Capítulo 29

El Pacto Eterno: las promesas de Dios
Las promesas a Israel

The Present Truth, 19 noviembre, 1896


Se promulga la ley (II)

Después de lo aprendido de la historia de Israel, nada presenta con mayor claridad y concisión el propósito de Dios al proclamar su ley desde el Sinaí, que

El capítulo tercero de Gálatas

Lo estudiaremos brevemente. Posee la sencillez de un libro de relatos para niños, sin embargo es a la vez tan profundo y abarcante como el propio amor de Dios.

Los versículos 6 y 7 de ese capítulo revelan el hecho de que los hermanos de Galacia se estaban alejando de la fe, engañados por una falsa enseñanza, por un evangelio espurio. De ahí la vehemente exclamación del apóstol: "Si aun nosotros, o un ángel del cielo, os anuncia un evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema. Como antes hemos dicho, también ahora lo repito: Si alguien os predica un evangelio diferente del que habéis recibido, sea anatema" (Gál. 1:8 y 9).

Las únicas Escrituras que existían cuando Pablo predicaba, eran los libros comúnmente conocidos por Antiguo Testamento. Cuando predicaba, abría las Escrituras y razonaba a partir de ellas; y los que entre el auditorio quedaban interesados, escudriñaban esas mismas Escrituras para ver si las cosas que predicaban eran así (Hech. 17:3 y 11). Cuando se lo llevó a los tribunales bajo la acusación de herejía y sedición, declaró solemnemente que en todo su ministerio jamás dijo "nada fuera de las cosas que los profetas y Moisés dijeron que había de suceder" (Hech. 26:22). De eso se infiere que si alguien predica un evangelio diferente del que se encuentra en el Antiguo Testamento, atrae sobre sí la maldición de Dios. Esa es una poderosa razón por la que debiéramos estudiar fielmente a Moisés y los profetas.

Sabiendo, por lo tanto, que Pablo no predicó jamás nada que no fuera "Cristo, y Cristo crucificado", no es maravilla que irrumpiera con las palabras: "¡Gálatas insensatos!, ¿quién os fascinó para no obedecer a la verdad, a vosotros ante cuyos ojos Jesucristo fue ya presentado claramente crucificado?" (Gál. 3:1). A partir de los escritos de Moisés y los profetas los había llevado a que vieran a Cristo, no como al que habría de ser crucificado, tampoco como el que había sido crucificado hacía algunos años en el pasado, sino como al que estaba clara y visiblemente crucificado ante los ojos de ellos. Y es solamente a partir de esos antiguos escritos como procedió a reavivar esa fe y celo que languidecían.

La de ellos había sido una conversión genuina, puesto que habían recibido el Espíritu Santo, y habían padecido persecución por causa de Cristo. Así, el apóstol pregunta: "¿Recibisteis el Espíritu por las obras de la Ley o por el escuchar con fe?" (vers. 2). Habían escuchado las palabras de la ley, y las habían recibido con fe, y así, el Espíritu les había traído la justicia de la ley. "Esta es la obra de Dios, que creáis en aquel que él ha enviado" (Juan 6:29). El apóstol no estaba despreciando la ley, sino reprochando el cambio en la relación con ella en el que habían entrado. Cuando la oyeron con fe, recibieron el Espíritu, quien hizo morada en ellos; pero cuando comenzaron a confiar en la carne para cumplir la justicia de la ley, cesaron de obedecer a la verdad.

El apóstol sigue preguntándoles: "Aquel, pues, que os da el Espíritu y hace maravillas entre vosotros, ¿lo hace por las obras de la Ley o por el oír con fe?" (Gál. 3:5). Obviamente la pregunta admite sólo la respuesta de que fue por el oír de la fe, de igual forma en que "Abraham creyó a Dios y le fue contado por justicia" (vers. 6). Lo mismo que Abraham, habían sido justificados –hechos justos- por la fe, no por las obras.

Antes de continuar recordemos algunas definiciones: "El pecado es la transgresión de la Ley" (1 Juan 3:4), y "toda injusticia es pecado" (1 Juan 5:17). Por consiguiente, toda injusticia es transgresión de la ley, tan ciertamente como que toda justicia es obediencia a la ley. Así pues, cuando leemos que Abraham creyó a Dios, y le fue contado por justicia, podemos saber que su fe le fue contada como obediencia a la ley.

El que a Abraham le fuese contada la fe por justicia no es ninguna formalidad vacía, ni lo es al sernos contada a nosotros. Recuerda que es Dios quien la cuenta por justicia, y en él no hay mentira. Él llama las cosas que no son como si lo fueran, por el poder mediante el cual hace que vivan los muertos. Abraham poseía verdaderamente la justicia. La fe obra. "Esta es la obra de Dios, que creáis en aquel que él ha enviado". "Con el corazón se cree para justicia" (Rom. 10:10).

El anterior razonamiento nos permite ver cómo en el capítulo 3 de Gálatas no hay desprecio alguno hacia la ley, sino que la justicia, que es el fruto de la fe, es siempre obediencia a la ley de Dios.

Abraham es el padre de todos los que creen. "Sabed, por tanto, que los que tienen fe, estos son hijos de Abraham. Y la Escritura, previendo que Dios había de justificar por la fe a los gentiles, dio de antemano la buena nueva a Abraham, diciendo: ‘En ti serán benditas todas las naciones’" (Gál. 3:7 y 8). El evangelio que se predicó a Abraham es el mismo que sería "para todo el pueblo", el que será predicado "en todo el mundo, para testimonio a todas las naciones" (Mat. 24:14). Ha de ser predicado a "toda criatura", y quien crea y sea bautizado, será salvo. Pero "en el evangelio, la justicia de Dios se revela por fe y para fe" (Rom. 1:17). Se predica el evangelio para conducir a "la obediencia de la fe" (Rom. 1:5). La obediencia trae con ella una bendición, ya que está escrito: "Bienaventurados los que guardan sus mandamientos" (Apoc. 22:14). "De modo que los que tienen fe son bendecidos con el creyente Abraham" (Gál. 3:9).

La maldición de la ley

"Todos los que dependen de las obras de la Ley están bajo maldición, pues escrito está: ‘Maldito sea el que no permanezca en todas las cosas escritas en el libro de la Ley, para cumplirlas’" (Gál. 3:10).

Una lectura descuidada de ese versículo, o quizá solamente de su primera parte, ha llevado a algunos a suponer que la propia ley, y la obediencia a ella, constituye la maldición. Pero la lectura detenida de la última parte del versículo demuestra la gravedad de ese error. "Escrito está: ‘Maldito sea el que no permanezca en todas las cosas escritas en el libro de la Ley, para cumplirlas". La maldición no se refiere a la obediencia, sino a la desobediencia. No es aquel que permanece en todas las cosas escritas en el libro de la ley, sino precisamente el que no permanece continuamente cumpliendo todas las cosas escritas en el libro de la ley, el que se hace acreedor de la maldición. No basta con que cumpla una parte, ni con que la cumpla una parte del tiempo. Debe cumplirla todo el tiempo, y en su totalidad. El que no hace tal cosa, es maldito; por lo tanto, quien obedeciera todo el tiempo en todo, sería bendito.

En los versículos 9 y 10 del capítulo tercero encontramos el mismo contraste entre la bendición y la maldición señalado en Deuteronomio 11:26-28: "Mirad: Yo pongo hoy delante de vosotros la bendición y la maldición: la bendición, si obedecéis los mandamientos de Jehová, vuestro Dios, que yo os prescribo hoy, y la maldición, si no obedecéis los mandamientos de Jehová, vuestro Dios". De un lado tenemos la fe, obediencia, justicia, bendición y vida; del otro tenemos agrupados la incredulidad, la desobediencia, el pecado, la maldición y la muerte. Esa separación en dos grupos, de ninguna manera se ve afectada por la época de la historia en la que uno viva.

"Y que por la Ley nadie se justifica ante Dios es evidente, porque ‘el justo por la fe vivirá’. Pero la Ley no procede de la fe, sino que dice: ‘El que haga estas cosas vivirá por ellas’" (Gál. 3:11 y 12).

"El que haga estas cosas vivirá por ellas"; pero ningún hombre las ha hecho, "por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios" (Rom. 3:23). Por lo tanto, nadie puede encontrar vida en la ley. Así, sucede "que el mismo mandamiento que era para vida, a mí me resultó para muerte" (Rom. 7:10). Y el resultado es que todo aquel que procure cumplir la ley mediante sus propias obras, está bajo maldición; y presentar la ley ante personas que no la reciben por la fe, no es para ellos más que un ministerio de muerte. La maldición de la ley es la muerte con la que sentencia al que la transgrede.

Pero "Cristo nos redimió de la maldición de la Ley, haciéndose maldición por nosotros (pues está escrito: ‘Maldito todo el que es colgado en un madero’)" (Gál. 3:13). Aquí encontramos nueva evidencia de que la muerte es la maldición de la ley, puesto que fue la muerte lo que Cristo sufrió sobre el madero. "La paga del pecado es muerte" (Rom. 6:23), y Cristo fue hecho pecado por nosotros (2 Cor. 5:21). "Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros", y "por sus llagas fuimos nosotros curados" (Isa. 53:5 y 6). No es de la obediencia a la ley de lo que Cristo nos ha redimido, sino de la transgresión de ella, y de la muerte que viene por el pecado. Su sacrificio tuvo lugar "para que la justicia de la Ley se cumpliera en nosotros" (Rom. 8:4).

Esa verdad de que "Cristo nos redimió de la maldición de la Ley, haciéndose maldición por nosotros" era tan cierta en los días de Israel en el Sinaí, como lo es hoy. Más de setecientos años antes de que la cruz se elevara en el Calvario, Isaías, cuyo pecado había sido purgado por un carbón encendido que había sido tomado del altar de Dios, y que por lo tanto conocía el tema del que hablaba, afirmó: "Ciertamente llevó él nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores", "fue herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados. Para darnos la paz, cayó sobre él el castigo, y por sus llagas fuimos nosotros curados". Eso concuerda perfectamente con Gálatas 3:13.

Isaías escribió también, en especial referencia a los hijos de Israel en su peregrinación por el desierto: "En toda angustia de ellos él fue angustiado, y el ángel de su faz los salvó; en su amor y en su clemencia los redimió, los trajo y los levantó todos los días de la antigüedad" (Isa. 63:9). Y es a David, quien vivió mucho antes de Isaías, a quien debemos las animadoras palabras: "No ha hecho con nosotros conforme a nuestras maldades ni nos ha pagado conforme a nuestros pecados"; "Cuanto está lejos el oriente del occidente, hizo alejar de nosotros nuestras rebeliones" (Sal. 103:10 y 12). Ese lenguaje describe un hecho cumplido. La salvación era tan plena en aquellos días, como lo es hoy.

Cristo es el "Cordero que fue muerto desde la creación del mundo" (Apoc. 13:8); y desde los días de Abel hasta hoy, Cristo ha redimido de la maldición de la ley a todos los que han creído en él. Abraham recibió la bendición de la justicia; y "los que tienen fe son bendecidos con el creyente Abraham" (Gál. 3:9).

Eso se hace aún más evidente al considerar que Cristo fue hecho maldición por nosotros, "para que en Cristo Jesús la bendición de Abraham alcanzara a los gentiles, a fin de que por la fe recibiéramos la promesa del Espíritu" (Gál. 3:14). A Abraham, y a quienes son hijos suyos por la fe, no importando la nacionalidad o el idioma, pertenecen todas las bendiciones que vienen mediante la cruz de Cristo; y todas las bendiciones de la cruz de Cristo son precisamente aquello que obtuvo Abraham. Nada tiene de extraño que se gozara y se alegrase viendo el día de Cristo. La muerte de Cristo en la cruz nos trae precisamente la bendición de Abraham. No hay nada mejor que se pueda pedir o imaginar.

El pacto, inalterable

"Hermanos, hablo en términos humanos: Un pacto, aunque sea hecho por un hombre, una vez ratificado, nadie lo invalida, ni le añade. Ahora bien, a Abraham fueron hechas las promesas, y a su descendencia. No dice: ‘Y a los descendientes’, como si hablara de muchos, sino como de uno: ‘Y a tu descendencia’, la cual es Cristo. Esto, pues, digo: El pacto previamente ratificado por Dios en Cristo no puede ser anulado por la Ley, la cual vino cuatrocientos treinta años después; eso habría invalidado la promesa" (Gál. 3:15-17).

La primera declaración es muy simple: nadie puede alterar, detraer o añadir a un pacto (aunque sea humano), una vez que ha sido confirmado.

La conclusión es igualmente simple. Dios hizo un pacto con Abraham, y lo confirmó mediante un juramento. "Los hombres ciertamente juran por uno mayor que ellos, y para ellos el fin de toda controversia es el juramento para confirmación. Por lo cual, queriendo Dios mostrar más abundantemente a los herederos de la promesa la inmutabilidad de su consejo, interpuso juramento, para que por dos cosas inmutables, en las cuales es imposible que Dios mienta, tengamos un fortísimo consuelo los que hemos acudido para asirnos de la esperanza puesta delante de nosotros" (Heb. 6:16-18). Por lo tanto, ese pacto que fue confirmado en Cristo mediante el juramento de Dios, quien empeñó su propia existencia en su cumplimiento, no puede jamás ser alterado en lo más mínimo. Ni una jota ni un tilde pasará de él, mientras Dios exista.

Observa la afirmación: "A Abraham fueron hechas las promesas, y a su descendencia". Y la simiente es Cristo. Todas las promesas hechas a Abraham fueron confirmadas en Cristo. "Promesas" (en plural); no dice simplemente ‘promesa’. "Todas las promesas de Dios son en él [Cristo] ‘sí’, y en él ‘Amén’, por medio de nosotros, para la gloria de Dios" (2 Cor. 1:20).

También nuestra esperanza

Observa también que el pacto hecho con Abraham, y confirmado en Cristo por el juramento de Dios, es la base de nuestra esperanza en Cristo. Fue confirmado por el juramento, a fin de que tengamos gran consuelo los que hemos acudido para aferrarnos de la esperanza puesta delante de nosotros. El resumen del pacto era la justicia por la fe en Jesús crucificado, como muestran las palabras de Pedro: "Vosotros sois los hijos de los profetas y del pacto que Dios hizo con nuestros padres diciendo a Abraham: ‘En tu simiente serán benditas todas las familias de la tierra’. A vosotros primeramente, Dios, habiendo levantado a su hijo, lo envió para que os bendijera, a fin de que cada uno se convirtiera de su maldad" (Hech. 3:25 y 26).

La cruz de Cristo y la bendición del perdón de los pecados existía por lo tanto, no sólo en el Sinaí, sino también en los días de Abraham. La salvación no fue más segura el día en que Jesús salió de la tumba, de lo que lo era cuando Isaac cargó con la leña para su propio sacrificio en el monte Moria; la promesa de Dios y su juramento son "dos cosas inmutables". Aún el pacto hecho por un hombre, "una vez ratificado, nadie lo invalida, ni le añade". ¡Cuánto más al tratarse del pacto de Dios, confirmado por un juramente en el que comprometió su propia vida como prenda del cumplimiento! Ese pacto abarcaba la salvación de la raza humana. Por lo tanto, sin decir nada sobre el tiempo pasado, después que Dios hubiera hecho la promesa y el juramento a Abraham, ni una sola novedad podía introducirse en el plan de la salvación. Ni un solo deber de más o de menos se podía prescribir o requerir, ni había posibilidad alguna de variar los términos o condiciones de la salvación.

Por lo tanto, la introducción de la ley en Sinaí no pudo constituir ningún elemento nuevo en el pacto que Dios hizo con Abraham, confirmándolo en Cristo, ni tampoco podía de modo alguno interferir con la promesa. El pacto que fue previamente confirmado por Dios en Cristo, no puede jamás ser anulado, ni quedar sin efecto sus promesas debido a la ley que se promulgó cuatrocientos treinta años más tarde.

Sin embargo, era imprescindible guardar la ley, y el no hacerlo significaba la muerte. Ni una jota ni un tilde pueden perecer de la ley. "Maldito sea el que no permanezca en todas las cosas escritas en el libro de la Ley, para cumplirlas". Puesto que la proclamación de la ley no añadió nada al pacto hecho con Abraham, pero era necesario guardar perfectamente la ley, la conclusión es que la ley formaba parte del pacto hecho con Abraham. La justicia que se confirmaba a Abraham mediante aquel pacto –la justicia que tuvo Abraham por la fe-, fue la justicia de la ley proclamada en el Sinaí. Eso lo confirma el hecho de que Abraham recibió la circuncisión como sello de la justicia que obtuvo por la fe, y la circuncisión significaba obediencia a la ley (Rom. 2:25-29).

El juramento de Dios a Abraham era el compromiso de que se pondría la justicia de Dios, plenamente bosquejada en los diez mandamientos, en y sobre todo creyente. Siendo que el pacto se confirmó en Cristo, y que la ley estaba incluida en el pacto, la conclusión es que los requerimientos de Dios para el cristiano en nuestro tiempo no son diferentes en lo más mínimo de lo que lo fueron en los días de Abraham. La proclamación de la ley no introdujo ningún nuevo elemento.

"Entonces, ¿para qué sirve la Ley?" Una pregunta muy pertinente, y que tiene cumplida respuesta. Si la ley no estableció cambio alguno en los términos del pacto hecho con Abraham, ¿con qué objeto fue dada? La respuesta es que "fue añadida(*) a causa de las transgresiones" (Gál. 3:19). "Se introdujo para que el pecado abundara" (Rom. 5:20). La ley no contradice de ninguna manera las promesas de Dios (Gál. 3:21), sino que armoniza perfectamente con ellas: las promesas de Dios se refieren todas ellas a la justicia, y la ley es la norma de justicia. Era necesario hacer que la ofensa abundara, "porque así como el pecado reinó para muerte, así también la gracia reinará por la justicia para vida eterna mediante Jesucristo, Señor nuestro" (Rom. 5:21). La convicción precede necesariamente a la conversión. Sólo mediante la justicia era posible obtener la herencia, aún siendo enteramente por la promesa, dado que la justicia es "el don de la gracia". Pero a fin de que el hombre pudiera apreciar las promesas de Dios, había que lograr que sintiera su necesidad de ellas. La ley, dada de una forma tan sobrecogedora, tenía el propósito de hacerles saber cuán imposible les era lograr la justicia de la ley por sus propias fuerzas, y de esa forma hacerles comprender lo que Dios estaba deseoso de proporcionarles:

Cristo, el Mediador

Así lo enfatiza el hecho de que la ley fue entregada "en manos de un mediador". ¿Quién era ese Mediador? "Y el mediador no lo es de uno solo; pero Dios es uno" (Gál. 3:20). "Hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo hombre" (1 Tim. 2:5). Por lo tanto, fue Jesucristo quien dio la ley en el Sinaí; y la dio en su función de Mediador entre Dios y los hombres. Así, aunque era imposible que se diera una ley capaz de proporcionar vida, la ley que significaba muerte para los pecadores incrédulos, estaba en la mano del Mediador que da su propia vida, que es la ley en su perfección viviente. En él la muerte es sorbida con victoria, y toma su lugar la vida. Él lleva la maldición de la ley, y viene sobre nosotros la bendición de ella. Esto permite que en el Sinaí descubramos el Calvario, para el estudio de lo cual habremos de esperar hasta un próximo capítulo.

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(*) Algunos han tratado de construir una teoría a partir de la palabra "añadida" de Gálatas 3:19, suponiendo que es indicativa de la introducción de algo completamente nuevo en relación con las disposiciones que Dios hiciera previamente. Bastará leer Deut. 5:22 para comprender el sentido en el que se utiliza la expresión. Después de haber repetido los diez mandamientos, Moisés dijo: "Estas palabras las pronunció Jehová con potente voz ante toda vuestra congregación, en el monte, de en medio del fuego, la nube y la oscuridad, y no añadió más". Es decir: ‘dijo todo eso, y no dijo más’. Podemos ver lo mismo, quizá aún más claramente, en Heb. 12:18 y 19: "No os habéis acercado al monte que se podía palpar y que ardía en fuego, a la oscuridad, a las tinieblas y a la tempestad, al sonido de la trompeta y a la voz que hablaba, la cual los que la oyeron rogaron que no les siguiera hablando". Compáralo con Éx. 20:19. La palabra griega que se ha traducido "hablando" en ese versículo, es la misma que se tradujo "añadida" en Gál. 3:19 y en Deut. 5:22. Así, a la pregunta, ¿para qué sirve la ley, puesto que nada cambió en el pacto?, se puede responder: "fue hablada a causa de las transgresiones". (Volver al texto)

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