Querido amigo y amiga:

El gran Día de Expiación es el período más excitante y feliz de toda la historia de este mundo. Miles de personas que vivieron en edades pasadas, habrían dado cualquier cosa por vivir aunque fuese sólo un día durante este tiempo de la purificación del santuario celestial; aquello que está teniendo lugar precisamente ahora. Es el tiempo en el que el gran Sumo Sacerdote, el Salvador de la humanidad, prepara al cuerpo de su pueblo –su iglesia– a fin de que esté lista para la culminación del plan de la salvación: su pronta segunda venida en gloria.

Es tiempo para que se vea finalmente cumplido el canto que entonaron los ángeles en Belén, al nacimiento de Jesús: "Nuevas de gran gozo, que será para todo el pueblo... Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres" (Luc. 2:10-14). "Expiación" significa "reconciliación" (Lev. 16:10, 11, 16, 17, 19 y 20; 23:28). Para todo aquel que ha conocido el dolor de la enajenación que produce el pecado, la reconciliación es la experiencia más dulce y reconfortante que quepa imaginar.

Consiste en unidad de mente con Dios, eso de lo que está necesitada toda alma en el mundo. De forma natural, "los designios de la carne son enemistad contra Dios, porque no se sujetan a la Ley de Dios, ni tampoco pueden" (Rom. 8:7). Todos conocemos la vida miserable de aquel que está separado de Dios por el pecado. Ves luz en las ventanas de su "santuario" y sabes de la felicidad allá dentro, mientras que palpas la oscuridad y frialdad de la noche eterna que se cierne sobre ti. Deseas estar dentro, en "sus atrios"; no en "las tinieblas de afuera".

En el Día de la Expiación sucede lo que anunciaba la lección objetiva del Antiguo Testamento: "En este día se os reconciliará para limpiaros, y seréis limpios de todos vuestros pecados delante de Jehová" (Lev. 16:30). Es ahora cuando el Sumo Sacerdote, el Salvador, culmina el puente que te lleva a una perfecta reconciliación con él. Aseguró ese puente en la cruz. Resolvió en sí mismo la separación producida por el pecado, al apurar la amarga copa de la separación eterna, cuando exclamaba: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" Sobre el madero, Jesús llevó "en él" los pecados de cada ser humano, específicamente los tuyos y los míos. Como postrer Adán, es representante y cabeza de la raza humana. "Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados" (2 Cor. 5:19). Hoy ministra en favor tuyo esa sangre que derramó, y cuando lo aceptas de corazón, desaparece toda raíz de amargura contra Dios, y también contra la persona a la que más te costaba amar. La enemistad contra alguien es siempre indicativa de la existencia de enemistad contra Dios, pero ahora no sólo descubres que Dios NO es tu enemigo, sino también que ¡siempre fue tu amigo! Por fin, en el gran Día de la Expiación, aprendemos a apreciar lo que él cumplió por nosotros. Somos "uno" con él. Simple, pero profundo.

R.J.W.-L.B.