Querido amigo y amiga:

A los seres humanos nos afecta todo tipo de idolatría: automóviles, casas, objetos diversos, deportes, para algunos el culturismo, en el que tu propio físico viene a ser tu "dios", y para muchos más verse en las fotos o mirarse al espejo. ¡Reconócelo: te adoras a ti mismo!

¿Es eso mejor que la grosera idolatría en la que incurrió el antiguo Israel, y que nos parece hoy tan aberrante?

La idolatría es, simplemente, la devoción del corazón hacia cualquier cosa que se interponga entre nuestra alma y Dios: "No tendrás dioses ajenos delante de mí", dice el Señor en el primero de los mandamientos. Y es así como nos vemos sumergidos en este siglo de moderna idolatría. Nos "gloriamos" en una inimaginable cantidad de caprichos y obsesiones (más, cuanto mayor nuestro nivel adquisitivo), en casi todo, excepto "en la cruz de nuestro Señor Jesucristo", única cosa en la que se gloriaba Pablo (Gál. 6:14).

Entonces, en momentos de lucidez, el Espíritu Santo nos da vislumbres de la realidad: no nos sentiremos bienvenidos en la Nueva Jerusalén si nuestros corazones siguen plagados con esa "idolatría", no más de lo que lo serían los antiguos, en su ingenuo paganismo. Por naturaleza somos pecadores indignos del cielo; la idolatría y la salvación eterna son antagónicos. Así lo indica el primer mandamiento. Sólo podemos ser salvos hallando la forma de librarnos de ella. Ningún idólatra encontraría placer en recorrer las calles de la Nueva Jerusalén. Si es que pudiera entrar en la comunidad de los santos, su primer e irrefrenable deseo sería preguntar dónde se encuentra la salida.

Hay algo más que vale la pena reconocer: no hay forma en la que un idólatra convicto (tú y yo) pueda encontrar liberación de esa abrumadora tentación que nos sorprende cada día sobre arenas movedizas, excepto "en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo ha sido crucificado para mí y yo para el mundo".

Si lográramos abrir realmente nuestros ojos, discerniríamos una gloria en la cruz, que sobrepasa cualquier seducción de las cosas deslumbrantes que este mundo nos ofrece. Acerquémonos humildemente como hicieron aquellos griegos paganos, quienes rogaron a Felipe en Jerusalén: "Señor, queremos ver a Jesús" (Juan 12:21-33). Es una oración que nuestro Padre celestial siempre oye y responde.

R.J.W.