PACTO VIEJO Y PACTO NUEVO-2
LB, 7 agosto 2020

 

Vimos que el nuevo pacto (Mat 26:28; 1 Cor 11:25-26) es el pacto eterno (Heb 13:20), que fue renovado o confirmado en el sacrificio de Cristo. Se le llama también segundo pacto, por haber sido ratificado por el sacrificio de Cristo, que tuvo lugar históricamente después de los sacrificios que lo simbolizaban. Ese pacto es el único en el que hay salvación: es el que Dios llama “mi pacto”.

Vimos que los dos pactos: el viejo (primero), y el nuevo (segundo o eterno), no son la misma cosa, sino que son opuestos, contrarios uno al otro (Gén 21:10; Gál 4:30-31). El nuevo pacto es la salvación por la gracia de Dios en Cristo, recibida por la fe; el viejo pacto es el intento vano de salvación por las obras, por parte del hombre.

Vimos que ambos pactos tienen que ver con la ley, pero hay una diferencia clave: en el viejo pacto, obedecer la ley es “la parte humana” del pacto; mientras que en el nuevo pacto, la obediencia a la ley es precisamente lo que Dios nos promete, lo que él nos da; es su parte. De hecho, en el nuevo pacto, todo es de Dios. Nuestra “parte” es creerlo y recibirlo.

Vimos que en el viejo pacto, la ley está grabada en piedra, y sólo tiene el poder de condenar. Dios se vale de la esclavitud inherente a ese pacto basado en las obras de la ley, para llevarnos a Cristo (Gál 3:23-24) en procura de la liberación del nuevo pacto, en el que la ley nos viene en Cristo, y queda grabada en nuestra mente y corazón. Así, la ley nos lleva a Cristo, y Cristo nos lleva a la ley.

Vimos que los dos pactos no se suceden en la historia secuencialmente, sino que corren paralelos según la comprensión y decisión de cada uno, desde el Edén perdido hasta el cierre del tiempo de prueba. Todos los que fueron salvos en tiempos del Antiguo Testamento —la dispensación de los símbolos—, lo fueron bajo el nuevo pacto de la salvación por la gracia de Cristo recibida por la fe (Hab 2:4; Heb 11).

Vimos que el pacto eterno (nuevo) se estableció entre Dios Padre y Dios Hijo en los días de la eternidad, antes de ser creada la tierra. Al serle comunicado al hombre, el pacto tiene el formato de una promesa unilateral por parte de Dios. En ese sentido es más ajustado pensar en diathéke como “testamento”, que como “pacto” (Heb 9:16-17), como también por requerir la muerte del testador.

Vimos que el nuevo pacto está caracterizado por las promesas de Dios al hombre, y que la respuesta esperada es la que tuvo Abraham: ejercer la fe, que conlleva andar según las promesas que se nos hacen en Cristo (2 Cor 1:20), confiando en el poder de su Palabra (Sal 33:9; Juan 15:3). En contraste, el viejo pacto se basa en las promesas humanas (Mat 26:33 y 35), que sólo pueden llevar a la esclavitud (Gál 4:24-25; Rom 7:23-24): “El conocimiento de vuestras promesas no cumplidas y de vuestros votos quebrantados debilita la confianza que tuvisteis en vuestra propia sinceridad, y os induce a sentir que Dios no puede aceptaros” (CC, 47).

Vimos que el pacto eterno (nuevo) es tan inquebrantable como su Autor, mientras que el pacto (convenio) que hace el hombre al prometer obediencia a Dios, queda anulado en cuanto se produce el inevitable resultado: la desobediencia (Gál 3:10).

Vimos que en el nuevo pacto nuestra fe se aferra a las promesas de Dios, lo que permite que tengamos la bendición de Abraham: la justicia de Cristo recibida por la fe. Recibimos entonces el Espíritu Santo, quien es la garantía (arras) de que recibiremos igualmente la herencia prometida (Efe 1:13-14). Esa herencia es una tierra y un cielo nuevos (1 Ped 1:3-5) y eternos (Heb 9:15) en los que mora la justicia (2 Ped 3:13).

Así, esa herencia prometida incluye la justicia (Isa 60:21) para ser felices allí junto a nuestro Redentor, el Justo (Rom 3:26); e incluye la vida eterna (1 Juan 5:11) a fin de poder disfrutar de esa herencia eterna. Ambas cosas, la justicia y la vida eterna —mediante el Espíritu—, nos son dadas ya en esta tierra cuando aceptamos a Cristo como nuestra justicia y como nuestra vida.

La primera promesa divina (del pacto eterno o nuevo) la encontramos recién entrado el pecado en la tierra:

Gén 3:15: “Pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; esta te herirá en la cabeza, y tú la herirás en el talón”.

Es una gran promesa divina, que no contiene condiciones explícitas. ¿Se puede ver ahí un acuerdo entre dos partes? ¿Tiene el formato de un convenio entre Dios y el hombre? —Difícilmente, por tres motivos:

·       No se especifica ninguna condición por parte del hombre.

·       No contiene ninguna respuesta por parte del hombre.

·       Cuando pronuncia esas palabras, Dios no está hablando al hombre: “Dijo Dios a la serpiente…” (v. 14). Es cierto que el hombre oye ese mensaje; es así como le es comunicada por primera ver la promesa del pacto eterno, pero no se trata de un diálogo entre Dios y el hombre.

Cuando leemos expresiones como ‘el pacto hecho con el hombre, hecho con Adán, con Abraham’, etc, hemos de tener esto presente: no es un acuerdo entre dos iguales, sino la comunicación divina —al hombre— de las promesas del pacto establecido entre el Padre y el Hijo desde los días de la eternidad.

Ese pacto se ha expresado de muchas formas, una de ellas tras el diluvio. Observa quiénes son los destinatarios de la promesa:

Gén 9:8-10 y 13: “Dijo Dios a Noé y a sus hijos: ‘Yo establezco mi pacto con vosotros, y con vuestros descendientes después de vosotros; con todo ser viviente que está con vosotros: aves, animales y toda bestia de la tierra’”. “Mi arco he puesto en las nubes, el cual será por señal de mi pacto con la tierra”.

El pacto que hizo Dios con Noé y sus hijos, con los animales y con la tierra —de que no destruiría la tierra con un diluvio—, no es un acuerdo o convenio entre las partes, sino una promesa unilateral de parte de Dios. ¿Respondió algo Noé, los animales o la tierra, a cambio de la promesa de Dios? —No vemos tal cosa. Y no se trata de un asunto puntual referido sólo a aquel tiempo. Se trata de un “pacto perpetuo” (v. 16). El arco iris sigue presente hasta nuestros días, y el arco iris esmeralda de la promesa sigue alrededor del trono de Dios en los cielos (Eze 1:28; Apoc 4:3). Ni en uno ni en otro de esos arcos tenemos nosotros “una parte”.

En Génesis 12:2-3 vimos las siete grandes promesas que Dios hizo a Abraham, que incluyen la justicia, la vida eterna y la herencia eterna mediante el Espíritu de la promesa.

Esa justicia es la justicia de Cristo, que está en perfecta conformidad con su ley:

Salmo 40:8: “Hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu ley está en medio de mi corazón”.

Se recibe la justicia de Cristo creyendo. No se la recibe obrando; no mediante las obras de la ley. Pero esa justicia que recibimos por la fe es una justicia de cuya autenticidad la ley atestigua y aprueba, pues proviene del propio Autor de la ley:

Rom 3:20-21: “Por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él; porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado. La justicia es por medio de la fe. Pero ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por la ley y por los profetas”.

La respuesta de Abraham no fue prometer, sino creer. ¿Dio el fruto esperado? ¿Tuvo Abraham una justicia que la ley aprueba?

Gén 26:5: “Oyó [sama] Abraham mi voz, y guardó [samar] mi precepto, mis mandamientos, mis estatutos y mis leyes”. (Samar = apreciar, cuidar).

De lo anterior podemos deducir la fórmula del evangelio según el pacto eterno:

 

·       Dios promete la bendición eterna mediante su Palabra poderosa, mediante su Verbo hecho carne (2 Cor 1:20).

·       El hombre oye atentamente, presta atención (sama en hebreo): cree de todo corazón la Palabra de Dios (Rom 10:10 y 17) y se entrega a Cristo; toma su decisión firme por él.

·       La misma Palabra de Dios que le da arrepentimiento y perdón, le trae a Cristo y su justicia, convirtiéndolo en templo del Espíritu Santo.

·       La ley de Dios atestigua que esa justicia —esa ley escrita en el corazón— es genuina, pues coincide plenamente con la que Dios escribió en el Decálogo y con la que está en el corazón de Cristo (Sal 40:8).

En el nuevo pacto o pacto eterno, Cristo es el primero, el último y el único: “Todas las promesas de Dios son en él ‘sí’, y en él ‘Amén’” (2 Cor 1:20). “Por él estáis vosotros en Cristo Jesús, el cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención” (1 Cor 1:30). ¿Fue ese el caso de Abraham? ¿Tuvo una comprensión clara de Cristo, el Creador y Restaurador?

En Getsemaní, cuando Jesús despertó a sus discípulos de aquel pesado sueño:

Vieron su rostro surcado por el sangriento sudor de la agonía y se llenaron de temor. No podían comprender su angustia mental. ‘Tan desfigurado era su aspecto, más que el de cualquier hombre, y su forma más que la de los hijos de Adán’. Isaías 52:14 … Apartándose, Jesús volvió a su lugar de retiro y cayó postrado, vencido por el horror de una gran oscuridad. La humanidad del Hijo de Dios temblaba en esa hora penosa. Oraba ahora, no por sus discípulos, para que su fe no faltase, sino por su propia alma tentada y agonizante. Había llegado el momento pavoroso, el momento que había de decidir el destino del mundo. La suerte de la humanidad pendía de un hilo. Cristo podía aun ahora negarse a beber la copa destinada al hombre culpable. Todavía no era demasiado tarde. Podía enjugar el sangriento sudor de su frente y dejar que el hombre pereciese en su iniquidad” (DTG, 641).

En Génesis 22, cuando Abraham estuvo dispuesto a ofrecer a su hijo unigénito Isaac sobre el monte Moria, tuvo oportunidad de comprender el inmenso sacrificio de la Deidad al dar al Hijo unigénito. Tuvo el “privilegio” de comprender el sacrificio del Hijo desde el punto de vista del Padre.

¿Comprendió también el sacrificio supremo desde el punto de vista del Hijo? ¿Ha habido alguien en el mundo capaz de sintonizar con “el horror de una gran oscuridad” como la que cayó sobre nuestro Redentor en Getsemaní cuando se decidía nuestro destino y el del universo?

En Génesis 15:9-18 encontramos el episodio en que Abraham cortó los animales en dos partes separadas según el rito al uso en aquel tiempo, a fin de pasar por en medio de ellas como garantía de que, de quebrantarse el pacto, el responsable se atendría a la misma suerte que los animales. Antes que la “antorcha de fuego” pasara entre los animales (v. 17) en representación del Eterno, Abraham experimentó algo muy significativo:

Gén 15:12: “A la caída del sol cayó sobre Abram un profundo sopor, y el temor de una gran oscuridad cayó sobre él”.

¿Qué profunda comprensión pudo alcanzar Abraham en el temor de esa gran oscuridad que cayó sobre él?

Atenta y constantemente permaneció al lado de los animales partidos hasta la puesta del sol, para que no fueran profanados o devorados por las aves de rapiña. Al atardecer se durmió profundamente, y ‘el temor de una gran oscuridad cayó sobre él’. Génesis 15:12. Y oyó la voz de Dios diciéndole que no esperara la inmediata posesión de la tierra prometida, y anunciándole los sufrimientos que su posteridad tendría que soportar antes de tomar posesión de Canaán. Le fue revelado el plan de redención en la muerte de Cristo, el gran sacrificio, y su venida en gloria. También vio Abraham la tierra restaurada a su belleza edénica, que se le daría a él para siempre, como pleno y final cumplimiento de la promesa” (PP, 116; granate, 131).

Por lo tanto, la fe que tuvo Abraham fue fe en Cristo —el Cristo de Nazaret, el que nació y tomó nuestra naturaleza con todo su pasivo, el que venció al pecado en esa naturaleza, el Cristo del Getsemaní y del Calvario que murió por nuestros pecados, y el Cristo resucitado, el que se reuniría por fin como gran Heredero junto a Abraham y los demás redimidos (Gál 3:16; Heb 11:40). Bien pudo afirmar Jesús: “Abraham, vuestro padre, se gozó de que había de ver mi día; y lo vio y se gozó (Juan 8:56).

Abraham no sólo “vio” el día de Cristo; no sólo vio a Cristo, sino que lo creyó: le dio todo su corazón, se entregó a él. Por eso Pablo lo llama padre de los creyentes.

El nuevo pacto —o pacto eterno— está basado solamente en la promesa divina; tiene su único fundamento en el poder de la palabra del Creador / Redentor. Respecto a nosotros sucede como en la Creación: la pareja humana pudo recibir la creación con aprecio —ella misma formaba parte de la creación— pero no contribuyó en un ápice a la creación. La creación fue obra divina, de igual forma en que la gracia es obra divina. No obstante, aunque la promesa humana no forma parte de ese pacto de salvación, nuestra decisión forma parte de la fe con la que se espera que respondamos a la gran promesa, al pacto de misericordia.

2 Ped 1:10: “Hermanos, tanto más procurad hacer firme vuestra vocación y elección, porque haciendo estas cosas, jamás caeréis”.

El poder gobernante en la naturaleza del hombre [es] la facultad de decidir o escoger … Dios dio a los hombres el poder de elegir; a ellos les toca ejercerlo. No podéis cambiar vuestro corazón, ni dar por vosotros mismos sus afectos a Dios; pero podéis escoger servirle” (CC, 47-48).

Una vez reconocida la absoluta incapacidad humana, así como la total suficiencia del poder y misericordia divinos, se espera que tomemos una resolución firme, una decisión consistente.

Quizá pueda sorprender que “Abraham pasó reverentemente entre las porciones del sacrificio, e hizo un solemne voto a Dios de obediencia perpetua” (PP, 116; granate, 131). Dado que el relato bíblico no presta atención a esa circunstancia, no se puede descartar que su pase y su voto solemne de obediencia perpetua pudiera haber sido una iniciativa de Abraham más bien acorde con la mentalidad del viejo pacto. Leemos que Abraham, previamente a esa experiencia, “no pudo esta vez aceptar la promesa con absoluta confianza como lo había hecho antes” (PP, 115; granate, 130).

A pesar de que Abraham “creyó a Jehová, y le fue contado por justicia” (Gén 15:6), la fe del patriarca no parecía estar aún en su estado más perfecto. Aún no había recibido esa plena revelación de Cristo como sacrificio a la que nos hemos referido; aún confiaba en que la promesa de la descendencia se cumpliera en Eliezer, su siervo damasceno —y posteriormente en Ismael, el fruto de la carne, no de la promesa. En consonancia con eso, “el patriarca suplicó que se le diese una señal visible para confirmar su fe” (PP, 116; granate, 131). Entonces, “el Señor se dignó concertar un pacto con su siervo, empleando las formas acostumbradas entre los hombres para la ratificación de contratos solemnes” (Id.). Así, ese formato no parece ser la idea original de Dios, sino algo a lo que accedió, en vista de la necesidad de fortalecer la por entonces titubeante fe de Abraham.

En todo caso, se debe distinguir entre hacer una promesa basada en nuestra pretendida solvencia, y tomar una resolución, incluso un “voto” basado en la suficiencia de Dios. Significa la diferencia entre la presunción y la fe.

Tomar la buena resolución, hacer la buena elección, no está en el campo de las “obras”, sino en el de la fe. Abraham estuvo en la situación de tomar una resolución como esa, una vez que perdió toda confianza en la carne y su fe se perfeccionó, tal como demostró al ofrecer a su hijo Isaac (Gén 21):

[Abraham] “recibió la circuncisión como señal, como sello de la justicia de la fe que tuvo cuando aún no había sido circuncidado, para que fuera padre de todos los creyentes no circuncidados, a fin de que también a ellos la fe les sea contada por justicia” (Rom 4:11).

Inmediatamente después del pase de la antorcha de fuego entre las mitades de los animales en representación de la Deidad, se nos dice que “aquel día hizo Jehová un pacto con Abram, diciendo: —A tu descendencia daré esta tierra, desde el río de Egipto hasta el río grande, el Éufrates…” (Gén 15:18). Es decir, Dios hizo un pacto con Abraham: le hizo una promesa. Y Abraham la creyó.

Pasando los siglos, Dios quiso llevar a su pueblo —aún esclavo en Egipto— a la misma experiencia de fe, de dar oído, de escuchar, de ver, de prestar atención, de creer las grandes promesas divinas: la misma experiencia a la que había llevado anteriormente a Abraham de forma exitosa. Así comienza lo que Dios va a decir a Moisés: Yo soy Jehová (Éxodo 6:2). Y así termina: “Yo soy Jehová” (Éxodo 6:8). Entre esas dos expresiones del gran YO SOY, encontramos algo muy significativo: la disposición divina de cumplir sus promesas del pacto dadas a Abraham, Isaac y Jacob (v. 3) en su pueblo allí mismo, estando todavía en Egipto:

v. 3-4: “Aparecí a Abraham, a Isaac y a JacobEstablecí mi pacto con ellos, de darles la tierra de Canaán”.

El “pacto” consistía en “darles”; no en un acuerdo mutuo.

v. 5: “He oído el gemido de los hijos de Israel, a quienes hacen servir los egipcios, y me he acordado de MI pacto”.

No se trataba de un pacto distinto, sino de validar su pacto, el pacto eterno. Observa en qué consiste ese pacto:

v. 6: “Yo soy JEHOVÁ; yo os sacaré de debajo de las tareas pesadas de Egipto, y os libraré de su servidumbre, y os redimiré con brazo extendido, y con juicios grandes”.

v. 7: “Os tomaré por mi pueblo y seré vuestro Dios; y vosotros sabréis que yo soy Jehová vuestro Dios, que os sacó de debajo de las tareas pesadas de Egipto”.

v. 8: “Os meteré en la tierra por la cual alcé mi mano jurando que la daría a Abraham, a Isaac y a Jacob; y yo os la daré por heredad”.

Se trata de una reedición del pacto, que consiste en promesas similares a las que hizo a Abraham. ¿Cuál fue la respuesta de Israel a ese pacto, a esas promesas?

v. 9: “Pero ellos no escuchaban a Moisés a causa de la congoja de espíritu y de la dura servidumbre”.

No era un asunto de falta de obras o de falta de promesas humanas; era un asunto de falta de fe; la fe que “viene por el oír” la Palabra (Rom 10:17), y ellos “no escuchaban” (en hebreo, sama: oír con interés, prestar atención diligente).

Lo anterior es importante, porque ese es el pacto que Dios no pudo cumplir con su pueblo en Éxodo 6, y es el mismo pacto que se propuso cumplir en Éxodo 19. Se trata del pacto eterno, del pacto que hizo con Abraham.

Encontramos algo significativo en los salmos.

Sal 81:8-10: “Oye (sama), pueblo mío, y te amonestaré. Israel, si me oyeres (sama), no habrá en ti Dios ajeno ni te inclinarás a Dios extraño. Yo soy Jehová tu Dios, que te hice subir de la tierra de Egipto; abre tu boca y yo la llenaré”.

·       ¿Qué es lo que Dios promete? —‘Obedecerás la ley’. ‘Llenaré tu boca’.

·       ¿Qué es lo que Dios espera en respuesta? —“Oye”, “abre tu boca” (aprecia y recibe con provecho la promesa del pacto).

·       ¿En virtud de qué hace esa promesa? —“YO SOY Jehová tu Dios, que te hice subir de la tierra de Egipto”.

Les estaba diciendo: ‘Yo soy vuestro Libertador, vuestro Salvador: creedlo, prestadme atención, y os daré mi justicia, junto a todo lo que necesitáis por añadidura’.

Ese es el pacto que Dios quería renovar con su pueblo al pie del Sinaí, cuando habían pasado escasamente tres meses de su salida de Egipto. Pero en el episodio que describe Éxodo 19, junto al intento divino de llevarlos al pacto eterno hecho con Abraham, lo que encontramos es la formación del viejo pacto por parte de su pueblo. Prestemos atención en primer lugar a la propuesta divina:

Primeramente les presenta el evangelio: la buena nueva de lo que ya había hecho por ellos. Antes de la salida de Egipto, era una promesa: “Yo soy JEHOVÁ; y yo os sacaré de debajo de las tareas pesadas de Egipto, y os libraré de su servidumbre, y os redimiré con brazo extendido, y con juicios grandes” (Éxodo 6:6). Ahora estaba ya cumplida esa parte, por tanto, les dice:

Éxodo 19:4: “Vosotros visteis lo que hice a los egipcios, y cómo os tomé sobre alas de águilas y os he traído a mí. Ahora, pues…”.

Primeramente les da el evangelio: la buena nueva de lo que ya había hecho por ellos. Luego —“ahora pues”— viene la condición, la manera de aceptar las promesas del evangelio pendientes de cumplimiento:

Éxodo 19:5: “Si diereis oído [sama] a mi voz”.

Dar oído a su voz es lo que no había hecho Israel en el episodio de Éxodo 6.

Y guardareis [samar] mi pacto” (Id).

“Guardar” no tiene el significado que solemos dar a “obedecer”, eso que solemos entender por “guardar la ley”:

Gén 2:15: “Tomó, pues, Jehová Dios al hombre, y lo puso en el huerto de Edén, para que lo labrara y lo guardase [samar]”.

No es posible “obedecer” a un huerto, pero se le puede prestar atención, se lo puede cuidar y apreciar, se lo puede cultivar. ‘Si prestáis atención a mi pacto, si lo apreciáis y cultiváis…’

¿A qué pacto podía referirse, siendo que aún no se había proclamado la ley en Sinaí? Ha de ser al pacto del que les había hablado en Éxodo 6: el único pacto divino, el pacto eterno consistente en la promesa de redimirlos y darles la posesión de la herencia.

Estas son las promesas del pacto, tal como Dios se lo dio allí, al pie del Sinaí:

 Éxodo 19:5: “Seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos; porque mía es toda la tierra. Y vosotros me seréis un reino de sacerdotes, y gente santa”.

Es una reiteración de las promesas hechas a Abraham en Génesis 12, 15, 17 y 22. Es el pacto que Dios había dado a Abraham, “un pacto perpetuo, para ser tu Dios y el de tu descendencia después de ti” (Gén 17:7).

Dios les estaba proponiendo el mismo esquema que en el caso de Abraham: (1) Dios promete (evangelio); (2) Abraham cree (escucha); y (3) recibe la justicia de Cristo (Gén 26:5); es hecho así obediente mediante la fe, y heredero.

Ya hemos visto que en Éxodo 6 el propósito de Dios se vio frustrado por la incredulidad del pueblo. ¿Lograría ahora de su pueblo el Señor la misma respuesta que obtuvo de Abraham, de forma que llegaran a ser “un reino de sacerdotes y gente santa”?

No sólo los judíos, sino la propia naturaleza humana caída es reacia a creer. Le resulta más placentero hacer (y jactarse). A Jesús le hicieron en cierta ocasión una pregunta muy reveladora:

Juan 6:28: “¿Qué haremos para que obremos las obras de Dios?

En la pregunta había sinceridad y buen propósito, pero nulo discernimiento espiritual. Así les respondió Jesús:

Juan 6:29: “Esta es la obra de Dios, que creáis en el que él ha enviado”.

Tal fue la respuesta de Abraham. Para que se dé una respuesta adecuada, tiene que haber un entendimiento adecuado de la propuesta. Si confundimos el evangelio con la ley, jamás podremos responder adecuadamente.

·       La forma adecuada de responder a una orden, es obedecerla.

·       La forma adecuada de responder a una promesa, es creerla.

·       El evangelio no es una orden, sino una buena nueva: una gran promesa.

No es lo mismo obedecer la ley, que obedecer al evangelio. Pablo escribió acerca del pago que recibirían quienes “no conocieron a Dios ni obedecen al evangelio de nuestro Señor Jesucristo” (2 Tes 1:8). Leemos más adelante: “A fin de que sean condenados todos los que no creyeron a la verdad (2 Tes 2:12). Y en 1 Ped 4:17: “¿Cuál será el fin de aquellos que no obedecen al evangelio de Dios?”. Obedecer al evangelio significa creer la promesa, tal como hizo Abraham.

¿Cuál sería la respuesta de los israelitas? ¿Una experiencia de fe como la de Abraham?

Éxodo 19:8: “Todo lo que Jehová ha dicho, haremos” (ver también 24:3 y 7).

No faltaba sinceridad ni buenos propósitos en esa respuesta, pero denotaba una deficiencia respecto a comprender el evangelio, la promesa, especialmente en relación con el Autor de la promesa. Denotaba también una falta de comprensión de la incapacidad humana para obrar las obras de Dios. Eso no era fe, sino presunción.

Habían vivido en un ambiente de idolatría y corrupción, no tenían un concepto verdadero de la santidad de Dios, de la extrema pecaminosidad de su propio corazón, de su total incapacidad para obedecer la ley de Dios, y de la necesidad de un Salvador. Todo esto se les debía enseñar … ‘Ahora pues, si dais oído a mi voz, y guardáis mi pacto, [...] vosotros me seréis un reino de sacerdotes y gente santa’. Éxodo 19:5-6. Los israelitas no percibían la pecaminosidad de su propio corazón, y no comprendían que sin Cristo les era imposible guardar la ley de Dios; y con excesiva premura concertaron su pacto con Dios. Al creerse capaces de ser justos por sí mismos, declararon: ‘Haremos todas las cosas que Jehová ha dicho, y obedeceremos” (PP, 341-342; granate, 388).

Observa la frase: “con excesiva premura concertaron SU pacto…”. Ese no era ya el pacto eterno, el pacto de Dios. Era otro pacto; era su pacto (de ellos). Es una expresión paradigmática del viejo pacto, que quedó quebrantado de forma palmaria a los pocos días. El viejo pacto siempre nace viejo, quebrantado. En realidad nace muerto. Las promesas humanas tienen el mismo valor que las obras humanas: son obras imposibles, disimuladas mediante una promesa-hipoteca igualmente imposible (‘ten paciencia y te pagaré’).

Dios, en su misericordia, desistió por el momento de implementar su plan A, y accedió a descender al nivel de ellos según el plan B. Les dio leyes enfocadas a que comprendieran su incapacidad para guardar la Ley (Decálogo), y a que sintieran su necesidad de un Salvador. Y en virtud del pacto eterno e inquebrantable hecho con Abraham, no los desechó.

Quizá puede sorprender que el Sinaí, con la promulgación de la ley, pueda considerarse un plan B: sabemos que Dios no se complacía con la multitud de holocaustos y minucias (Isa 1:11; Ose 6:6), y llegó a decir: “Les di estatutos que no eran buenos, y decretos por los cuales no podrían vivir” (Eze 20:25).

¿A qué podría referirse esa sorprendente declaración? La propia ley de Dios, escrita en piedra, al ser tomada sin Cristo, al ser recibida NO en manos de un mediador, obra muerte (Rom 7:10-11). La ley no es intrínsecamente mala, sino santa, justa y buena (Rom 7:12). Es la esencia de la justicia de Dios y el asiento de su trono. Pero malempleada como método de salvación, resulta mala: no puede dar vida, y ese no es ciertamente el uso para el que Dios la proclamó.

Observa la siguiente comparación entre los dos pactos, y lo dicho sobre el viejo pacto:

2 Cor 3: 6-9: “[Dios] nos hizo ministros competentes de un nuevo pacto, no de la letra, sino del espíritu; porque la letra mata [viejo pacto], mas el espíritu vivifica [nuevo pacto]. Y si el ministerio de muerte grabado con letras en piedras [viejo pacto, Sinaí] fue con gloria, tanto que los hijos de Israel no pudieron fijar la vista en el rostro de Moisés a causa de la gloria de su rostro, la cual había de perecer, ¿cómo no será más bien con gloria el ministerio del espíritu [nuevo pacto]? Porque si el ministerio de condenación [viejo pacto] fue con gloria, mucho más abundará en gloria el ministerio de justificación [nuevo pacto]”.

La voluntad de Dios no era que su ley estuviera grabada en tablas de piedra, sino en el corazón, tal como sucedió con Abraham (esa era la situación de Adán y Eva antes de entrar el pecado):

Si los descendientes de Abraham hubieran guardado el pacto del cual la circuncisión era una señal, jamás habrían sido inducidos a la idolatría, ni habría sido necesario que sufrieran una vida de esclavitud en Egipto; habrían conservado el conocimiento de la ley de Dios, y no habría sido necesario proclamarla desde el Sinaí o grabarla sobre tablas de piedra. Y si el pueblo hubiera practicado los principios de los Diez Mandamientos, no habría habido necesidad de las instrucciones adicionales que se le dieron a Moisés” (PP, 334-335; granate, 379).

Cuando los israelitas se entregaron a la idolatría al poco tiempo de haber prometido hacer (obedecer) todo lo que Dios les había dicho, Dios propuso a Moisés destruirlos, y este intercedió así:

¿Por qué han de hablar los egipcios, diciendo: Para mal los sacó, para matarlos en los montes y para raerlos de sobre la faz de la tierra? Vuélvete del ardor de tu ira, y arrepiéntete de este mal contra tu pueblo. Acuérdate de Abraham, de Isaac y de Israel tus siervos, a los cuales has jurado por ti mismo, y les has dicho: Yo multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo; y daré a vuestra descendencia toda esta tierra de que he hablado, y la tomarán por heredad para siempre” (Éxodo 32:12-13).

Observa que en esa mediación no hay una sola palabra relativa a ese pacto humano (viejo) que los israelitas acababan de iniciar en Sinaí. Estaba quebrantado: ni siquiera recién hecho servía, excepto para llevarlos —por la vía dolorosa— a comprender su desesperada necesidad de un Salvador. Todo el razonamiento de Moisés se refería al pacto eterno, al pacto de Dios, al que había hecho con Abraham, Isaac y Jacob, consistente en la promesa divina de una herencia imperecedera.

Cuando Dios nos hace su gran promesa eterna, espera que respondamos: ‘Todo lo que tú has dicho, tú lo harás en nosotros’. Esa habría sido la respuesta adecuada en Sinaí. Tal fue la respuesta de Abraham (Rom 4:20-22). Sea esa respuesta la tuya y la mía.

Una humilde israelita en la que se cumplió esa parte o promesa: “Serán benditas en ti todas las familias de la tierra”, tuvo la respuesta adecuada:

Lucas 1:38: “Entonces María dijo: —Aquí está la sierva del Señor; hágase conmigo conforme a tu palabra” (tras la visita del ángel).

Lucas 1:45: “Bienaventurada la que creyó, porque se cumplirá lo que le fue dicho de parte del Señor” (palabras de Elisabet, siendo llena del Espíritu Santo).

Creer las promesas de Dios en Cristo es el único camino al cumplimiento de lo prometido en el pacto, y creer implica la seguridad de que la propia Palabra de Dios tiene en ella misma el poder para cumplir lo prometido:

1 Tes 5:23-24: “El mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo. Fiel es el que os llama, el cual también lo hará”.

Isa 26:12: “Jehová, tú nos darás paz, porque también hiciste en nosotros todas nuestras obras”.

Heb 13:20-21: “El Dios de paz que resucitó de los muertos a nuestro Señor Jesucristo, el gran pastor de las ovejas, por la sangre del pacto eterno,
os haga aptos en toda obra buena para que hagáis su voluntad, haciendo él en vosotros lo que es agradable delante de él por Jesucristo; al cual sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén
”.

Efe 2:8-10: “Por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios. No por obras, para que nadie se gloríe, pues somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviéramos en ellas”.

 

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