Muerte redentora y naturaleza humana de Cristo
LB
, noviembre 2013

 

Las cuestiones que planteas son apasionantes. Llevo tiempo pensando en ellas. Quizá alguna de mis reflexiones pueda serte de ayuda. Antes de responder específicamente a cada cuestión, permite que te resuma aspectos que sólo recientemente he comprendido a propósito de la muerte de Cristo.

Mi idea es sencilla. No se trata de algo complicado:

1ª premisa: La muerte de Cristo es vital, central, para nuestra salvación (junto a su vida libre de pecado). En eso no hay novedad respecto a la “ortodoxia”, pero está en contraste con ciertas posturas recientemente sobrevenidas, como por ejemplo la moderna versión del abelardismo que llama a la puerta de las iglesias, incluida la adventista.

2ª premisa: La obra de Satanás NO es vital ni central para nuestra salvación. De hecho, no forma parte de ella. En eso también creo que hay un acuerdo general.

3º Es el resumen de mi comprensión, y deriva de relacionar los dos puntos anteriores: Si (1) la muerte de Cristo es vital en nuestra salvación, y (2) la acción de Satanás no forma parte del plan de la salvación (forma parte del problema, pero no de la solución), entonces no pudo ser Satanás quien causó directamente la muerte a Cristo por más que lo procurara. Al decir ‘Satanás’, incluyo a los judíos y romanos manejados por él.

Si lo anterior es cierto, queda descartado que considerar la muerte de Cristo como centro del plan de la redención —darle valor expiatorio— implique nada parecido a convertir a Satanás en nuestro co-redentor. Más adelante verás que esa es una acusación que se nos hace por parte de quienes creen que la muerte de Cristo no formaba parte del plan de la redención.

Es impensable que a Cristo le diera muerte Satanás Y TAMBIÉN nuestros pecados. Ha de ser una cosa, o bien la otra. No son lo mismo, y conviene distinguir entre ellas. Para efectos de redención no es lo mismo el pecado de Satanás, que los pecados que Satanás nos ha hecho cometer a nosotros. Cristo se encarnó y murió por lo segundo: “No socorrió a los ángeles, sino que socorrió a la descendencia de Abraham” (Heb 2:16).

Este es mi planteamiento a grandes rasgos:

Cristo murió como consecuencia de haber tomado el pecado del mundo, pero no el de Satanás. Este último —el pecado de Satanás—, Cristo no lo estaba “llevando” de la forma en que llevaba el nuestro, y no le afectó de la misma manera. Nuestro pecado lo mataba “desde el interior”, por haberlo tomado sobre sí al tomarnos a nosotros; mientras que el otro —la acción directa de Satanás— sólo lo torturaba “desde el exterior”. Uno —nuestro pecado— Cristo lo asumía, mientras que el otro sólo lo sufría.

La Biblia nos autoriza a deducir que somos salvos porque Cristo llevó nuestros pecados “en su cuerpo sobre el madero” (1 Ped 2:24) con la culpabilidad que conllevan, muriendo la muerte que es la paga de esos pecados: la muerte segunda, que es de la que nos libra. Fue un desenlace planeado por su infinito amor, tanto como por el del Padre.

Lo anterior es sólo un aspecto de la salvación. No es el todo. Es igualmente cierto que Jesús imputa en nuestro favor su vida perfecta. Es maravillosamente cierto. Ahora bien, para poder transferir esa herencia gloriosa, el Testador tiene que morir: “Así que, por eso es mediador del nuevo testamento, para que interviniendo muerte para la remisión de las rebeliones… Porque donde hay testamento, es necesario que intervenga muerte del testador… y sin derramamiento de sangre no se hace remisión” (Heb 9:15-16 y 22). En el símbolo no bastaba la sangre como representación de la vida de Cristo. Esa sangre debía derramarse en representación de su muerte (1 Cor 11:26). Así,

a/ Cristo tenía que cumplir en nuestro favor las demandas POSITIVAS de la ley: una perfecta vida de obediencia, y

b/ Cristo tenía que cumplir las demandas NEGATIVAS de la ley: que la paga del pecado es la muerte, teniendo por lo tanto que morir en nuestro lugar como consecuencia de llevar nuestros pecados.

La fe auténtica incluye ambos aspectos: a/ aceptar la vida perfecta de Cristo en nuestro lugar, y b/ aceptar la muerte de Cristo en nuestro lugar (Rom 6:1-7).

Nuestra salvación dependía de que Cristo entregara su vida al cargar sobre sí nuestros pecados, según designio y obra divinos. Eso no habría sido posible si Satanás hubiera logrado una de estas tres cosas:

(1) Inducirlo a pecar: eso habría llevado a Cristo a una muerte que no habría sido expiatoria, sino paga de su propio pecado.

(2) Darle muerte antes de que entregara su vida en expiación por nuestros pecados: eso habría frustrado su muerte expiatoria (redentora).

(3) Desanimarlo, haciendo que desistiera y regresara al cielo sin culminar su misión en esta tierra, evitando así su muerte expiatoria.

De haber logrado cualquiera de las tres cosas, Satanás habría frustrado el plan divino de la salvación.

Satanás procuró las tres cosas.

(1) Que trató de inducirlo a pecar es evidente en las tentaciones de Cristo en el desierto y también en la cruz, y continuamente a lo largo de toda su vida. A diferencia de Adán en su naturaleza previa a la caída, Cristo no podía ser tentado solamente “desde el exterior” y en un solo lugar: el árbol del conocimiento del bien y del mal (Patriarcas y profetas, 35), sino en todo momento y en todo lugar, como sucede a quienes tenemos naturaleza caída (Heb 4:15; Sant 1:14).

(2) Que Satanás procuró darle muerte es evidente en la matanza de los bebés decretada por Herodes, en los diversos intentos de apedreamiento a Jesús (Juan 8:59 y 10:31), y sobre todo en la propia crucifixión, aunque le supusiera quedar expuesto ante el universo como asesino (Juan 12:31).

(3) Para efectos de este razonamiento podemos por ahora ignorar la tercera posibilidad, pero a fin de valorar más plenamente el sacrificio de Cristo conviene recordar que Jesús PODÍA en todo momento abandonar esa misión, este planeta y esta raza. No es difícil imaginar al diablo TENTANDO así a Jesús en el Calvario: ‘Dios te ha abandonado. Tu propio pueblo te está crucificando. Tu principal discípulo te ha entregado con traición. Pedro te ha negado ya tres veces. Ni siquiera tus familiares creen en ti. Todos te han dejado. Estas solo (Isa 63:3). Pero no sólo es eso: TU PROPIO PADRE TE HA ABANDONADO tal como acabas de confesar. Tu sacrificio es enteramente inútil. Nadie lo aprecia. No sirve para nada. Sé razonable: regresa al cielo y abandona tu sueño frustrado’. Sólo el perfecto amor y fe de Cristo pudieron mantenerlo en su misión; no la seguridad de su victoria ni la esperanza de recompensa, como solemos imaginar de forma superficial:

Las dudas asaltaron al moribundo Hijo de Dios. No podía ver a través de los portales de la tumba. Ninguna esperanza resplandeciente le presentaba su salida del sepulcro como vencedor ni la aceptación de su sacrificio de parte del Padre… El desagrado del Padre por el pecado y la penalidad de este, la muerte, era todo lo que podía vislumbrar a través de esas pavorosas tinieblas… La fe y la esperanza temblaron en medio de la agonía mortal de Cristo, porque Dios ya no le aseguró su aprobación y aceptación como hasta entonces… Mientras se le denegaba hasta la brillante esperanza y confianza en el triunfo que obtendría en lo futuro, exclamó con fuerte voz: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu (1JT 226.2-227.2).

Esa era la percepción de Jesús, la angustia de su corazón y la tormenta en su mente, justo antes de su muerte. Según Ellen White, no apreciarlo “es un gran error” (Id., 230.2).

De igual forma en que Satanás no logró que Cristo pecara ni al principio ni al final (cuando cargó plenamente con nuestros pecados en el Calvario), tampoco logró quitarle la vida ni al principio de su vida en esta tierra ni al final. El diablo lo llevó a la cruz, pero no pudo darle muerte por crucifixión, ya que Cristo derramó su vida hasta la muerte por llevar la iniquidad de todos nosotros según el plan divino, antes de que la muerte típica de un crucificado impidiera lo anterior (según el plan de Satanás). Los crucificados solían agonizar entre cinco y siete días, lo que no fue el caso con Jesús. Si Satanás hubiese logrado dar muerte a Cristo antes de que él hubiera realizado el acto culminante de la redención, que es dar su vida en rescate por nuestros pecados, el diablo habría triunfado. Gracias a Dios, eso no sucedió.

Cuando contemplamos la muerte de Cristo solemos quedar perplejos ante la idea de que “Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros” (Isa 53:6). Consideramos que esa “carga” de nuestros pecados es la que le produjo la muerte y nos trajo la salvación, y fue el Padre quien la “cargó” sobre su Hijo amado. Nuestra perplejidad deriva de constatar la tortura inhumana que vemos en el Calvario. ¿Puede eso venir del Padre? Si viene de Satanás, ¿obra Dios en cooperación con él? A ese respecto quisiera recordar dos cosas:

(1) En el Antiguo Testamento el Señor dispuso ilustrar el sacrificio de Cristo mediante el ritual del cordero inmolado. Pero observa: el cordero NO era cruelmente torturado antes de morir (aparte de la tortura de la propia muerte). Eso sugiere que la tortura que Satanás infligió al Salvador en la cruz no formaba parte de la expiación en nuestro favor. En la cruz vemos dos cosas, y es necesario distinguir la presencia y significado de cada una de ellas:

(a) La muerte de Cristo según disposición del Padre (Isa 53:6 última parte): es lo que le hicieron los pecados de todo el mundo, que el Padre cargó en él y que él tomó voluntariamente sobre sí, y

(b) La tortura, tentación e intento de dar muerte a Cristo: la acción di­recta de Satanás y sus agentes.

Fue el Padre quien cargó en Jesús los pecados del mundo, pero no fue el Padre quien torturó ni tentó a Jesús, ya que “Dios no puede ser tentado de los malos, ni él tienta a alguno” (Sant 1:13), ¡ni personalmente, ni delegando en Satanás! No obstante, aunque no en términos expiatorios, la divinidad también previó la acción de Satanás y sus enemigos, como sugiere Hechos 4:28-29 y otros textos similares:

Creyentes e incrédulos vendrán a ser igualmente testigos que confirmen la verdad que ellos mismos no comprenden. Todos van a cooperar en el cumplimiento de los propósitos de Dios, tal como hicieron Anás, Caifás, Pilato y Herodes. Al llevar a Cristo a la muerte, los sacerdotes creyeron estar cumpliendo sus propios propósitos, pero inconscientemente y de forma no intencionada estaban cumpliendo el propósito de Dios (RH, 12 junio 1900, párr. 10).

De lo anterior no deducimos que Anás, Caifás, Pilato, Herodes y los sacerdotes judíos formaran parte del plan de la redención, por más que fueran actores involuntarios.

Puesto que el tormento y tentaciones de parte de Satanás —en el Calvario— no están relacionados directamente con la expiación, es lícito pensar que Cristo hubiera podido salvarnos muriendo bajo la tenebrosa carga de la culpabilidad de nuestros pecados (carga que de otra forma nos habría aplastado a nosotros) SIN el acompañamiento de los dolores añadidos por la crueldad y odio satánicos que vemos y que en el Calvario pudieron ver los incrédulos, los que no tenían ni tienen mente espiritual. Esos padecimientos físicos añadidos son comunes a cualquier crucifixión, y tristemente es lo único a lo que prestan atención los documentos audiovisuales seculares que se refieren a la pasión, o cualquier otra visión superficial de la misma.

Se suscita aquí una pregunta: si no formaba parte del sacrificio redentor, ¿qué significado tenía entonces esa tortura y tentación? Satanás estaba ciertamente procurando dar muerte a Jesús. Ya hemos visto que su odio amargo pagaría gustoso el precio de quedar expuesto como un asesino ante el universo. Pero no sólo estaba buscando darle muerte. También podía vencerlo de otra manera: tentándolo hasta hacerlo desistir, o bien hacerlo caer en pecado. Y eso es lo que procuró mientras Jesús colgaba de la cruz. Lo tentó haciendo que se sintiera abandonado por Dios, maldito de Dios, puesto que estaba colgando de un madero (Gál 3:13; Deut 21:23). Intentó que su fe cediera al desánimo y claudicara, y que de esa forma cayera en el pecado o bien abandonara su misión.

El Salmo 22 nos abre una ventana al pensamiento de Jesús en el Calvario, desde que clamó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” hasta el clamor de su victoria por la fe, expresada a partir del versículo 22. Una traducción posible del último versículo es: “¡Consumado es!

La Inspiración pareciera querer ayudarnos a diferenciar esos dos aspectos: (a) la muerte expiatoria de Cristo entregando su vida por nuestros pecados, y (b) el intento de muerte, la tortura, tentación y prueba a la que lo sometió el diablo en aquella ocasión, intentando hacerle desistir, pecar o morir una muerte sin significado redentor.

 (a) En Isaías 53 vemos destacada la muerte expiatoria de Cristo al tomar sobre sí nuestros pecados —que el Padre cargó sobre él— sin encontrar ninguna referencia explícita a la intervención de Satanás.

(b) En el Salmo 22, desde los versículos 1 al 11 —como en Isaías 53— vemos la agonía de Jesús como consecuencia de estar llevando los pecados del mundo. Pero a partir del versículo 12 vemos la obra de Satanás tentando y persiguiendo a Cristo, sin referencia a una muerte expiatoria por su parte. En el versículo 20 y 21 del salmo 22, Cristo ruega al Padre que preserve su vida del ataque del maligno. En contraste, en Isaías 53 vemos a Cristo poniendo su vida en expiación por el pecado del mundo (v. 10) con la mansedumbre de un cordero, llevando nuestras iniquidades y pecados que “Jehová cargó en él”, de forma que “por su llaga fuimos nosotros curados”. Es decir, da la impresión de que ambos aspectos están diferenciados: (a) Salmo 22:1-11 e Isaías 53 nos hablan de la carga de pecado que el Padre puso en el Hijo (creo que incluye Getsemaní, donde aparentemente Satanás no estaba torturando a Cristo). Salmo 22:12 y siguientes versículos describen la acción de Satanás añadida a la agonía de Cristo por llevar nuestros pecados voluntariamente sobre sí.

En el salmo 22:15, la frase: “Me has puesto en el polvo de la muerte” creo que no puede considerarse como una referencia a la muerte expiatoria de Cristo dispuesta por la divinidad. En ese punto Jesús se siente en el polvo de la muerte, no por estar llevando los pecados del mundo, sino “porque perros me han rodeado… horadaron mis manos y mis pies…” sin que el Padre, aparentemente lo evite. No parece tratarse de la angustia de la muerte segunda, consecuencia de cargar los pecados del mundo, sino de su temor a que el maligno malograse su misión dándole muerte: por eso clama al Padre para que lo libre de ella (contrastar con Juan 12:27).

Es interesante ver cómo diferencia Ellen White en El Deseado de todas las gentes (a) la agonía de Cristo como consecuencia de llevar nuestros pecados y verse separado del Padre (muerte expiatoria), de (b) los sufrimientos tendentes a la muerte (física) que Satanás estaba causando a Cristo. La intensidad de lo primero hacía que apenas notara lo segundo:

Al sentir el Salvador que de él se retraía el semblante divino en esta hora de suprema angustia, atravesó su corazón un pesar que nunca podrá comprender plenamente el hombre. Tan grande fue esa agonía que apenas le dejaba sentir el dolor físico (DTG 701.1).

Quizá te hayas preguntado alguna vez cómo pudo David identificarse con lo escrito en el Salmo 22. A partir del versículo 12 es fácil de imaginar, ya que pocos han sido perseguidos en la intensidad en la que lo fue el salmista. Pero ¿y los primeros versículos, en los que vemos a Jesús agonizante y separado de Dios al llevar los pecados del mundo? Evidentemente ni el salmista ni ningún otro que no sea Cristo llevó sobre sí los pecados del mundo, pero la forma en que Jesús se sintió bajo la carga de los pecados del mundo es parecida —en cualidad, no en intensidad— a cómo se sentirán los perdidos finalmente bajo la carga de sus propios pecados que rehusaron confesar y abandonar, y también, aunque a menor escala, a cómo se sintió el salmista antes de confesar su pecado. Compara el versículo 2 del salmo 22, con los versículos 3 y 4 del salmo 32.

Getsemaní parece ser también esclarecedor al respecto. Allí no vemos a Satanás crucificando, torturando ni intentando dar muerte a Jesús directamente. Sin embargo, el alma de Jesús estaba muy triste “hasta la muerte”, y sabemos por el Espíritu de Profecía que efectivamente, Cristo, aplastado por el peso de nuestros pecados que lo separaba del Padre, en ese punto ya “había gustado los sufrimientos de la muerte por todos los hombres” (DTG, 643.1) en el Getsemaní. Eso hace pensar nuevamente que su necesaria muerte redentora pudo haber tenido lugar sin la intervención directa de Satanás. Pero de haber sucedido así no habría sido evidente para el universo cuál era el carácter homicida de Satanás, y eso era necesario para el plan de la redención según la perspectiva del conflicto de los siglos. En eso vemos la contribución involuntaria de Satanás a la resolución del conflicto de los siglos, de igual forma que la de sus instrumentos: Anás, Caifás, Pilato, Herodes y los sacerdotes judíos, a ninguno de los cuales se puede considerar tampoco corredentor.

(2) Según disposición divina, en el ritual del cordero inmolado, en el caso de los sacrificios ofrecidos por los pecados de “alguna persona del común del pueblo”, quien daba muerte a la víctima no era el sacerdote, sino el propio pecador arrepentido (Lev 4:28-29). El sacerdote proporcionaba el cuchillo al pecador arrepentido, pero era este último —el propio pecador— quien debía degollar la víctima. Se requería de él que reconociera que era él —su pecado— el que degollaba a la víctima inocente. Pero observa este punto: el pecador arrepentido no odiaba ni perseguía al cordero.

Por supuesto, Satanás es todo lo contrario a un pecador arrepentido. Observa que en esa fase del ritual simbólico no había ningún papel para el diablo. Eso me lleva a concluir que en el Calvario no fue Satanás quien degolló al Cordero, sino nosotros, nuestros pecados con los que Cristo voluntariamente cargó. Satanás sólo persiguió al Cordero.

(3) Observa cómo distingue el salmista las dos cosas que se dieron en el Calvario. Orando al Señor, dijo: “[ellos] persiguieron al que tu heriste” (69:26). Es decir,

(a) (Jehová, el Padre) lo “heriste” al cargar en él el pecado de todos nosotros, siendo esa la herida por la que fuimos curados (Isa 53:5). Nuestra salvación dependía vitalmente de eso. Allí estaban implicados nuestros pecados, los pecados de todo el mundo en todas las edades. Realmente son nuestros pecados la causa de la muerte de Cristo.

(b) Mientras tanto, ELLOS (no Jehová) lo “persiguieron”, lo torturaron, lo tentaron, lo crucificaron. Allí estaba implicada la acción de los romanos y judíos, que eran los agentes satánicos en aquel momento. Parece evidente que Satanás no estaba “cooperando” con la obra expiatoria de Cristo, sino que estaba intentando evitarla mediante un tipo de muerte ordinaria que se aplicaba a los criminales y a los esclavos fugitivos, y que se aplicó posteriormente a miles de mártires.

Si Cristo hubiese muerto como consecuencia de la intervención directa de Satanás, puesto que esa muerte no habría sido la paga del pecado, se habría tratado sólo de la muerte primera. Eso no nos habría redimido de la paga del pecado, que es la muerte segunda o eterna. Pero fue al contrario: Cristo murió, no por la obra del diablo, sino “por gracia de Dios [para que] gustase la muerte por todos” (Heb 2:9). Es fácil observar que la muerte de Cristo no fue la primera muerte, puesto que no es de esa muerte de la que nos libra. La muerte de Cristo fue el equivalente a la segunda o definitiva muerte. A la primera muerte, la Biblia la llama “sueño”, y los cristianos la seguimos sufriendo hasta ahora.

La que sigue es una de las razones por las que creo que es importante diferenciar la obra de Dios, de la obra de Satanás en el Calvario. La confusión de ambas cosas permite que estemos sin defensa frente a desviaciones que niegan una parte vital de la verdad de la cruz como centro de la obra de la redención (1 Cor 1:17 y 23; 2:2 y 11:26).

Últimamente nos enfrentamos al intento de introducir una idea emparentada con la herejía de Abelardo, por parte de miembros en nuestras iglesias. Esa idea invade ya una parcela considerable del catolicismo y protestantismo popular (apóstata). El ingreso de esa desviación teológica en el adventismo no es más que otra expresión de ese mestizaje “enriquecedor” de sabiduría babilónica que aparta de la cruz de Cristo mientras que exalta sus símbolos (el crucifijo).

Esa idea emparentada con la de Abelardo es correcta en lo que afirma: que Cristo nos imputa su perfecta vida de justicia; pero está errada en lo que niega: la muerte expiatoria de Cristo en nuestro lugar. Y en ese punto coincide con la herejía abelardiana que, lo mismo que su variante moderna, sigue el esquema habitual en la génesis de las herejías: comenzar negando alguna parte vital de la verdad mientras que enfatiza otros aspectos de ella.

Pierre Abelard fue un filósofo y teólogo escolástico francés que vivió hacia el año 1100. Defendía la llamada “teoría de la influencia moral” relativa a la expiación. Negaba que seamos salvos mediante la muerte de Cristo en lugar nuestro. Según él, nuestra salvación es propiciada cuando contemplamos su vida virtuosa, que tiene en nosotros una “influencia moral” positiva. Aunque la iglesia primitiva desechó su enseñanza por herética, esa herejía ha resurgido recientemente en el movimiento de la iglesia emergente, que afecta igualmente de forma transversal a las diversas denominaciones (por desgracia también a la nuestra). Como verás más adelante al referirme al sacrificio de Caín, es evidente que el concepto encerrado en la muerte expiatoria de Cristo es objeto del odio satánico más intenso. No sólo la teoría de la influencia moral —con exclusión de la muerte expiatoria—, sino la ideología del propio espiritismo niega rotundamente el valor del sacrificio expiatorio de la muerte de Cristo. No es casualidad que el movimiento emergente, indudablemente emparentado con el espiritismo, también odie ese concepto y exalte la teoría de la influencia moral como elemento único en la expiación.

La variante moderna de la herejía de Abelardo consiste básicamente en la afirmación de que somos salvos por la vida de Cristo solamente, pero no por su muerte, que consideran circunstancial, no expiatoria y no relacionada con nuestra salvación; algo así como un accidente innecesario y desgraciado. Al leer en la Biblia lo relativo a la “sangre” prestan atención solamente al hecho de que representa la vida (de Cristo), pero ignorando sistemáticamente la necesidad del derramamiento de la sangre en referencia a esa transferencia tan costosa implicada en la muerte expiatoria.

Recuerda el episodio de la pascua israelita antes de abandonar Egipto. Dios requirió que mataran al cordero y pintaran los dinteles de la puerta con su sangre. ¿Crees que el ángel destructor habría respetado el primogénito de una casa en la que no se hubiera matado al cordero ni pintado los dinteles, y en lugar de ello se lo hubiera atado vivo junto a la puerta? Al fin y al cabo, la sangre estaba en el cordero representando la vida…

¿Cómo solucionan el problema de que, al tomar sobre sí nuestros pecados, y dado que la paga del pecado es la muerte, tenía que morir ineludiblemente? Según ellos, Cristo habría tomado sobre sí nuestros pecados, no de una forma real, sino sólo figurada, “imputada”, “vicaria”, y eso, según ellos, no implicaba la muerte como consecuencia necesaria. La situación sería esta: Cristo “llevó” nuestros pecados de una forma peculiar en la que estos no lo condenaban a la muerte, no siendo esta, por lo tanto, central ni imprescindible en el plan de la redención. Eso sí, de forma circunstancial, el odio de Satanás y la degeneración moral producida en el mundo por el pecado acabaron dando muerte a Cristo, pero fue de forma accidental e innecesaria. Según ellos, Jesús no murió por ser el portador de nuestros pecados según planificación divina. Por supuesto, tampoco pueden aceptar ni comprender la verdad de que la paga del pecado es la muerte eterna, ni que Cristo murió el equivalente a la muerte eterna o segunda que merecen nuestros pecados, puesto que es esa la muerte de la que nos libra.

Una ilustración que emplean frecuentemente en apoyo de su argumento es la parábola de la viña de Mateo 21:33. En ella señalan que la intención del “padre de familia” no era la muerte de su hijo; que de no haber sido por la infidelidad de sus labradores habría podido recoger los frutos de su viña sin necesidad de que su hijo muriera en manos de aquellos obreros impíos.

Lo que no dicen es que, según ese mismo razonamiento, el padre de familia, de no ser por la infidelidad de los labradores, tampoco hubiera tenido que enviar a su hijo. Tuvo que enviarlo sólo porque sus siervos fueron rechazados vez tras vez por los obreros impíos. Es decir: si demuestra algo su “particular interpretación” de esa Escritura, es la extraña teoría de que ni siquiera era necesario que el Hijo de Dios viniera a este mundo para salvarnos, lo que revela la cualidad de teología-ficción de su argumento. Un versículo basta para señalar cuán equivocada está la premisa en que se basa esa teo­ría: “El cual mismo [Cristo] llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros siendo muertos a los pecados, vivamos a la justicia: por la herida del cual habéis sido sanados” (1 Ped 2:24) ¡Eso nos habla de un intercambio! El apóstol estaba citando Isaías 53, que es igualmente incompatible con esa teoría. Ver también 2 Cor 5:21.

Otro de sus argumentos se basa en la premisa equivocada que he intentado rebatir: la de que Satanás fue el agente causal directo de la muerte de Cristo en la cruz. Creo que es clara la evidencia bíblica de que no es así. Para defender su teoría nos acusan así: si creemos que la muerte de Cristo es un hecho básico en nuestra salvación, convertimos a Satanás en nuestro salvador (!) Esa es la acusación que nos hacen, por increíble que parezca. El argumento es espurio, desde luego, y parecerá disparatado a quien lo escucha por primera vez. Pero eso es así porque nunca antes ha­bíamos pensado en él. Sorpresa e indignación aparte, ¿tenemos una explicación de por qué ese argumento es espurio? Es necesario comprender por qué lo es, y en mi opinión eso requiere distinguir cuál fue el papel de Satanás y cuál el de Dios en el Getsemaní y el Calvario.

Luego daré los dos textos sagrados que me llamaron la atención a esa distinción, pero permite que primero recalque de nuevo dos conceptos que creo fundamentales:

1º El sacrificio de Cristo fue planeado, dispuesto por la divinidad. El Padre y el Hijo estuvieron de acuerdo en él (Zac 6:13, Juan 18:11, Heb 9:15 y 22, Juan 12:27, 32-33, Luc 9:22 y 22:7). En Primeros Escritos p. 126 vemos que fue por iniciativa del Hijo, quien por tres veces tuvo que insistir para lograr el consentimiento del Padre. Este tuvo una tremenda lucha. Es un pasaje precioso, nadie debería desconocerlo. Yo le llamo el Getsemaní del Padre. El Padre celestial al que dirigimos nuestras oraciones nos amó y nos ama de tal manera, que finalmente accedió a dar a su Hijo unigénito para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino tenga vida eterna. Se trata del “consejo de paz” tenido por la divinidad. Nuestra paz, presente y eterna, requirió ese eterno sacrificio y esa tremenda lucha. “El castigo de nuestra paz fue sobre él” (Isa 53:5). Nuestra paz resultó de que él asumiera nuestro “castigo”: la paga del pecado, la muerte que nuestros pecados merecían. Ese fue el plan divino.

2º La muerte de Cristo es vital para nuestra salvación (Rom 5:10, Col 1:21-22, 1 Cor 15:3, Mat 26:28, Heb 11:28 y 1 Cor 5:7). Cristo oró: “Si es posible, pase de mí esta copa”. Es evidente que no fue posible que esa copa pasara de él. No era posible salvarnos, y al mismo tiempo que pasara de él esa copa. El Padre no podía salvarnos a nosotros y al mismo tiempo salvarlo a él. O era lo uno, o lo otro. Para salvarnos, Jesús tenía que apurar esa copa hasta el final. La oración fue elevada en Getsemaní, y la copa consistía en la terrible separación del Padre que acabaría en la tenebrosa experiencia de la muerte segunda, consecuencia de llevar sobre sí los pecados del mundo incluyendo los tuyos y los míos. Tanto el Padre como el Hijo han demostrado que nos aman con un amor que desborda lo que podemos concebir: nos prefirieron a nosotros, antes que a ellos mismos. Observa: si como pretenden los que defienden esa teoría, no era necesario para salvarnos que Jesús bebiera esa amarga copa —puesto que pidió al Padre que pasara de él—, y aun así el Padre se la hizo beber, ¿acaso no arroja eso sobre el Padre la crueldad que ellos atribuyen a la comprensión bíblica de substitución penal que rechazan en relación con la muerte expiatoria de Cristo?

Estos son los dos textos sagrados que me hicieron recapacitar especialmente:

1/ Juan 10:17-18:

Yo pongo mi vida para volverla a tomar. Nadie me la quita, mas yo la pongo de mí mismo.

En ese “nadie” ha de estar incluido Satanás, Herodes, Poncio Pilato, los gentiles y los pueblos de Israel.

2/ Libro Confrontation, de Ellen White, p. 53:

Satanás sabía que si Jesús moría para redimir al hombre, su poder cesaría después de un tiempo y sería destruido. Por consiguiente, su estudiado plan consistía en prevenir si le era posible que se completara la gran obra que el Hijo de Dios había comenzado { Con 53.2 }.

El contexto es las tentaciones de Jesús en el desierto.

¿En qué puede consistir “que se completara la gran obra que el Hijo de Dios había comenzado”, si no es “si Jesús moría para redimir al hombre”? La propia declaración así lo sugiere (“por consiguiente”). Según esa declaración, Satanás sabía que si Jesús moría “para redimir al hombre”, el éxito de la redención quedaba garantizado y él derrotado. Pero si Satanás lograba prevenir que Cristo muriera “para redimir al hombre”, entonces sería él quien triunfaría. Es pues evidente que la muerte que Satanás procuraba infligir a Jesús no era esa muerte para redimir al hombre. ¡Satanás TEMÍA que Cristo muriera para redimir al hombre! Lo odiaba entonces y lo sigue odiando ahora. No era eso lo que quería. Sin embargo, procuró matarlo en toda posible ocasión, desde el pesebre hasta la cruz. Eso permite concluir que en la cruz, aunque Satanás intentó dar muerte a Jesús, resultó frustrado. Así lo confirma ‘El Deseado’:

Con su último aliento exclamó: “Consumado es”. La batalla había sido ganada. Su diestra y su brazo santo le habían conquistado la victoria. Como Vencedor, plantó su estandarte en las alturas eternas. ¡Qué gozo entre los ángeles! Todo el cielo se asoció al triunfo de Cristo. Satanás, derrotado, sabía que había perdido su reino (DTG 706.1).

Satanás es el asesino que no pudo asesinar al Hijo de Dios, quien venció al invento satánico del pecado mediante su muerte redentora.

Observa cómo, en Hebreos 10:4-14, que trata de la muerte de Cristo como sacrificio para nuestra salvación, no hay ningún papel visible reservado a Satanás. Ya he citado Isaías 53, capítulo dedicado a la muerte redentora —expiatoria— de Jesús. Tampoco en él hay una alusión directa a Satanás, que carece de protagonismo en la escena (en alguna versión de la Biblia el versículo 8 puede parecer una alusión a la agresión directa de su pueblo, pero las traducciones más literales expresan ese versículo en términos similares a lo que leemos en vers. 4 y 5. Así lo traduce Ediciones Paulinas: “herido de muerte por los pecados de mi pueblo”).

En Juan 12 Jesús se refirió a su muerte, ilustrada por la necesidad de que el grano caiga en tierra y muera a fin de llevar fruto, y exclamó: “Ahora está turbada mi alma; ¿y qué diré? Padre, sálvame de esta hora. Mas para esto he venido en esta hora” (24-27). Es como un anticipo de su petición en Getsemaní consistente en que si era posible pasara de él aquella copa. Pero Cristo sabía que había venido especialmente para esa hora, para morir por la redención del hombre. Todos los demás seres humanos hemos nacido para vivir. Él nació para morir. Cuando tenía sólo doce años, mientras contemplaba absorto el sacrificio en el templo de Jerusalén, el Espíritu Santo le dijo: ‘Tú eres el Cordero’. El grano debía caer en tierra y morir, a fin de llevar fruto. Satanás intentó dar muerte a Cristo varias veces por apedreamiento, pero dice la Biblia que “no había llegado su hora” todavía. En contraste, para Satanás cualquier hora era buena para dar muerte a Jesús, con tal que sirviera para evitar que el Redentor hiciera el sacrificio supremo, que significaría su derrota y el triunfo del plan de la redención. Con ese fin Satanás empleó a los que estaban bajo su influencia. Lo intentó en el asesinato decretado por Herodes de todos los bebés de Belén, lo volvió a intentar en varias ocasiones mediante el apedreamiento, y en cierta ocasión a través de los propios familiares de Jesús que no creían en él, y que lo desafiaban a que realizara actos temerarios que lo habrían llevado a su muerte prematura —no redentora— en manos de los judíos. Lo puedes leer en Juan 7:1-6.

Así pues, Satanás procuró matar a Jesús desde el pesebre hasta el Calvario. No lo logró al principio Y TAMPOCO AL FINAL, pues el Padre preservó la vida de Cristo hasta que llegó su hora, hasta que pudiera morir “para redimir al hombre”, ANTES de que el diablo pudiera darle muerte y frustrara su sacrificio redentor. Hay que recordar que la muerte de los crucificados solía producirse entre el 5º y 7º día, pero Jesús no estuvo más de seis horas en la cruz. Cuando fueron a romper las piernas de los dos ladrones crucificados a derecha e izquierda de Jesús para precipitar su muerte y evitar que siguieran allí tras la puesta de sol del viernes, no tuvieron que hacer lo mismo con Jesús, pues ya había entregado su vida, ya había “consumado” su sacrificio redentor de la humanidad.

Resumiendo, esta podría ser una lectura parafraseada del texto de Ellen White:

Satanás sabía que si Jesús moría para redimir al hombre [como consecuencia de cargar con nuestros pecados según el plan divino], su poder cesaría después de un tiempo y sería destruido. Por consiguiente, su estudiado plan consistía en prevenir si le era posible que se completara la gran obra que el Hijo de Dios había comenzado [procurando darle muerte antes de que Jesús pudiera experimentar la muerte redentora consecuencia de llevar nuestros pecados, según el designio divino].

Así pues, el Calvario, la hora del aparente triunfo de las potestades de las tinieblas, fue la más aplastante y absoluta derrota de Satanás, quien quedó definitivamente expuesto ante el universo como asesino, aun sin haber logrado su propósito de asesinar al Hijo de Dios. No es pues extraño que Pablo no quisiera gloriarse en nada que no fuera precisamente la cruz de Cristo.

Según el Espíritu de Profecía, el propio Satanás lo comprendió allí mismo, incluso antes de la resurrección de Cristo:

Satanás estaba entonces derrotado. Sabía que su reino estaba perdido. Los ángeles se regocijaron cuando fueron pronunciadas las palabras: “Consumado es”. El gran plan de redención, que dependía de la muerte de Cristo, había sido ejecutado hasta allí (1JT 228.2).

Hay que prestar atención a algunos pasajes que aparentemente fusionan los dos aspectos que he tratado de diferenciar. Estos son tres de ellos. Se trata de predicaciones de Pedro poco tiempo después de la crucifixión, resurrección y ascensión de Jesús:

A éste, entregado por determinado consejo y providencia de Dios, prendisteis y matasteis por manos de inicuos, crucificándole (Hechos 2:23).

Matasteis al Autor de la vida, al cual Dios ha resucitado de los muertos; de lo que nosotros somos testigos (Hechos 3:15).

El Dios de nuestros padres levantó a Jesús, al cual vosotros matasteis colgándolo en un madero (Hechos 5:30).

Hay otros textos similares: Hechos 10:39; 1 Tes 2:15, etc.

La expresión “matasteis”, ¿significa que no fueron nuestros pecados llevados voluntariamente por Jesús, puestos sobre él por el Padre, los que causaron su muerte redentora, sino que al contrario, fueron los actores locales la causa inmediata de su muerte? Creo que no es esa la consecuencia necesaria de lo que expresan.

Siendo que el propio Jesús dijo que nadie le quitaba la vida y que era él quien la ponía de sí mismo (Juan 10:17-18), ¿podía Pedro hacer esa acusación de asesinato a su auditorio? Creo que sí, puesto que para Dios, la culpa está en la intención, no necesariamente en la consecución del hecho (Mat 5:21-22). Jesús dijo de Satanás: “Homicida ha sido desde el principio” (Juan 8:44). Eso lo dijo antes de ser crucificado, y la expresión “el principio” se refiere a un período indudablemente anterior, en el que probablemente Satanás aún no había “matado” a nadie de forma visible. Pero tanto al “principio” de su rebelión como en la cruz, a pesar de no haber logrado su propósito en ningún caso, es evidente que Satanás puede ser perfectamente calificado de asesino, lo mismo que los judíos contemporáneos de Cristo, sin implicar con ello que la muerte de Cristo fuera el resultado de su acción directa. Para ser homicida no es necesario el resultado, basta con la intención. No sólo “al principio”, sino también hoy es muy posible profesar amor con los labios mientras se alberga locura en la mente y odio en el corazón.

Puesto que se trata de un problema del corazón y radica en la intención, dicha acusación no puede quedar limitada a Satanás y a sus agentes en el Calvario. Pero el asunto va incluso más allá. El pecado de Adán y Eva no parecía muy grave, no parecía implicar homicidio al ser cometido, pero era como la bellota que terminó finalmente en el roble de la crucifixión. La mente carnal, la mente “del mundo es enemistad contra Dios” (Sant 4:4). Todo el que lea hoy Hechos 2:23, 3:15 y 5:30, puede y debe saber que la Palabra que lee ES CIERTA aplicada a sí mismo. Cuando esos sermones fueron pronunciados en Pentecostés tuvieron un fruto abundante, y la implicación personal de cada pecador en la crucifixión, mediante su mente carnal enemistada con Dios, es un elemento vital del mensaje que no de­biéramos ignorar hoy.

Es oportuno recordar aquí estos dos pasajes del Espíritu de Profecía:

[en referencia a la oración de Jesús en la cruz: ‘Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen’]:

Esa oración de Cristo por sus enemigos abarcaba al mundo. Abarcaba a todo pecador que hubiera vivido desde el principio del mundo o fuese a vivir hasta el fin del tiempo. Sobre todos recae la culpabilidad de la crucifixión del Hijo de Dios (DTG 694.2).

A menos que individualmente nos arrepintamos ante Dios de la transgresión de su ley y ejerzamos fe en nuestro Señor Jesucristo a quien el mundo ha rechazado, estaremos bajo la plena condenación merecida por aquellos que eligieron a Barrabás en lugar de Jesús. El mundo entero está acusado hoy del rechazo y asesinato deliberados del Hijo de Dios (TM 38.1).

Y sin embargo es evidente que el mundo entero de hoy no es el agente directo de la muerte de Cristo en la cruz, ocurrida hace dos mil años —materialmente hablando—.

Así pues, se puede decir al mundo entero hoy: “Matasteis al Autor de la vida”, puesto que la mente carnal es enemistad contra Dios, no se sujeta a la ley de Dios ni está en su posibilidad hacerlo (Rom 8:7). La ley citada es la ley del amor (ágape), que sólo puede venir de Dios (Rom 5:5), lo que significa que el hombre inconverso no puede ejercer el amor de Dios, sino que está en enemistad contra él; es su enemigo, y esa enemistad contiene en ella misma el germen de su autor, que es homicida desde el principio. Pero se trata en todo caso de homicidio —en realidad asesinato— en la intención, respecto al Hijo de Dios.

Creo que el mensaje que dio Pedro, lo dio en el mismo sentido en que Ellen White escribió las dos declaraciones citadas, y por lo tanto su aplicación es perfectamente válida para el que lo lea personalmente en su Biblia hoy, y tratándose de un asesinato “en grado de atentado”, ciertamente no menoscaba el hecho de que la muerte expiatoria de Cristo fue dispuesta por la Divinidad, y fue la consecuencia de haber tomado sobre sí nuestros pecados, fue la paga del pecado.

Creo que tanto los escritores del Nuevo Testamento como Ellen White se refirieron frecuentemente al sacrificio expiatorio de Cristo sin hacer la distinción que estoy tratando de enfatizar, pudiendo así decir de los actores locales: “matasteis”, o bien referirse a la crucifixión como al hecho prominente que señala el sacrificio expiatorio de Cristo como una referencia al tiempo y al lugar del sacrificio expiatorio, más que a su esencia. Un ejemplo de ello lo encuentro en El Deseado, p. 728: “Al dar muerte a Cristo [in putting Christ to death: literalmente ‘al abocar a Cristo a la muerte’], los sacerdotes se habían hecho instrumentos de Satanás…”, o en la página 722: “Cuando la gente supo que Jesús había sido ejecutado [put to death: literalmente ‘llevado a la muerte’] por los sacerdotes…” ¿Significa eso que Ellen White negaba, ignoraba o minimizaba el hecho que busco destacar? No parece que tal fuera el caso, ya que en ese mismo capítulo especifica:

Pero no fue el lanzazo, no fue el padecimiento de la cruz, lo que causó la muerte de Jesús. Ese clamor, pronunciado ‘con grande voz’, en el momento de la muerte, el raudal de sangre y agua que fluyó de su costado, declaran que murió por quebrantamiento del corazón. Su corazón fue quebrantado por la angustia mental. Fue muerto por el pecado del mundo (DTG 717.2).

Su jadeante aliento se fue haciendo más rápido y más profundo, mientras su alma agonizaba bajo la carga de los pecados del mundo (DTG 708.2).

Una posible explicación de por qué existen esas declaraciones en apariencia contradictorias, es esta: el Señor, a la vez que quiere que sepamos que nadie le quitó la vida, sino que él la puso en nuestro favor tomando voluntariamente sobre sí nuestros pecados, quiere también que conozcamos cuáles fueron las intenciones de Satanás y sus agentes, que coinciden con las de nuestra mente carnal. Esa es la mejor ilustración de la tenebrosa malignidad de quien se entrega al pecado, por pequeño e inocente que este pueda parecer “al principio”, antes de desarrollarse (Juan 8:44).

Expresiones en el registro inspirado, como “cruz”, “crucifixión”, “crucificado”, etc., aluden frecuentemente al hecho central, único, singular y cósmico de la muerte expiatoria o redentora de Cristo por llevar los pecados del mundo ocurrida en ocasión de dicha crucifixión, más bien que al hecho de la propia crucifixión, que no es único ni singular, sino común a esa forma de tortura que en la historia ha sido aplicada a infinidad de mártires, antes y después de Cristo.

Este ha sido mi esfuerzo por destacar “que Cristo fue muerto por nuestros pecados, conforme a las Escrituras” (1 Cor 15:3).

No quisiera terminar esta sección sin referirme antes a dos textos empleados habitualmente en la defensa de la teoría que he llamado variante del abelardismo.

1/ Seremos “salvos por su vida” (Rom 5:10). Es curioso que la primera parte del versículo afirma lo que esa herejía niega: que “siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo”. El problema de la herejía no es lo que afirma, sino lo que niega. Estamos de acuerdo en que somos salvos por su vida. Pero dado que en el pasaje citado se habla primeramente de la muerte de Jesús como causa de la reconciliación, y luego de su vida (en futuro), es posible que se esté refiriendo a la vida de Cristo después de resucitar y ascender: a lo que se refiere Hebreos 7:25 hablando del sacerdocio de Cristo, quien puede “salvar eternamente a los que por él se allegan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos”.

2/ Jesús dijo antes de su muerte: “Yo te he glorificado en la tierra: he acabado la obra que me diste que hiciese” (Juan 17:4). Si había “acabado la obra” antes de su muerte, eso significaría que su muerte no formaba parte de dicha obra, según pretende esa teoría. Pero eso sólo se puede entender así en una lectura superficial. Esa oración es correctamente conocida como la oración sacerdotal de Jesús. Pero Jesús, cuando estuvo en esta tierra, no era sacerdote (siendo de la tribu de Judá y no de la de Leví, Heb 8:4). Inició su ministerio sacerdotal al derramarse la lluvia temprana, después de ascender, por lo tanto, DESPUÉS de su muerte. Leyendo la oración en su contexto se hace evidente que es una oración profética y referida a un tiempo futuro en el que Cristo ya habría entregado su vida, resucitado, ascendido e iniciado su sacerdocio intransferible (Heb 7:24). Se trata de la oración de intercesión que Jesús pronuncia cuando ya no está en esta tierra, en el sentido en el que siguen estando sus discípulos (v. 11-12). Por ese tiempo, Jesús está ya en el cielo junto al Padre, a quien pide que “donde yo estoy, ellos estén también conmigo” (v. 24). ¿Qué sentido tendría su petición, referida al momento —previo a su muerte— en el que Jesús estaba junto a sus discípulos?

 

Respecto a la importante cuestión que planteas: “¿Qué valor tendría su muerte en naturaleza como Adán antes de la caída?”, esta es mi comprensión:

Nuestro problema con el pecado es doble: de una parte cometemos pecados, y eso hace que estemos condenados por la ley.

Pero eso no es todo. Además, al pecar nuestros primeros padres, nuestra naturaleza se degradó, se hizo pecaminosa: tendente al pecado y débil, incapaz de desear y de obrar el bien. En la Biblia se expresa de varias maneras, una de ellas como “la ley del pecado que hay en mis miembros” (Rom 7:23). Observa que se trata de una ley; no de un pecado ni de varios o muchos pecados. Es como la ley de la gravedad: esa ley NO ES la caída de ningún objeto, sino la fuerza de atracción de la tierra sobre los objetos sometidos a su campo gravitatorio, haciendo que tiendan a caer hacia ella. La “ley del pecado”, nuestra naturaleza pecaminosa, TAMPOCO es ningún pecado en ella misma. Es una ley. Dios no nos culpa ni nos condena por nacer con esa naturaleza (como pretende la herejía calvinista del pecado original). Pero aunque Dios no nos haga responsables por nacer con esa naturaleza caída, lo cierto es que poseerla nos descalifica para el cielo. Dicha naturaleza caída (tendencia al pecado), lo mismo que nuestro carácter (pecado), está en necesidad de redención.

En el plan de la salvación Dios aborda ambos problemas: el del pecado que cometemos, y el de la naturaleza pecaminosa que heredamos. Ambas cosas nos descalifican para el cielo, aunque sólo la primera implique culpabilidad. Luego intentaré razonar por qué Cristo tuvo que tomar esas dos cosas.

A pesar de que los pecados de un mundo culpable pesaban sobre Cristo, a pesar de la humillación que implicaba el tomar sobre sí nuestra naturaleza caída (DTG 86.6).

Hago aquí una pausa para considerar cómo esa naturaleza caída nuestra que Jesús tomó en su encarnación lo “descalificaba” también a él para el cielo (dicho con toda reverencia, en el sentido de que Jesús no pudo llevar al cielo nuestra naturaleza humana caída que tomó en su nacimiento, debiendo dejarla en la tumba). Cuando Jesús vino a esta tierra, se encarnó “en el cuerpo de nuestra bajeza”. Así lo afirma Ellen White en DTG 14.4. Pero según Filipenses 3:21, Jesús no introdujo en el cielo ese cuerpo de nuestra bajeza, pues ahora está allí en “el cuerpo de su gloria”. El cuerpo que nos dará cuando esto corruptible sea transformado en incorrupción, a la final trompeta, será semejante al cuerpo de su gloria, aquel con el que salió vencedor de la tumba.

Así, la redención requería solucionar también el problema de nuestra naturaleza pecaminosa o caída.

Para redimirnos de nuestros pecados, tenía que tomarlos sobre sí. La pregunta importante es:

¿Podía redimirnos también de esa naturaleza pecaminosa sin tomarla sobre sí?

Hemos de prestar atención a la forma en la que Cristo redime, recordando siempre que el problema del pecado es doble: nuestro pecado de una parte, y nuestra naturaleza pecaminosa de otra. Ambos hacen su aparición en la caída. Ninguno de los dos formaba parte del plan de Dios para el hombre, y ambos han de ser solucionados.

Varios versículos son esclarecedores al respecto de cuál es el método consistentemente empleado en la obra redentora de Cristo, cuál es la condición bajo la cual puede efectuar dicha obra:

1/ Gálatas 3:13. Versículo breve, pero cargado de significado en las dos verdades vitales que enuncia:

a/ Qué fue lo que Cristo hizo: “Nos redimió de la maldición de la ley”. Esa maldición es la desobediencia a la ley —vers. 10— o quizá más concretamente la expectativa falsa de obtener la justicia a base de intentar obedecer la ley, y

b/ Cómo lo hizo, qué método siguió (aquí está el punto que quiero destacar): “Hecho por nosotros maldición”.

Este es el punto principal: que el Salvador no puede redimir aquello que no asume, aquello que no toma sobre sí. Sólo podía redimirnos de la maldición de la ley, haciéndose él mismo maldición por nosotros. Por lo tanto, tuvo que tomar nuestros pecados sobre sí, y tuvo que tomar nuestra naturaleza sobre sí: no la naturaleza de Adán antes de la caída —que no estaba necesitada de redención— sino la nuestra, caída, pecaminosa. Jesús tenía que vencer el pecado en el terreno de la debilidad (Rom 8:3).

2/ “Al que no conoció pecado [Cristo], hizo pecado por nosotros, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Cor 5:21). Sólo pudo redimirnos del pecado, haciéndose pecado él mismo.

3/Hecho de mujer”, “hecho súbdito a la ley” (como todo hijo de Adán y Eva después de la caída) “para que redimiese a los que estaban debajo de la ley” (Gál 4:4). Una vez más, sólo podía redimir a los que están bajo la ley asumiendo esa misma condición de estar bajo la ley. Y ciertamente, sólo el que está bajo la ley puede morir, ya que “el aguijón de la muerte es el pecado, y la potencia del pecado, la ley” (1 Cor 15:56).

4/ Y especialmente Hebreos 2:14, que relaciona la muerte expiatoria de Cristo con la necesidad de que tomara la misma naturaleza de “los hijos”, de “la simiente de Abraham” (v. 16), “los hermanos” (v. 17), expresiones todas ellas que sólo tienen sentido al ser aplicadas a la naturaleza pecaminosa del hombre tras la caída:

Por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo, para destruir por la muerte al que tenía el imperio de la muerte (Heb 2:14).

Sólo tomando sobre sí esa muerte —inherente al pecado— podía destruir al que tenía el imperio de la muerte, y sólo podía hacerlo participando de la misma naturaleza de “los hijos” a quienes iba a rescatar.

A fin de ser idóneos para el cielo necesitamos aceptar (1) la vida de perfecta obediencia de Jesús en nuestro lugar, lo que nos hace ser justos en Cristo, (2) aceptar la muerte de Cristo llevando nuestros pecados (de la paga de los cuales nos libra), lo que hace que seamos perdonados en Cristo, y (3) aceptar la —futura— redención de nuestra naturaleza pecaminosa igualmente llevada por Cristo. Sólo eso nos permite estar “en lugares celestiales en Cristo” (Efe 1:3).

Eso nada tiene que ver con la herejía de la carne santa, ya que sucede igual que sucedió con Cristo: es sólo después de su muerte y resurrección cuando fue librado de dicha naturaleza pecaminosa (en el caso de los creyentes de la última generación, en la traslación, “a la final trompeta”).

Y juntamente nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los cielos con Cristo Jesús (Efe 2:6).

Quizá te sorprenda el uso de la expresión “naturaleza pecaminosa” aplicada a la naturaleza humana que Cristo tomó al venir a esta tierra. No se trata de mi idea personal. La hermana White fue pionera en emplearla explícitamente. Que yo sepa, al menos en dos ocasiones. Una de ellas está en su libro Medical Ministry, p. 181 { MM 181.3 }: “He took upon His sinless nature our sinful nature”. Esta es una traducción literal posible: “Sobre su naturaleza impecable tomó nuestra naturaleza pecaminosa”, o como aparece traducida en el libro correspondiente en castellano, titulado El ministerio médico, p. 238 { MM 237.3 }: “Él tomó sobre su naturaleza sin pecado nuestra naturaleza pecaminosa”, que sigue siendo igualmente esclarecedora.

Respecto a la necesidad de muerte para la remisión de los pecados, y a la razón de esa necesidad, creo que, efectivamente, es la ley de Dios, su carácter, la que lo exige (autoexige). Pero no hay que ver en ello ninguna disposición arbitraria. La dádiva de Dios es vida eterna, pero es el propio pecado el que lleva en sí la muerte (no un decreto divino de condenación, Rom 6:23). El hecho de que Satanás esté aún vivo parecería contradecir ese principio, pero en El Deseado, p. 713, Ellen White afirma que el diablo habría perecido si se le hubiera dejado cosechar los resultados de su pecado, en cuyo caso el universo no habría podido discernir plenamente su carácter.

Parece lógico: Dios es vida, justicia y amor. El pecado es rebelarse contra Dios y apartarse de él mediante el egoísmo, odio e injusticia. ¿Es extraño que al rechazar a Dios, única fuente de vida, sobrevenga la muerte? ¿Qué puede resultar de rechazar el amor, la justicia y la vida?

Este no es un acto de fuerza arbitraria de parte de Dios. Los que rechazaron su misericordia siegan lo que sembraron. Dios es la fuente de la vida; y cuando uno elige el servicio del pecado, se separa de Dios y se separa así de la vida (DTG 712.4).

Así, en la muerte no hay que ver primariamente un castigo de Dios, sino algo consustancial con el pecado. Y es mi convicción que también la muerte de Cristo en nuestro favor hay que verla así. Intentaré explicar mi razón para ello, que está ligada a una comprensión de la muerte de Cristo en nuestro lugar, no en sentido vicario, sino identitario (si es que la palabra existe).

La “ley” no dice que el pecado de alguien haya que saldarlo con la muerte de otro cualquiera, que sería la noción pagana de satisfacción. Esa temprana corrupción pagana de la verdad llevó en ocasiones al ofrecimiento de sacrificios humanos para aplacar a los dioses, y actualmente suele llevar a la gracia barata: ‘Puedo seguir aferrado a mi vida de pecado, puesto que hay un tal Jesús de Nazaret que hace dos mil años murió para pagar por los pecados’.

Ningún juez en esta tierra admitiría como justa una sentencia que exculpara al criminal, y que en su lugar hiciera recaer la pena en un inocente, por más voluntario que se prestara este al intercambio.

Esto es lo que dice la ley: “El alma que pecare, ESA morirá” (Eze 18:4). También Deuteronomio 24:16, Éxodo 32:33, etc.

Piensa ahora en este versículo: “El que es muerto, justificado es del pecado” (Rom 6:7).

Para entenderlo, imagina que robo un banco, y me detienen. Me imponen una pena de prisión y la cumplo. Una vez salgo de la cárcel, salgo libre (justificado), totalmente libre. ¿Por qué? ¿Porque nunca he transgredido? —No. Salgo libre (justificado) porque, aunque he transgredido, he pagado por la transgresión: he saldado la deuda.

Pero el dilema moral del hombre es más grave, ya que el delito requiere “pagar” con la vida, y al morir para pagar la deuda del pecado, una vez muerto, ¿de qué sirve haber quedado libre de la deuda? Ahora, si pudiera pagar la deuda muriendo, y volver después a vivir, entonces la cosa funcionaría, ya que “el que es muerto, justificado es del pecado”.

Cristo tiene la solución para ese dilema que resulta inasumible para el hombre, y consiste en incorporarnos a él, haciendo que muramos en él, para darnos después una nueva vida a cambio: su vida perfecta y eterna (2 Cor 5:17).

Cuando leemos que Cristo “llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero”, o que “Jehová puso en él el pecado de todos nosotros”, hemos de reconocer que nuestro pecado, nuestros pecados, no es algo que se pueda separar de nosotros; no es nada parecido a una “parte” separable o individualizable de nosotros. El pecado está en nuestro carácter, implica nuestro ser entero: es todo nuestro ser, nuestra alma, somos “nosotros” quienes hemos pecado. Es imposible que Cristo tomara sobre sí “nuestros pecados”, sin tomarnos a nosotros en ello. Creo que hemos de entender esas expresiones como significando que cuando Cristo tomó nuestros pecados, nos tomó a nosotros. Cierto, de una forma en que no podemos comprender, pero recuerda la insistencia del Antiguo Testamento en que el redentor había de ser necesariamente el pariente más próximo (el goel). Lo cierto es que no hay en nuestra familia un pariente más próximo a nosotros, que Cristo Jesús. Gracias a Dios por ello.

De igual manera en que todos estábamos en Adán cuando este pecó (sin intervención voluntaria ni culpa por nuestra parte), también estábamos todos en Cristo cuando vino a esta tierra a redimirnos con su vida y su muerte (igualmente sin intervención personal ni mérito por nuestra parte). En ocasión del bautismo de Jesús “Dios acepta la humanidad en la persona de su Hijo”. “Las palabras dichas a Jesús a orillas del Jordán: ‘Este es mi Hijo amado, en el cual tengo contentamiento’, abarcan a toda la humanidad”, “Él ‘nos hizo aceptos en el Amado” (DTG 86.3-87.3). Ese es uno de los significados de la expresión “en Cristo” o “en él” en sentido objetivo, histórico. Otro significado (más extendido en la Biblia) de la expresión “en Cristo” se refiere a nuestra aceptación del don de Cristo en nuestra fe y experiencia personales, de forma subjetiva. Ambos conceptos son válidos y expresan momentos diferentes y complementarios en la salvación.

Una ilustración de eso se encuentra en Romanos 5:12-21. El versículo 14 nos presenta a Adán como siendo “figura de Cristo”. ¿En qué sentido cabe considerar a Adán como una figura de Cristo (o postrer Adán)? ¿En que los dos hicieron lo bueno? —No. ¿En qué los dos hicieron lo malo? —Tampoco. Si algo nos quiere decir ese pasaje por encima de todo, es que en esto son comparables Adán y Cristo; en esto se puede decir que Adán es una figura de Cristo: en que de igual forma en que el pecado de Adán nos afectó a todos, puesto que todos estábamos en Adán cuando pecó, así también la “justicia” de Cristo nos afecta a todos, puesto que él nos tomó a todos cuando vino a este mundo y se hizo “nosotros” al tomar nuestra naturaleza pecaminosa, al tomar nuestros pecados y pagar por ellos.

Por eso Emmanuel, que es el nombre de Jesús, no significa ‘Dios con él’ (con Cristo), sino “Dios con nosotros” (porque él nos incluye a “nosotros”, Mat 1:23). “Así como en Adán todos mueren, así también en Cristo todos serán vivificados” (1 Cor 15:22). Unos para vida eterna, y otros para la segunda resurrección, el juicio y la muerte eterna; pero según el plan de Dios, todos son vivificados, todos reciben el don de la vida, aunque unos la malogren finalmente (ver Hechos 24:15 y CS 532.2-532-3). “Dios estaba en Cristo reconciliando el mundo a sí, no imputándole sus pecados” (2 Cor 5:19). Si no le estaba imputando sus pecados al mundo, es porque se los estaba imputando a sí mismo, y cubriendo a cambio al mundo con su justicia, y así, en un sentido puramente histórico, objetivo y legal, estaba “justificando” al mundo; es decir, estaba tratándolo como si fuera justo, como si no tuviera pecado: le estaba dando una nueva oportunidad, le estaba restableciendo la vida, un cierto conocimiento de Dios y la capacidad de poder volver a elegir el bien. La vida es inseparable de la justicia, y el hecho de que el mundo viva es demostración de estar bajo esa atmósfera de gracia que evita temporalmente la paga del pecado, que de otra forma significaría la muerte eterna e inmediata:

El castigo por la más mínima transgresión de esa ley es la muerte, y si no fuera por Cristo, el Abogado del pecador, recaería inmediatamente sobre cada ofensa (CDCD 244.3).

[Cristo] Actuaba frente a la humanidad en lugar de Dios, salvando al linaje humano de la muerte inmediata (7CBA 924.8).

El Cordero de Dios inmolado desde el principio del mundo ya ha salvado al mundo de la muerte inmediata. Por eso se lo puede llamar con toda propiedad “Salvador del mundo” (Juan 4:42, 1 Tim 4:10). Ya ha imputado (temporalmente) a todo ser humano su justicia antes de que este lo sepa, antes de que nazca y antes de que crea, y esa es la única razón por la que el pecador puede estar vivo y tiene la oportunidad de aceptar el don de Cristo para vida eterna. Eso significa que podemos presentar a Cristo al pecador, no sólo como a nuestro Salvador, sino también como al que es ya su Salvador (Isa 44:22) en el pasado y presente, y por la eternidad si lo recibe de todo corazón.

[El Señor] Nos salvó y llamó con vocación santa, no conforme a nuestras obras, mas según el intento suyo y gracia, la cual nos es dada [no meramente ofrecida] en Cristo Jesús antes de los tiempos de los siglos (2 Tim 1:9).

A la muerte de Cristo debemos aun esta vida terrenal. El pan que comemos ha sido comprado por su cuerpo quebrantado. El agua que bebemos ha sido comprada por su sangre derramada. Nadie, santo o pecador, come su alimento diario sin ser nutrido por el cuerpo y la sangre de Cristo. La cruz del Calvario está estampada en cada pan. Está reflejada en cada manantial (DTG 615.2).

Según esa comprensión, cuando Cristo murió al pecado, todos morimos en él (de forma histórica, objetiva); es decir, nuestra deuda quedó saldada en él. La pagó él, pero no separadamente de nosotros, de forma meramente vicaria, sino que Cristo se identificó con nosotros, se hizo nuestro pariente más próximo, nos incorporó a él, y así morimos en él, y “el que ha muerto, justificado es del pecado”. Al comprenderlo así, “el amor de Cristo nos constriñe, pensando esto: Que si uno murió por todos, luego todos son muertos” (2 Cor 5:14). Es decir: Cristo nos tomó sobre sí y murió por nosotros después de haberse hecho “nosotros”, con lo que queda satisfecha la ley que dice que el alma que pecare, esa morirá. Nos da a cambio su vida, su vida eterna, y al comprender eso, su amor nos conmueve y motiva de tal forma, que ya no queremos vivir más para nuestros intereses egoístas, para el pecado que lo crucificó, sino para Aquel que murió por nosotros.

Así entiendo también Romanos 7:1-4. “Así también vosotros, hermanos míos, estáis muertos a la ley por el cuerpo de Cristo” (v. 4), y Romanos 6:3-7.

Estando muertos en pecados y en la incircuncisión de vuestra carne, os vivificó juntamente con él, perdonándoos todos los pecados (Col 2:13).

Eso es el aspecto objetivo, histórico: lo que Cristo hizo por nosotros y por el mundo de forma incondicional y soberana, sin nuestro conocimiento, consentimiento o colaboración (1 Juan 2:2). Lo mismo es cierto también de la Creación, que la Escritura emplea frecuentemente como figura de la Redención.

Ese evangelio objetivo, histórico, incondicional, lo que Cristo hizo por nosotros, es la base sólida y el fundamento inamovible sobre el que se construye todo el edificio de la verdad. Pero eso no es el todo. No termina ahí. Para que obtengamos personalmente sus beneficios plenos, para poder ser salvos como los seres libres que Dios creó al principio, para que no recibamos “en vano la gracia de Dios” (2 Cor 6:1), para que ese sacrificio o muerte identitaria o incorporativa (otra palabra que no sé si existen) sea eficaz para vida eterna, hemos de validarlo en nuestra experiencia: hemos de aceptar, recibir, la muerte de Cristo como nuestra muerte, lo que implica morir al pecado, y en ese sentido se puede hablar de la muerte sustitutoria de Cristo como compartida (en contraposición con vicaria).

Con Cristo estoy juntamente crucificado, y vivo, no ya yo, mas vive Cristo en mí… (Gál 2:20).

Cada día muero (1 Cor 15:31).

Es palabra fiel: Que si somos muertos con él, también viviremos con él (2 Tim 2:11)

¿Pues qué diremos? ¿Perseveraremos en pecado para que la gracia crezca? En ninguna manera. Porque los que somos muertos al pecado, ¿cómo viviremos aún en él? (Rom 6:1-2. Ver también 9-12; 2 Cor 5:17, Col 2:20, 3:1-3, 1 Ped 2:24, etc).

No estamos hablando ahora de justificación objetiva e histórica (con un efecto universal, aunque temporal), sino de nuestra elección, de nuestra aceptación personal de esa justificación efectuada por Dios en Cristo, en la cruz. Es la justificación por la gracia de Dios, recibida por la fe, o en su formato resumido: justificación por la fe.

Esa visión ayuda a comprender mejor la necesidad de muerte para la remisión del pecado, de acuerdo con el carácter sabio, justo, misericordioso y deliciosamente próximo del Señor, de una forma que nos concierne, que trasciende en nuestra experiencia diaria. Cristo, el comandante del universo, el eterno Hijo de Dios, no se avergüenza de llamarse hermano nuestro. Eso nos conmueve, nos humilla y nos llena de esperanza. Esa verdad es increíblemente preciosa en todos sus detalles. La eternidad no bastará para agotar el tema glorioso del amor sublime de Dios manifestado en la cruz.

No quiero terminar sin recomendarte la lectura de los capítulos ‘El Getsemaní’, ‘El Calvario’ y sus contiguos, en El Deseado, y sobre todo estos otros: Historia de la redención, p. 43 a 53 y 228 a 237, así como Joyas de los Testimonios vol. I, p. 217 a 233, y El camino a Cristo, p. 13 a 15. Mi estudio quizá te haya sido de alguna utilidad desde el punto de vista de la razón, pero el amor de Cristo revelado en la cruz no se puede entender sólo de forma intelectual, y es por eso que te remito encarecidamente a las lecturas precedentes. Allí no puedes temer que haya alguna idea equivocada, como es el caso cuando me les, y eso te permitirá emplear al máximo, no sólo los poderes de la razón, sino también los de la emoción.

Debemos reunirnos en torno a la cruz, Cristo, y Cristo crucificado, debe ser el tema de nuestra meditación, conversación y más gozosa emoción (CC 104.1).

Cuando los hombres y las mujeres puedan comprender plenamente la magnitud del gran sacrificio que fue hecho por la Majestad del cielo al morir en lugar del hombre, entonces será magnificado el plan de la salvación, y al reflexionar en el Calvario se despertarán emociones tiernas, sagradas y vivas en el corazón del cristiano; vibrarán en su corazón alabanzas a Dios y al Cordero. El orgullo y la autoestima no pueden florecer en los corazones que mantienen frescos los recuerdos de las escenas del Calvario… Es un pecado permanecer sereno y desapasionado ante él. Las escenas del Calvario despiertan la más profunda emoción. Tendrás disculpa si manifiestas entusiasmo por este tema (1JT 228.3-229.2, traducción revisada).

 

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