Capítulo 28

El Pacto Eterno: las promesas de Dios
Las promesas a Israel

The Present Truth, 12 noviembre, 1896


Se promulga la ley (I)

"La Ley, pues, se introdujo para que el pecado abundara; pero cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia" (Rom. 5:20).

El objeto de la introducción de la ley en Sinaí fue "para que el pecado abundara". No para que hubiera más pecado, pues si se nos amonesta a no perseverar en pecado bajo el pretexto de hacer abundar la gracia, es evidente que la justicia de Dios jamás introduciría el pecado con el fin de exhibir la gracia. La ley no es pecado, pero por su propia justicia produce el efecto de poner en evidencia al pecado, de hacer "que el pecado, por medio del mandamiento, llegara a ser extremadamente pecaminoso" (Rom. 7:13). El objetivo, pues, de la proclamación de la ley en Sinaí, fue el de hacer que el pecado que existía ya antes, quedara patente en su verdadera naturaleza y extensión, de forma que la sobreabundante gracia de Dios pudiera ser apreciada en su verdadero valor.

La introducción de la ley hizo que la ofensa abundara. Pero el pecado que la ley hizo abundar existía ya previamente: "antes de la Ley ya había pecado en el mundo" (Rom. 5:13). Por lo tanto, la ley estaba también en el mundo antes de ser proclamada en Sinaí, tanto como lo estuvo después, dado que "donde no hay Ley, no se inculpa de pecado". Dios dijo a Isaac: "Oyó Abraham mi voz y guardó mi precepto, mis mandamientos, mis estatutos y mis leyes" (Gén. 26:5). La bendición de Abraham fue la de los pecados perdonados, "y recibió la circuncisión como señal, como sello de la justicia de la fe que tuvo cuando aún no había sido circuncidado, para que fuera padre de todos los creyentes no circuncidados, a fin de que también a ellos la fe les sea contada por justicia" (Rom. 4:11). Antes de que el pueblo de Israel hubiera llegado a Sinaí, al caer el maná por primera vez, Dios dijo que lo estaba probando para ver "si anda en mi ley, o no" (Éx. 16:4).

Por lo tanto es evidente que la proclamación de la ley desde el Sinaí no marcó diferencia alguna en la relación del hombre con Dios. La misma ley existía ya antes de ese tiempo, y con el mismo efecto: mostrar a las personas que eran pecadoras; y toda la justicia que demanda la ley, y toda la que es posible tener para el humano, ha sido la posesión de los hombres de fe, de entre los cuales Enoc y Abraham fueron notables ejemplos. Por lo tanto, la única razón para la introducción de la ley en Sinaí, fue la de dar al hombre un sentido más vívido de su magna importancia, y de la terrible naturaleza del pecado que prohíbe, así como llevarlo a confiar en Dios, en lugar de confiar en sí mismo.

Las circunstancias que rodearon la proclamación de la ley tenían por objeto lograr ese fin. Jamás con anterioridad experimentó el hombre un evento de semejante majestad y poder, como tampoco después. La proclamación de la ley en Sinaí será igualada y superada solamente por la segunda venida de Cristo, "para dar retribución a los que no conocieron a Dios ni obedecen al evangelio de nuestro Señor Jesucristo", y "para ser glorificado en sus santos y ser admirado en todos los que creyeron" (2 Tes. 1:8-10).

Paralelismos

En la proclamación de la ley, "todo el monte Sinaí humeaba, porque Jehová había descendido sobre él en medio del fuego" (Éx. 19:18). En la segunda venida, "el Señor mismo... descenderá del cielo", "en llama de fuego" (1 Tes. 4:16; 2 Tes. 1:8).

Cuando Dios descendió al Sinaí "con la ley de fuego a su mano derecha" para dársela al pueblo, lo hizo "entre diez millares de santos" (Deut. 33:1 y 2). Los ángeles de Dios –los ejércitos del cielo-, estuvieron todos presentes al ser dada la ley. Pero mucho antes de ese tiempo, Enoc, séptimo desde Adán, profetizó ya sobre la segunda venida de Cristo, diciendo: "Vino el Señor con sus santas decenas de millares, para hacer juicio" (Judas 14 y 15). Cuando venga en gloria, Cristo irá acompañado de "todos los santos ángeles" (Mat. 25:31).

Dios descendió al Sinaí para proclamar su santa ley a su pueblo. "Avanzó entre diez millares de santos, con la ley de fuego a su mano derecha". Esa ley dada en Sinaí era una descripción verbal de la propia justicia de Dios. Pero cuando regrese por segunda vez, "los cielos declararán su justicia, porque Dios es el juez" (Sal. 50:6).

Para anunciar la presencia de Dios sobre el Sinaí, en su regio estado, "el sonido de la bocina se hacía cada vez más fuerte" (Éx. 19:19). Así también, la segunda venida de Cristo será anunciada "con trompeta de Dios", "porque se tocará la trompeta, y los muertos serán resucitados incorruptibles y nosotros seremos transformados". "Enviará sus ángeles con gran voz de trompeta y juntarán a sus escogidos de los cuatro vientos" (1 Cor. 15:52; Mat. 24:31).

Cuando la trompeta sonó intensa y prolongadamente en el Sinaí, "Moisés hablaba, y Dios le respondía con voz de trueno" (Éx. 19:19). Entonces Dios pronunció todas las palabras de los diez mandamientos: "Estas palabras las pronunció Jehová con potente voz... en medio del fuego, la nube y la oscuridad, y no añadió más" (Deut. 5:22). De forma semejante, "vendrá nuestro Dios y no callará; fuego consumirá delante de él y tempestad poderosa lo rodeará. Convocará a los cielos de arriba y a la tierra, para juzgar a su pueblo" (Sal. 50:3 y 4). "El Señor mismo, con voz de mando, con voz de arcángel y con trompeta de Dios, descenderá del cielo" (1 Tes. 4:16).

La venida de Dios para el juicio será más imponente que cuando vino para proclamar su ley, ya que entonces nadie de entre el pueblo lo vio. "Jehová habló con vosotros de en medio del fuego; oísteis la voz de sus palabras, pero a excepción de oír la voz, ninguna figura visteis" (Deut. 4:12). Pero cuando venga por segunda vez, "todo ojo lo verá, y los que lo traspasaron; y todos los linajes de la tierra se lamentarán por causa de él" (Apoc. 1:7).

Por último, un paralelismo contrastado en el efecto de la voz de Dios: Cuando Dios pronunció su ley en el Sinaí, "todo el monte Sinaí humeaba" (Éx. 19:18). "La tierra tembló y destilaron los cielos; ante la presencia de Dios, aquel Sinaí tembló, delante de Dios, del Dios de Israel" (Sal. 68:8). "Se estremeció y tembló la tierra" (Sal. 77:18). Pero en su segunda venida, el efecto de su voz será mucho mayor aún. En el Sinaí "su voz conmovió... la tierra, pero ahora ha prometido diciendo: ‘Una vez más conmoveré no solamente la tierra, sino también el cielo’" (Heb. 12:26). "Entonces los cielos pasarán con gran estruendo" (2 Ped. 3:10), ya que "las potencias de los cielos serán conmovidas" (Mat. 24:29).

Encontramos un maravilloso paralelismo entre la venida del Señor cuando dio la ley en el Sinaí, y su venida al fin del mundo, para llevar a cabo el juicio; y antes de terminar veremos que ese paralelismo no es de ninguna forma accidental.

El ministerio de muerte

"El aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado es la Ley" (1 Cor. 15:56).

La ley se dio con el propósito de poner en la mayor evidencia los pecados del pueblo. El pecado que yace latente, que pasó casi desapercibido por haber prestado poca atención a la Luz que alumbra a todo hombre, el pecado de cuyo poder somos inconscientes por no haber entrado nunca en mortal combate contra él, se hace evidente, entra en actividad, revive, al venir la ley. "Sin la Ley, el pecado está muerto" (Rom. 7:8). La ley señala el pecado en su verdadero carácter y magnitud, y le provee su poder: el poder de la muerte. "Por medio de la Ley es el conocimiento del pecado" (Rom. 3:20). Señalar el pecado y mostrar su espantosa fuerza, es todo cuanto puede hacer la ley.

La muerte viene por el pecado. "El pecado entró en el mundo por un hombre y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron" (Rom. 5:12). La muerte sigue al pecado allá donde esté. No es simplemente que el pecado traiga la muerte en su estela; lo trae en su seno. El pecado y la muerte son inseparables; cada uno es parte del otro. Es imposible abrir la puerta lo suficiente como para que pase sólo el pecado, dejando afuera la muerte. Por pequeña que sea la rendija, si es lo suficiente como para que pase el pecado, la muerte entra con él.

Puesto que el pecado existía ya antes de que fuera dada la ley en Sinaí, la entrada de la ley proclamó una maldición, ya que está escrito: "Maldito sea el que no permanezca en todas las cosas escritas en el libro de la Ley, para cumplirlas" (Gál. 3:10). Esa maldición consistía en la muerte, ya que fue la maldición que Cristo llevó por nosotros. Es pues evidente que el dar la ley en el Sinaí fue el ministerio de muerte. "La Ley produce ira" (Rom. 4:15). Así lo indicaban todos los fenómenos que acompañaron su proclamación. Los truenos y relámpagos, el fuego devorador, la montaña humeante y el temblor de tierra, hablaban todos de muerte. El monte Sinaí, símbolo de la ley de Dios quebrantada, significaba la muerte para todo aquel que osara tocarlo. No hubo necesidad de barrera alguna para evitar que las personas se acercaran, después que hubieron oído la sobrecogedora voz de Dios proclamando su ley, ya que "al ver esto, el pueblo tuvo miedo y se mantuvo alejado", y dijeron: "no hable Dios con nosotros, para que no muramos" (Éx. 20:18 y 19).

"Al venir el mandamiento, el pecado revivió, y yo morí" (Rom. 7:9), "porque el aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado es la Ley" (1 Cor. 15:56). Era imposible que se diera ley alguna que pudiera dar vida. Pero no era necesario que así sucediera, y lo veremos claramente cuando consideremos la razón profunda para ello, a la luz de la revelación dada a Israel.

Por qué fue dada la ley

¿Acaso era la voluntad de Dios burlarse del pueblo, dándole una ley que no podía traerles otra cosa distinta de la muerte? Dios "amó a su pueblo", y nunca los amó más que cuando "avanzó entre diez millares de santos, con la ley de fuego a su mano derecha" (Deut. 33:2 y 3).

Es preciso recordar que si bien la ley "se introdujo para que el pecado abundara", no obstante, "cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia" (Rom. 5:20). Puesto que es la ley la que hace que el pecado abunde, ¿dónde puede quedar más patente su espantosa magnitud, que en el Sinaí? Ahora bien, puesto que "cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia", es evidente que en el Sinaí podemos igualmente contemplar la grandeza de la gracia de Dios. Por mucho que abunde el pecado, la gracia lo sobrepasa. Si bien es cierto que "el monte ardía envuelto en un fuego que llegaba hasta el mismo cielo" (Deut. 4:11), "más grande que los cielos es tu misericordia y hasta los cielos tu fidelidad" (Sal. 108:4). "Como la altura de los cielos sobre la tierra, engrandeció su misericordia sobre los que lo temen" (Sal. 103:11).

Jesús es el Consolador. "Si alguno ha pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo, el justo" (1 Juan 2:1). La palabra griega traducida como "abogado", admite el significado de "defensor" o "consolador" (margen, R.V.). Así, cuando los discípulos estaban apenados debido al anuncio que Jesús les había hecho de que los habría de dejar, les dijo: "Yo rogaré al Padre y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad" (Juan 14:16 y 17). Mientras Jesús estuvo en la tierra, fue, por así decirlo, la encarnación del Espíritu; pero no quería que su obra se viera limitada, de forma que dijo: "Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, el Consolador no vendrá a vosotros; pero si me voy, os lo enviaré. Y cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio" (Juan 16:7 y 8).

Observa bien el hecho de que la primera obra del Consolador es convencer de pecado. La espada del Espíritu es la Palabra de Dios, que "penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón" (Heb. 4:12). Sin embargo, aún bajo la más profunda e incisiva convicción, el Espíritu es siempre el Consolador. No es menos Consolador cuando convence de pecado que cuando revela la justicia de Dios para remisión del pecado. Hay consuelo en la convicción que Dios produce. El cirujano que corta hasta lo profundo, lo hace para eliminar lo que sería veneno mortal para el cuerpo, con el objeto de aplicar el remedio sanador.

El gran pecado de los hijos de Israel fue la incredulidad: la confianza en ellos mismos, en lugar de confiar en Dios. La ley se introdujo de una forma calculada para asestar un golpe mortal a su vana confianza propia, y para resaltar el hecho de que sólo mediante la fe se obtiene la justicia, y no por obras humanas. En la propia dádiva de la ley se muestra la dependencia del hombre hacia Dios, para la justicia y salvación, puesto que el hombre no podía ni siquiera tocar el monte desde el que se estaba dando la ley, sin perecer. ¿Cómo, entonces, podría suponerse ni por un momento que el objetivo de Dios al darles la ley fuera el que obtuvieran a partir de ella la justicia? En el Sinaí, Cristo, el Crucificado, fue predicado de la forma más elocuente a todo el pueblo, con una voz tan potente como para hacer temblar la tierra.

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