Querido amigo y amiga:

Es imposible vivir 24 años en África del este y no tener alguna anécdota que contar.

En los días en que las carreteras de Uganda eran caminos estrechos y polvorientos, un elefante encolerizado y desafiante impedía el paso en una de las vías principales. Finalmente hubo que llamar al cuerpo de seguridad, quien no tuvo más remedio que abatirlo a tiros. Se descubrió que tenía un tremendo y doloroso absceso junto a una pieza dentaria. Tal había sido la causa del estado de irritación del pobre animal.

No es infrecuente que nosotros, los humanos, cedamos a la ira, a la impaciencia. Sí. Hacemos y decimos cosas de las que hemos de arrepentirnos cuando más tarde constatamos con dolor la irracionalidad de nuestro comportamiento. Como el elefante, protagonizamos ingratos espectáculos. Luego hemos de reconocer con pesar que "lo que hago, no lo entiendo, pues no hago lo que quiero, sino lo que detesto, eso hago" (Rom. 7:15).

¿Podemos aprender algo del episodio? Ciertamente. Es en el corazón donde tenemos ese doloroso absceso. Y no acostumbramos a conocernos a nosotros mismos mejor de lo que el elefante lo hacía. Todo cuanto percibimos es que algo anda muy mal por ahí dentro. Y nuestra ira e impaciencia deshonran a Dios, lo hieren, y también a nuestro cónyuge, a nuestros hijos, compañeros de trabajo... Bloqueamos el camino a los demás, y les hacemos difícil la vida.

¿En qué consiste tal "absceso"? Para decir verdad, en nada menos que enemistad contra Dios, a menudo tan oculta en lo profundo, que somos incapaces de reconocerla como tal. Las cosas nos van "mal". No sabemos porqué. Nos frustramos. Echamos la culpa a cualquier persona o cosa a nuestro alrededor, y en realidad nos parece que es Dios mismo quien está contra nosotros.

Pero él nos comprende, y no nos recrimina por ello. No más de lo que lo hizo con Job, en su tremendo "absceso". Dios puede hacer algo por nosotros, que el guarda de seguridad no pudo hacer por el elefante: puede sanarnos. Ésta es su palabra sanadora: "Reconciliaos con Dios". La base para ello es esta: "Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados". La razón por la que puede sanarnos es porque él luchó con un dolor como el de nuestro absceso. En la cruz se acercó hasta lo más profundo de nuestro ser, cuando clamó: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" Pero nunca pecó. Como Job, luchó con lo incomprensible, pero su fe triunfó. Y así ha de ser con nosotros. Mediante su gracia, nos salva, por medio de la fe. Él quiere que conozcas la dulce experiencia del perdón sanador. Permítele que lleve a cabo su cirugía cardíaca: "Y os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré corazón de carne" (Eze. 36:26).

R.J.W.