Querido amigo y amiga:

En un libro escrito en 1909 (Testimonies Vol. IX, p. 11-17, E. G. White), se lee lo siguiente:

"Estando en Nueva York en cierta ocasión, se me hizo contemplar una noche los edificios que, piso tras piso, se elevaban hacia el cielo. Esos inmuebles que eran la gloria de sus propietarios y constructores, eran garantizados incombustibles. Se elevaban siempre más alto y los materiales más costosos entraban en su construcción. Los propietarios no se preguntaban cómo podían glorificar mejor a Dios. El Señor estaba ausente de sus pensamientos.

Yo pensaba: ¡Ojalá que las personas que emplean así sus riquezas pudiesen apreciar su proceder como Dios lo aprecia! Levantan edificios magníficos, pero el Soberano del universo sólo ve locura en sus planes e invenciones. No se esfuerzan por glorificar a Dios con todas las facultades de su corazón y de su espíritu. Se han olvidado de esto, que es el primer deber del hombre.

Mientras que esas altas construcciones se levantaban, sus propietarios se regocijaban con orgullo, por tener suficiente dinero para satisfacer sus ambiciones y excitar la envidia de sus vecinos. Una gran parte del dinero así empleado había sido obtenido injustamente, explotando al pobre. Olvidaban que en el cielo toda transacción comercial es anotada, que todo acto injusto y todo negocio fraudulento son registrados. El tiempo vendrá cuando los hombres llegarán en el fraude y la insolencia a un punto que el Señor no les permitirá sobrepasar y entonces aprenderán que la paciencia de Jehová tiene límite.

La siguiente escena que pasó delante de mí fue una alarma de incendio. Los hombres miraban a esos altos edificios, reputados incombustibles, y decían: "Están perfectamente seguros." Pero esos edificios fueron consumidos como la pez. Las bombas contra incendio no pudieron impedir su destrucción. Los bomberos no podían hacer funcionar sus máquinas.

Me fue dicho que cuando llegue el día del Señor, si no ocurre algún cambio en el corazón de ciertos hombres orgullosos y llenos de ambición, ellos comprobarán que la mano otrora poderosa para salvar, lo será igualmente para destruir. Ninguna fuerza terrenal puede sujetar la mano de Dios. No hay materiales capaces de preservar de la ruina a un edificio cuando llegue el tiempo fijado por Dios para castigar el desconocimiento de sus leyes y el egoísmo de los ambiciosos."

Esta ha sido una semana trágica para la familia humana. Miles de hermanos nuestros, a los que Dios ama hasta el punto de dar a su propio Hijo por ellos, han perdido la vida, o a sus seres queridos, en una explosión de fanatismo religioso. Toda nuestra simpatía está con los damnificados. Los acompañamos en sus lágrimas. Sentimos su dolor. Escenas como esa nos hacen pensar en acontecimientos futuros, como los descritos en ese libro escrito hace ya más de cien años. Ojalá que "el día del Señor" no nos sorprenda como ladrón, ojalá que el día del Señor sea para nosotros ahora, hoy y cada día de nuestra vida. Dijo Jesús: "Aquellos dieciocho sobre los cuales cayó la torre en Siloé y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que todos los hombres que habitan en Jerusalén? Os digo: no, antes si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente" (Luc. 13:4,5). Es como si Dios hubiera permitido que en la desgracia de algunos, pudieran despertar a la realidad los muchos. Hay buenas nuevas en levantar ahora la vista hacia nuestro Padre amante celestial, quien nos da arrepentimiento y perdón de los pecados.

L.B.