Querido amigo y amiga:

Algunos piensan que ni siquiera debiera plantearse la cuestión, pero sea como sea, miles la formulan: ¿Por qué un Dios celestial justo y amante permite que los incendios consuman la casa de una familia, y respeten la de otra que está adyacente? De las 3.000 familias en California del Sur cuyas casas se han convertido en ceniza, algunas están compuestas por incrédulos dedicados a la búsqueda del placer, mientras que otras familias oran, leen la Biblia, dan ofrendas y hacen obra misionera. Leemos que nuestro Padre celestial "hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos" (Mat. 5:45). ¿Permite también a Satanás que arrase con incendios devastadores a ambas clases indiscriminadamente? ¿O bien el mundo es quizá todo él un gran casino de juego?

Planteando la cuestión en otros términos, ¿cuál es la recompensa de servir al Señor, orar, guardar sus mandamientos, confiar en él? No hay duda de que algunos "creyentes" en California del Sur han perdido sus casas.

Es posible que la propia pregunta proporcione la respuesta: lo incorrecto está en la misma cuestión, "cuál es la recompensa". Si vemos en Dios a una póliza de seguros celestial, estamos violando "la verdad del evangelio" (Gál. 2:5) tal cual se revela en la cruz de Cristo. Él ni siquiera tuvo una casa que el fuego pudiera consumir. Al ir a la cruz, todo cuanto poseía era parte de aquello con lo que Pablo dijo posteriormente que debíamos estar satisfechos: "sustento" y "abrigo" (1 Tim. 6:8). Efectivamente, Jesús tenía el "abrigo" que los soldados "repartieron entre sí" (Sal. 22:18), pero ningún "sustento" durante las largas horas del día de su injusto juicio. Y a decir verdad, la compañía de seguros celestial no nos garantiza nada más de lo que Jesús tuvo, excepto que Dios nos ha prometido además el "pan" (Isa. 33:16) que aparentemente no dio a su propio Hijo amado sobre la cruz, cuando moría tu muerte eterna y la mía.

Si estamos pensando "cuál es la recompensa", somos ajenos a "la verdad del evangelio". El mismo Señor que permite que el incendio consuma una casa y no la adyacente, como Pablo declaró, "es Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos. Amén" (Rom. 9:5). Para la familia que desperdicia sus días entre el sexo y el licor, la pérdida de su casa es una misericordiosa advertencia que el Señor les hace relativa al fuego eterno que viene de camino. Para la familia que aprovecha sus días viviendo según la voluntad del Señor, esa pérdida es una preciosa oportunidad de entrar en más estrecha comunión con Aquel que no tuvo lugar donde recostar su cabeza, y que hoy se identifica con todos los que carecen de hogar.

"Así que, teniendo sustento y abrigo, estemos ya satisfechos", alabando de todo corazón al que todo lo dio por nosotros; al que, siendo rico, se hizo pobre, para que con su pobreza fuésemos enriquecidos (2 Cor. 8:9).

R.J.W.