Querido amigo y amiga:

La enseñanza de la Biblia es lo que necesitamos los seres humanos para la vida diaria. La religión que propone la Biblia no es un conjunto de rituales a los que dedicar una pequeña parte del tiempo, sino principios vivientes de bondad práctica: un carácter, una forma de ser que deriva de haber recibido con provecho la salvación en Cristo; la generosidad, rectitud, laboriosidad y espíritu de perdón que manan de nosotros, cuando apreciamos la forma en que hemos recibido ese tesoro inmerecido.

Hay algo que todo sincero creyente ha comprobado fuera de dudas: "Sé que en mí, esto es, en mi carne, no habita el bien" (Rom. 7:18). La doctrina de la "carne santa" consiste básicamente en la negación de esa realidad. En la otra cara de la moneda, a millones de cristianos se les ha enseñado que lo único que podemos hacer es continuar pecando, y entonces aplicar un ritual que consiste en rogar al inmaculado Cristo (o a la inmaculada María, según el caso) que nos perdone. Dando por cierto que nos perdona, todo cuanto debemos hacer es seguir pecando y seguir pidiendo perdón. Como es evidente que hay que mejorar esa situación antes de entrar en el "cielo", la creencia popular consiste en que tras la muerte pasamos a una existencia en la que carecemos de "carne" (carne en la que "no habita el bien"), y resultamos purgados de nuestro pecado. Algunos le llaman purgatorio. Pero la idea subyacente es siempre que por tanto tiempo como estemos en la carne (o naturaleza pecaminosa), el pecado será inevitable en nuestra vida. Quienes aman el pecado hasta el punto de no estar dispuestos a desprenderse de él, encuentran cierto consuelo en esa enseñanza popular, pero nunca la tranquilidad de conciencia, porque el Espíritu Santo convence al mundo de pecado, de justicia y de juicio. Por contraste, en la genuina experiencia cristiana, "justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo" (Rom. 5:1).

En la enseñanza popular va incluida necesariamente otra idea: la de que Cristo no tomó nuestra naturaleza pecaminosa; es decir, no tenía una carne de pecado con la que contender, no tenía un "yo" que negar y someter, tal como tenemos todos los que compartimos esa herencia genética de Adán, y reconocemos con Pablo que "en mí, esto es, en mi carne, no habita el bien". Según esa teoría, si Cristo hubiese tomado ese tipo de naturaleza en su encarnación, le hubiera resultado imposible vivir sin pecar. A fin de encontrarle la lógica a esa suposición, fue necesario esperar varios siglos después que los primeros apóstoles murieron, e idear lo que vino a conocerse como el dogma de la inmaculada concepción de la virgen María (no debe entenderse aquí ninguna implicación de insinceridad por parte de sus proponentes). La idea consiste en que cuando María fue concebida en el seno de su madre, ese pequeño embrión experimentó una exención milagrosa que evitó que heredara la misma naturaleza pecaminosa, o carne caída que poseemos el resto de personas. De esa forma, la impecable María quedó exenta de ser tentada como lo somos nosotros, y todo eso explica que Jesús, su Hijo, resultara igualmente "exento" desde el nacimiento.

El problema grave, para nuestro vivir práctico y cotidiano, es que eso aleja a Cristo de nuestro campo de batalla. Ve en Cristo a alguien que no pecó jamás, por la razón de que no soportó tentaciones como las nuestras, ni estuvo en nuestra condición. Cristo queda, según esa visión, cubierto del equivalente espiritual a un chaleco antibalas que lo aparta de nuestra lucha diaria con la tentación. Sin embargo, nuestra lucha está siempre en la acción correcta del poder de elección que Dios nos ha dado, y necesitamos el auxilio de Alguien que conozca esa lucha y sepa cómo vencer en ella.

La Biblia nos presenta un cuadro enteramente diferente: "Debía ser en todo semejante a sus hermanos... en cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados". "No tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado" (Heb. 2:17 y 18; 4:15 y 16). ¡Créelo! Y acércate confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro.

R.J.W.-L.B.