Querido amigo y amiga:

Si no has conocido por propia experiencia el dolor, ¿cómo puedes ayudar a aquel que lo sufre? Desde luego, ¡no trates de "predicarle"! Sólo es prudente que te acerques a él "considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado". Toma nota de lo único sabio que hicieron los tres amigos de Job, en su intento por consolarlo: "Permanecieron sentados con él en tierra durante siete días y siete noches, y ninguno le decía una palabra, porque veían que su dolor era muy grande" (Job 2:13). Nunca desperdicies la oportunidad de mostrar tu identificación y simpatía con él en el silencio. Es muy posible que tu presencia sea mucho más confortante que tus palabras. El que sufre distingue perfectamente entre el que le da un "sermón" y el que se da a sí mismo a él.

Junto al dolor viene con frecuencia la tentación a preguntarse por qué Dios permite esa agonía. ¿Se preocupa realmente? Leemos que allí donde fue Jesús, sanó a los que sufrían. '¿Por qué no me cura a mí ahora?' '¿Oye mis oraciones, y las de aquellos que oran por mí?' "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? ¿por qué estás lejos de mi salvación y de las palabras de mi clamor? Dios mío, clamo de día y no respondes; y de noche no hay para mí descanso" (Sal. 22:1 y 2). ¿Oyó el Padre la oración de Jesús, cuando llevaba tus pecados y los míos en su cuerpo, sobre el madero? "En mi angustia invoqué a Jehová y clamé a mi Dios. Él oyó mi voz desde su Templo... inclinó los cielos y descendió, y había densas tinieblas debajo de sus pies... voló sobre las alas del viento. Puso tinieblas por su escondite, por cortina suya alrededor de sí; oscuridad de aguas, nubes de los cielos. Por el resplandor de su presencia, pasaron sus nubes" (Sal. 18:4-12). Cuando sientas la más impenetrable oscuridad y abandono, recuerda que en el Calvario, tu Padre celestial ocultaba su Presencia sostenedora en aquellas densas nubes negras.

El dolor va siempre acompañado de la constatación de la indignidad y pecado de nuestra propia naturaleza. "¡Sálvame, Dios, porque las aguas han entrado hasta el alma! Estoy hundido en cieno profundo, donde no puedo hacer pie; he llegado hasta lo profundo de las aguas y la corriente me arrastra... Dios, tú conoces mi insensatez, y mis pecados no te son ocultos" (Sal. 69:1, 2 y 5). En ocasiones el dolor físico resulta superado, o al menos empeorado, por esa conciencia de indignidad y debilidad espiritual.

Si es cierto que el evangelio no consiste en buenos consejos, sino en buenas nuevas, lo es mucho más para el que sufre intensamente. Es maravillosamente consoladora la seguridad que nos da Alguien que ha sufrido los horrores de la muerte eterna (el "primogénito de los muertos"): "Yo os digo: No os impongo otra carga" (Apoc. 2:24). Las palabras de aliento que Jesús dirige a la iglesia de Tiatira nos recuerdan que ÉL CONOCE LAS DIFERENTES CARGAS que pesan sobre cada uno de sus hijos, y no les pide que lleven más de las necesarias para su bien presente y futuro.

Cuando el sufrimiento se hace más agudo, te será difícil concentrarte en disquisiciones teológicas, pero siempre puedes elegir "mirar" a Jesús. Puedes CONFIAR en él, tal como hizo Job, a pesar de su deficiente comprensión "teológica" (haciendo bueno aquello de que 'más vale un gramo de fe que una tonelada de teología'). "Considerad a aquel... para que vuestro ánimo no se canse hasta desmayar" (Heb. 12:3). "El cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos también nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación, por medio de la consolación con que nosotros somos consolados por Dios" (1 Cor. 1:4).

R.J.W.-L.B.