciación por nuestros pecados, y no solamente por los nuestros, sino por los de todo el mundo”.

La implicación sería que al morir su segunda muerte, los malvados no le deben nada a Dios. Pagaron su deuda al morir, y con su acción saldaron la cuenta. Cumplen así el propósito final de la karma hindú: pagan, y no necesitan salvador.

 

¿Cumple eso la voluntad de Dios?

Mi conciencia me impelía a preguntarme: ¿Acaso no pagó Jesús verdaderamente en favor de todos? ¿No cargó Jehová en él el pecado de todos nosotros?

Algunos de entre quienes aceptan esa reverenciada doctrina, admiten que no existiría la vida en nuestro planeta a menos que Cristo hubiera muerto por todos. Están dispuestos a aceptar que nuestra vida física es sólo posible gracias al sacrificio de Cristo. Ahora bien, los animales se benefician de idéntico privilegio, de forma que según eso Cristo no cumplió nada en favor de la raza humana, que no cumpliera igualmente en favor de los animales, excepto si tomamos esa iniciativa de capital importancia: creer y obedecer. Lo que hizo resulta ser meramente provisional; no más que una oferta condicional.

Y ciertamente, la salvación eterna es una oferta. Pero ¿es solamente eso? ¿Por qué en Romanos 5 no se nombra la “oferta” y se insiste repetidamente en el “don”?

 

Inquietante

¿No merece la cruz de Cristo más honor y gloria que esos? ¿No es acaso cierto que toda la felicidad que cada ser humano disfruta en este planeta es también la compra de su sacrificio? ¿No fue Jesús mismo quien dijo: “He venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia”? (Juan 10:10).

Muchos de los que se pierdan habrán “vivido en deleites”; se habrán “vestido de lino fino, púrpura y escarlata”, se habrán adornado “de oro, piedras preciosas y perlas” (Apoc 18:7 y 16). Tanto si creemos como si no lo hacemos, “ciertamente llevó [Cristo] nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores”: los de todo ser humano. De esa forma la vida abundante que hoy gozamos creyentes y no creyentes es la compra de su sangre. “Por darnos la paz cayó sobre él el castigo, y por sus llagas fuimos nosotros curados... Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros” (Isa 53:4-6). Ni un solo incrédulo ha gozado de un placer en la vida, de no ser porque Cristo sufrió una pena y castigo en correspondencia.

¿Pudiera ser que Cristo no hubiera dado nada a los incrédulos, que no hubiera dado también a los animales? ¿Pudiera ser que no tratara a los humanos en correspondencia con su condición de seres moralmente libres a menos que creyeran y obedecieran primero? ¿Es el “don” al que se refiere Romanos 5:15-16 una mera “oferta”? ¿No obtenemos nada a menos que tomemos la iniciativa? Si un amigo te ofrece algo pero no te lo da, entonces no estás en deuda con él: no te dio nada. Supones su buena voluntad, pero no tienes todavía “algo” por lo que agradecerle; no le debes nada. La propaganda de las instituciones financieras está plagada de ofertas, pero no de dones. Todo es meramente provisional.

 

La conclusión lógica

Según el arminianismo es inevitable la conclusión de que es nuestra recepción de lo que Cristo ofrece, lo que lo convierte en un “don”. De no darse esa condición, no ha hecho por nosotros nada, excepto ofrecernos algo, mostrar una intención positiva y dejarnos vacíos de todo sentimiento de real gratitud por un don dado. Siendo así, nos atribuimos una parte significativa en nuestra propia salvación. Comencé a preguntarme: ¿Tendrá eso algo que ver con la tibieza que caracteriza a la iglesia (Laodicea) del último tiempo?

El arminianismo fue algo muy positivo, en tanto en cuanto respondía de forma contundente al calvinismo, pero cuanto más pensaba en él, más lejano me parecía del pleno significado de la verdad que los apóstoles predicaron. Dios dio a su Hijo amado; no ofreció darlo. Cristo murió por nosotros; no ofreció hacerlo. De hecho, derramó su sangre “una vez para siempre” para redimirnos. No es meramente que ofreció derramarla. No necesita derramarla cada vez que un incrédulo se hace creyente. Aquellos que por fin lleguen al cielo, dirán: ‘Gracias, Jesús, por todo lo que hiciste por nosotros. Lo debemos todo a ti’.

Pero si el arminianismo está en lo cierto, entonces los salvos podrían decir: ‘Gracias, Jesús, por tu generosa oferta. Ahora bien, no recibimos nada hasta que nosotros dimos el paso en la buena dirección, a fin de hacer efectiva la oferta. Hicimos nuestra parte, por eso estamos aquí’. No hay duda de que encontramos ahí salvación por fe, más salvación por obras.

¿Podría esa idea confusa de lo que sucedió en la cruz de Cristo constituir la raíz oculta de la falta de celo que aflige a la iglesia en todo el mundo? Una doctrina tal ha de ejercer necesariamente una influencia, aunque sea de forma involuntaria.

Por último, ¿qué ocurre con los perdidos al fin, confrontados ante el trono del juicio? ¿Se perdieron por no haber sido lo suficientemente inteligentes como para aceptar una oferta? ¿O bien fue porque rechazaron voluntariamente un don que les había sido ya dado?

Consideré por fin una cuarta alternativa que parecía pura verdad evangélica.

 

4. Cristo hizo algo por toda persona

La Biblia parece dejar claro que los perdidos comprenderán por fin que Cristo les dio “en él” mismo el don de la justificación y salvación, si bien ellos lo desecharon. Hizo tanto por ellos, como por aquellos que fueron salvos. Fue la incredulidad de ellos lo que significó la pérdida de sus almas; no una incredulidad de tipo meramente pasivo, sino la negativa consciente al arrepentimiento y a ser reconciliados con Dios. Los perdidos no sólo descuidaron con indolencia “una salvación tan grande”. La palabra griega significa que la “tomaron a la ligera”, la desdeñaron (Heb 2:3; Mat 22:5). Quisieron persistir en la rebeldía.

El problema se puede reducir a una sencilla pregunta: ¿Pagó Cristo realmente la deuda por el pecado de todo ser humano?

 

La Escritura lo afirma así con rotundidad

No se trata de algo abstracto, académico; no es un asunto retórico y vano. La respuesta contiene la clave para alcanzar la mente mahometana, hindú, budista y judía, y a tantos formando aún parte de Babilonia, a quienes el Señor llama “pueblo mío” (Apoc 18:4). La respuesta significa también la diferencia entre una iglesia tibia y una iglesia llena de fervor hacia Aquel que murió por nosotros.

 

Pablo, en el polo opuesto a la tibieza

El amor [agape] de Cristo lo constreñía. Cuando subrayó que “uno murió por todos”, razonó que eso significa que “todos murieron”, de forma que “los que viven” no pueden ya vivir más para ellos sin que les reprenda la conciencia. Son constreñidos a partir de entonces a vivir “para aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Cor 5:14-15). Pablo vio algo que encendió en él un fuego por el Señor que no se apagaría hasta su última hora en la prisión romana, cuando su cabeza rodara separada de su cuerpo, dando su vida por Aquel que la había dado antes por él. “Lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo”, había dicho Pablo. No se gloriaba de su respuesta personal, no se gloriaba de su propia fe ni de su propia obediencia. Es la razón por la que escribió las palabras que ya hemos considerado:

“La gracia y el don de Dios abundaron para muchos [el original implica todos] por la gracia de un solo hombre, Jesucristo... por la justicia de uno vino a todos los hombres la justificación que da vida” (Rom 5:15-18).

Muchas traducciones alternativas de la Biblia prefieren “veredicto judicial de absolución”, en lugar de “justificación”. No es que el sacrificio de Cristo haga a todos justos, sino que trata a toda persona como si fuera justa, puesto que Dios aceptó a la raza humana “en Cristo”. Él está ya reconciliado contigo. “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados”. Ahora dice Pablo: “Os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios” (2 Cor 5:19-20).

 

El significado

Confrontado con objeciones sobre lo que sucedió en la cruz, según ese cuarto punto de vista, particularmente las planteadas por quienes creen que la intención de Pablo al escribir “todos” era referirse sólo a todos los que hiciesen previamente algo en la buena dirección con el fin de hacer efectiva la oferta, volví a estudiar el asunto. Pablo fue muy directo: los “todos” sobre los que viene ese veredicto de absolución -justificación de vida- son los mismos “todos” que pecaron “en Adán”. Romanos parece dejar claras siete verdades:

·   Todos pecaron. Eso nos incluye. A esos mismos “todos” se les aplicó el “veredicto de absolución”. (¿Cuándo? “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados”).

·   En ese sentido legal, objetivo, todos fueron justificados gratuitamente (sin pagar nada, sin merecer nada).

·   Fue por su gracia (significa algo gratuito para todos, sin excepciones). No es simplemente por gracia, sino por la sola gracia.

·   La redención es para todos, puesto que es “en Cristo Jesús”, el “Salvador del mundo”. ¡Eso nos incluye!

Hay quienes se preocupan suponiendo que esa visión abarcante de cuanto sucedió en la cruz pudiera significar un argumento en favor de persistir en el pecado. Pero ese razonamiento ignora que la fe “obra por el amor [agape]” (Gál 5:6). No es posible que uno crea que Cristo lo justificó por la sola gracia desde un punto de vista legal, en la cruz, sin que suceda algo importante en su corazón. Una creencia como esa lo lleva a la obediencia a todos los mandamientos de Dios, puesto que “el cumplimiento de la ley es el amor” (Rom 13:10). Cuando comprendes y aprecias el hecho de que “en Cristo” Dios te trata como si fueras justo, entonces él puede transformarte y hacerte justo “en él”. Es la justificación aceptada y experimentada por la fe.

 

En deuda

Debo manifestar con llaneza que no puedo reclamar originalidad alguna por esa visión. Me estaba debatiendo en esa tensión entre el calvinismo y el arminianismo, hasta que un amigo me hizo partícipe del comentario escrito por un autor que hace más de cien años recobró esa verdad conmovedora que Pablo enseñó. Eso desplegó ante mi vista un panorama infinito.

Por la justicia de uno vino a todos los hombres la justificación que produce vida”. No hay aquí excepción alguna. De igual forma en que la condenación vino sobre todos, así también la justificación viene sobre todos. Cristo gustó la muerte por cada ser humano. Se dio a todos. Se dio a sí mismo a cada uno. El don gratuito ha venido sobre todos. El hecho de que sea un don gratuito evidencia que no hay excepción. De haber venido solamente sobre los poseedores de alguna calificación especial, entonces ya no sería un don gratuito. 
Por lo tanto, es un hecho plenamente establecido en la Biblia que el don de la justicia y de la vida en Cristo ha venido sobre todo ser humano en la tierra. No hay la menor razón por la cual todo hombre que haya vivido alguna vez deje de ser salvo para vida eterna, excepto que no quiera tal cosa. Así desprecian muchos el don tan generosamente concedido
(E.J. Waggoner, Carta a los Romanos, 120-121).

Dios ha otorgado a todo hombre una medida de fe, y a todos la misma medida, ya que la medida de la gracia es la medida de la fe, y “a cada uno de nosotros fue dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo” (Efe. 4:7). Cristo se da a todo ser humano sin reserva (Heb 2:9). Por lo tanto, puesto que se da a todos los hombres la misma medida de fe y de gracia, todos gozan de igual oportunidad para obtener la herencia (Id. 105).

Te preguntas: ¿Qué puede impedir entonces que sea salvo todo hombre? La respuesta es: Nada, excepto que no todos guardarán la fe. Si todos guardaran todo lo que Dios les da, todos serían salvos (Id. 81).

¡Qué gloriosa vislumbre! El mismo autor dijo más:

Su voluntad [de Dios] es nuestra santificación (1 Tes 4:3). Su voluntad es que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad (1 Tim 2:4). Él “hace todo según el propósito de su voluntad” (Efe 1:11). Alguien preguntará si pretendemos enseñar la salvación universal. Pretendemos simplemente señalar lo que la Palabra de Dios enseña: que “la gracia de Dios que trae salvación se manifestó a todos los hombres” (Tito 2:11). Dios ha traído la salvación a todos los hombres y la ha dado a cada uno de ellos; pero desgraciadamente, la mayoría la desprecia y desecha. El juicio revelará el hecho de que a cada ser humano se le dio la plena salvación, y también que todo perdido lo fue por rechazar deliberadamente el derecho de primogenitura que se le dio como posesión (E.J. Waggoner, Las Buenas Nuevas, Gálatas versículo a versículo, 15-16).

Alguno dirá irreflexivamente: ‘Eso me tranquiliza: por lo que respecta a la ley, puedo hacer lo que quiera, puesto que todos fuimos redimidos’. Es cierto que todos fueron redimidos, pero no todos han aceptado la redención. Muchos dicen de Cristo: ‘No queremos que este hombre reine sobre nosotros’, y alejan de ellos la bendición de Dios. Pero la redención es para todos. Todos han sido comprados con la preciosa sangre —la vida— de Cristo, y todos pueden, si así lo desean, ser librados del pecado y de la muerte (Id. 74-75).

Nuestra búsqueda de la verdad de la cruz no ha hecho más que empezar, y aun así estamos en un punto en el que nuestro corazón bien puede estar ya desbordante de profunda gratitud. No es extraño que los redimidos entonen esos cuatro grandes Aleluya de Apocalipsis 19:1-6, incomparablemente más sublimes que los de la mejor interpretación del “Mesías” de Haendel.

“Después de esto oí una gran voz, como de una gran multitud en el cielo, que decía: ‘¡Aleluya! Salvación, honra, gloria y poder son del Señor Dios nuestro’”

Cuando comenzamos a vislumbrar lo que Cristo cumplió en la cruz, no podemos por más que unir nuestra voz al clamor:

“El Cordero que fue inmolado es digno de tomar el poder, las riquezas, la sabiduría, la fortaleza, la honra, la gloria y la alabanza” (Apoc 5:12).

Tú puedes cantarlo también. El Cordero es digno. Serás feliz adorándolo por la eternidad. ¡Puedes comenzar ahora mismo!

           

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