Querido amigo y amiga:

La única luz que brilló en el mundo de antaño fue la de los profetas del Antiguo Testamento. El Dios del cielo confió a Abraham y a sus descendientes el singular mensaje de salvación ("serán benditas en ti todas las familias de la tierra", Gén. 12:3). Pero Israel y Judá fracasaron miserablemente, y vinieron a ser peores que los paganos a quienes debieron haber evangelizado (Ezeq. 16). El honor de Dios como Creador y Redentor del mundo fue puesto en entredicho. Israel bloqueó su plan de salvación. En un último y desesperado intento por llegar a los corazones, y debido a su amor hacia el oscuro mundo, Dios permitió que fuesen sometidos a la cautividad babilónica. Fue entonces cuando uno de los hebreos cautivos alcanzó una clara vislumbre del plan de Dios de la salvación. Se trataba de Daniel. Aún así, ni siquiera él mismo fue capaz de "verlo" antes de haber descubierto la experiencia del arrepentimiento en su dimensión corporativa. Cuando, como hizo posteriormente Cristo al ser bautizado por Juan, Daniel tomó personalmente sobre sí la culpabilidad de Israel (Dan. 9:3-20), se disiparon las tinieblas y pudo recibir la debida "sabiduría y entendimiento" (vers. 22). Sólo entonces pudo "ver" lo que estaba por realizar el Salvador del mundo: (1) "terminar la prevaricación", (2) "poner fin al pecado", (3) "hacer reconciliación por la iniquidad" y (4) "traer la justicia perdurable" (vers. 24). ¡Nada parecido a paños calientes!

Jesús habría de condenar al pecado "en semejanza de carne de pecado", descender hasta sus raíces y vencerlo por siempre (Rom. 8:3 y 4). Ya no quedaría lugar para más ofrendas de animales, mediante las que se había perpetuado el egoísmo y el pecado. Se pondría fin a la ceguera del antiguo pacto. La "descendencia" de Abraham, su "descendencia, la cual es Cristo" (Gál. 3:16), libraría a la raza humana de la garra del egoísmo. La promesa divina del nuevo pacto no volvería a quedar malograda por un Israel en rebeldía. Aquel Cordero inmolado en la cruz se habría de convertir en el León de la tribu de Judá (Apoc. 5:5 y 6).

Pero todo cuanto el Cordero cumplió en sí mismo, debe ser finalmente demostrado ante el mundo y el universo en aquellos que siguen al Cordero por dondequiera que va (Apoc. 14:5). El éxito del plan de la salvación depende de su hora final, y es aquí donde entra en juego por derecho propio la purificación del santuario. Cristo ha de poder demostrar al universo que ha terminado la prevaricación, puesto fin al pecado, hecho reconciliación por la iniquidad (no CON la iniquidad) y traído la justicia perdurable. Y lo tiene que demostrar en ti.

R.J.W.