Capítulo 26

El Pacto Eterno: las promesas de Dios
Las promesas a Israel

The Present Truth, 29 octubre, 1896


Agua viva de la Roca

"Roca de la eternidad,
fuiste abierta para mí"

"Toda la congregación de los hijos de Israel partió del desierto de Sin avanzando por jornadas, conforme al mandamiento de Jehová, y acamparon en Refidim, donde no había agua para que el pueblo bebiera. Y disputó el pueblo con Moisés, diciéndole: -Danos agua para que bebamos. -¿Por qué disputáis conmigo? ¿Por qué tentáis a Jehová? –les respondió Moisés. Así que el pueblo tuvo allí sed, y murmuró contra Moisés: -¿Por qué nos hiciste subir de Egipto para matarnos de sed a nosotros, a nuestros hijos y a nuestros ganados? Entonces clamó Moisés a Jehová y dijo: -¿Qué haré con este pueblo? ¡Poco falta para que me apedreen! Jehová respondió a Moisés: -Pasa delante del pueblo y toma contigo algunos ancianos de Israel; toma también en tu mano la vara con que golpeaste el río, y ve. Allí yo estaré ante ti sobre la peña, en Horeb; golpearás la peña, y saldrán de ella aguas para que beba el pueblo. Moisés lo hizo así en presencia de los ancianos de Israel. Y dio a aquel lugar el nombre de Masah y Meriba, por la rencilla de los hijos de Israel y porque tentaron a Jehová al decir: ‘¿Está, pues, Jehová entre nosotros o no?’" (Éx. 17:1-7).

Hemos visto que en el maná, Dios estaba dando al pueblo comida espiritual. De igual forma leemos, en referencia al evento que narra el texto anterior, que "todos bebieron la misma bebida espiritual, porque bebían de la roca espiritual que los seguía. Esa roca era Cristo" (1 Cor. 10:4).

El agua es uno de los elementos más esenciales para la vida. Es un emblema de la vida. Tanto los animales como las plantas dejan pronto de existir en ausencia del necesario aporte de agua. Aquel pueblo en el desierto habría perecido en poco tiempo, de no haberle sido provista el agua. Por lo tanto, para ellos el agua significaba la vida. Todo aquel que sepa lo que es sufrir de sed podrá fácilmente comprender cómo de aliviados debieron sentirse los hijos de Israel al beber aquella agua fresca, llena de vida, que brotó de la roca herida.

"Esa roca era Cristo". Al Señor se lo representa en numerosas ocasiones como a la Roca. "Jehová, roca mía y castillo mío, mi libertador" (Sal. 18:2). "Jehová es recto: es mi Roca y en él no hay injusticia" (Sal. 92:16). "Proclamaré el nombre de Jehová: ¡engrandeced a nuestro Dios! Él es la Roca, cuya obra es perfecta, porque todos sus caminos son rectos. Es un Dios de verdad y no hay maldad en él; es justo y recto" (Deut. 32:3 y 4). Jesucristo es la Roca sobre la que está edificada la iglesia, es la "piedra viva, desechada ciertamente por los hombres, pero para Dios escogida y preciosa", sobre la que somos "edificados como casa espiritual" (1 Ped. 2:4 y 5). Tanto los profetas como los apóstoles edificaron sobre él, no sólo en calidad de "principal piedra del ángulo" (Efe. 2:20), sino de entero y único fundamento (1 Cor. 3:11). Quien no edifica sobre él, edifica sobre arenas movedizas. La roca que los israelitas vieron en el desierto no era más que una figura de la Roca, Jesucristo, quien estuvo allí, aún sin que ellos lo vieran. Aquella pétrea roca no podía proveer el agua por ella misma. No encerraba ninguna fuente inagotable que, una vez abierta, fluyera sin cesar agua fresca y pura. No había en ella vida propia. Pero Cristo, el "Autor de la vida" estaba allí, y fue de él de quien provino el agua. No hay necesidad de que teoricemos al respecto, pues es la propia Biblia la que declara llanamente que el pueblo bebió de Cristo.

Eso debía ser totalmente evidente para todo aquel que dedicara un momento a reflexionar en el asunto. El agua fue dada en respuesta a la incrédula pregunta: "¿Está, pues, Jehová entre nosotros o no?" Al darles agua desde aquella roca maciza, en medio de la sequía del desierto, el Señor mostró al pueblo que estaba realmente entre ellos, puesto que aparte de él, nadie hubiera podido hacer algo así.

Pero no era sólo en calidad de huésped como el Señor estaba entre ellos. Él era la vida de ellos, y ese milagro tenía por objeto que lo comprendieran así. Sabían que el agua era su única esperanza de vida, y habían de reconocer necesariamente que el agua que los vivificó provenía directamente del Señor. Por lo tanto, los que se detuvieran a pensar en el hecho, no podían hacer otra cosa excepto aceptar que el Señor era su vida y sustento. Sea que lo supieran o no, estaban bebiendo directamente de Cristo, es decir, estaban recibiendo su vida. "Contigo está el manantial de la vida" (Sal. 36:9).

Era de importancia capital el que reconocieran a Cristo como la fuente de su vida. Si lo hacían así, si bebían con fe, recibían vida espiritual de la Roca. Si no reconocían al Señor en su don lleno de gracia, entonces el agua no era para ellos más de lo que lo fue para su ganado. "El hombre que goza de honores y no entiende, semejante es a las bestias que perecen" (Sal. 49:20). No sólo eso: cuando los israelitas, con sus habilidades superiores, dejaban de reconocer a Dios en los dones de él recibidos, venían demostrar un entendimiento incluso inferior al de sus animales. "El buey conoce a su dueño, y el asno el pesebre de su señor; Israel no entiende, mi pueblo no tiene conocimiento" (Isa. 1:3).

A la vista del milagro del agua que surgió de la Roca –el Señor mismo-, podemos comprender mejor la fuerza de sus palabras cuando, con posterioridad, expresó la magnitud del pecado de ellos al apartarse de él: "¡Espantaos, cielos, sobre esto, y horrorizaos! ¡Pasmaos en gran manera!, dice Jehová. Porque dos males ha hecho mi pueblo: me dejaron a mí, fuente de agua viva, y cavaron para sí cisternas, cisternas rotas que no retienen el agua" (Jer. 2:12 y 13).

El salmista escribió del Señor: "Jehová es recto: es mi Roca y en él no hay injusticia". Su vida es justicia. Por lo tanto, aquellos que viven por la fe en él, viven vidas de justicia. El agua que provino de la Roca, en el desierto, era para la vida del pueblo. Se trataba de la propia vida de Cristo. Por lo tanto, si al beberla hubiesen reconocido la Fuente que la originaba, habrían bebido en justicia, y habrían sido bendecidos con la justicia, pues está escrito: "Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados" (Mat. 5:6). Si tenemos sed de justicia y somos saciados, es porque bebimos de aquella justicia de la que estábamos sedientos.

Jesucristo es la fuente de agua viva. Cuando la mujer samaritana se sorprendió de que él le pidiera agua del pozo de Jacob, Jesús le respondió: "Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: ‘Dame de beber’, tú le pedirías, y él te daría agua viva". Y entonces, mientras la mujer estaba aún perpleja por sus palabras, añadió: "Cualquiera que beba de esta agua volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna" (Juan 4:10-14).

El "agua viva" está hoy al alcance de "cualquiera" que desee beberla, ya que "el Espíritu y la Esposa dicen: ‘¡Ven!’ El que oye, diga: ‘¡Ven!’ Y el que tiene sed, venga. El que quiera, tome gratuitamente del agua de la vida" (Apoc. 22:17).

Ese agua de vida de la que somos invitados a beber gratuitamente, es el "río limpio, de agua de vida, resplandeciente como cristal, que fluía del trono de Dios y del Cordero" (Apoc. 22:1). Procede de Cristo, ya que cuando Juan vio el trono del que procedía el agua de vida, vio "en medio del trono... un Cordero como inmolado, que tenía siete cuernos y siete ojos, los cuales son los siete espíritus de Dios enviados por toda la tierra" (Apoc. 5:6).

Si miramos al Calvario lo veremos aún más claramente. Cuando Cristo colgaba de la cruz, "uno de los soldados le abrió el costado con una lanza, y al instante salió sangre y agua" (Juan 19:34). "Y tres son los que dan testimonio en la tierra: el Espíritu, el agua y la sangre; y estos tres concuerdan" (1 Juan 5:8). Sabemos que "la vida de la carne en la sangre está" (Lev. 17:11 y 14), y que "el espíritu vive a causa de la justicia" (Rom. 8:10); por lo tanto, puesto que el Espíritu, el agua y la sangre concuerdan, el agua tiene que ser también agua de vida. En la cruz, Cristo derramó su vida por la raza humana. Su cuerpo era el templo de Dios, y Dios estaba en el trono de su corazón; por lo tanto, el agua de vida que manó de su costado herido es la misma agua de vida que fluye del trono de Dios, de la que todos podemos beber y vivir. Su corazón es el "manantial abierto... para la purificación del pecado y la inmundicia" (Zac. 13:1).

Es el Espíritu de Dios quien nos trae ese agua de vida; o mejor dicho: es recibiendo el Espíritu Santo como recibimos el agua de vida; y eso lo hacemos por la fe en Cristo, a quien representa el Espíritu Santo. En el último día de la fiesta de los tabernáculos, "Jesús se puso en pie y alzó la voz, diciendo: -Si alguien tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior brotarán ríos de agua viva. Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyeran en él" (Juan 7:37-39).

El Espíritu Santo recibido en el corazón, nos trae la vida misma de Cristo, "la vida eterna, la cual estaba con el Padre y se nos manifestó" (1 Juan 1:2). Aquel que recibe gozoso el Espíritu Santo, recibe el agua de vida, que concuerda con la sangre de Cristo que limpia de todo pecado. Esa habría sido la porción de los israelitas en el desierto, si solamente hubieran bebido con fe. En la roca que Moisés golpeó tenían, como los gálatas en los días de Pablo, a Jesucristo "claramente crucificado" entre ellos (Gál. 3:1). Estuvieron al pie de la cruz de Cristo tan ciertamente como lo estuvieron los judíos que procedentes de Jerusalén, se congregaron en el Calvario. Muchos de ellos no conocieron el día de su visitación, pereciendo así en el desierto, de igual forma en que los judíos dejaron de reconocer a Cristo crucificado y perecieron en sus pecados en la destrucción de Jerusalén. "Mas a todos los que lo recibieron, a quienes creen en su nombre, les dio potestad de ser hecho hijos de Dios" (Juan 1:12).

Los israelitas, en los días de Moisés, no tenían pretexto para dejar de reconocer al Señor, puesto que él se les reveló mediante poderosos milagros. No tenían excusa para no reconocerlo como "el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo", pues tenían diariamente la evidencia de que él era la vida para ellos; la roca herida les hablaba continuamente de la Roca de su salvación, derramando su vida por ellos por su costado herido.

Los redimidos del Señor han de entrar a Sión cantando, pero no se tratará de cantos obligados. Cantarán porque están felices, porque nada que no sea los cantos podrá expresar su gran alegría. Es el gozo del Señor. Él los alimenta con pan del cielo, y les da a beber del río de sus delicias. Es decir: se les da a sí mismo. Pero cuando el Señor se nos da a sí mismo, no hay nada más que se pueda dar. "El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?" (Rom. 8:32). Dios se nos da, al darnos su vida en Cristo; y eso fue expresado a los israelitas en la dádiva del agua de vida que procedía de Cristo. Por lo tanto sabemos que todo cuanto tiene para los hombres el evangelio de Cristo, estuvo allí a disposición de los hijos de Israel en el desierto.

Hemos visto ya cómo la promesa hecha a Abraham era el evangelio. El juramento que confirmó esa promesa es el juramento que nos da un fuerte consuelo cuando corremos a refugiarnos en Cristo, en el santuario de Dios. Aseguraba a los israelitas la gracia libremente otorgada por Dios, y el que pudieran beber de la vida de Cristo, si creían que el agua provenía de la Roca. Les habría de asegurar que era suya la bendición de Abraham, que es el perdón de los pecados mediante la justicia de Dios en Cristo. Así lo muestran las palabras: "Abrió la peña y fluyeron aguas; corrieron por los sequedales como un río, porque se acordó de su santa palabra dada a Abraham su siervo" (Sal. 105:41 y 42).

Jesucristo es "el Cordero que fue muerto desde la creación del mundo" (Apoc. 13:8), "él estaba destinado desde antes de la fundación del mundo" (1 Ped. 1:20). La cruz de Cristo no es asunto de un día, sino que está allí donde haya pecadores que salvar, desde la misma caída. Está siempre presente, de forma que los creyentes pueden decir con Pablo en todo tiempo: "Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí" (Gál. 2:20). No hemos de mirar muy atrás para ver la cruz, de igual forma en que los hombres del tiempo antiguo no tenían necesidad de mirar hacia el futuro para verla. Permanece con sus brazos desplegados, abarcando los siglos desde el Edén perdido hasta el Edén restaurado, y en todo tiempo y lugar, todo cuanto ha de hacer el ser humano es mirar hacia arriba, para ver a Cristo "levantado de la tierra", atrayéndolo a sí mismo mediante su amor eterno que fluye hacia él como un río de vida.

La auténtica presencia

En su murmuración por la falta de agua, el pueblo había dicho: "¿Está, pues, Jehová entre nosotros o no?" Él respondió la pregunta de la forma más convincente. En Horeb estuvo sobre la roca y les dio agua a fin de que pudieran beber y vivir. Estuvo allí realmente en persona. Se trataba de su verdadera Presencia. El que no pudieran verlo en nada disminuye la verdad del hecho. Él les estaba dando evidencia de que no estaba lejos de cada uno de ellos, de forma que si lo hubieran apercibido por la fe, lo habrían encontrado y recibido, y su presencia real habría estado en ellos tan ciertamente como estuvo en el agua que bebían.

En el maná, o pan del cielo que los israelitas estaban comiendo diariamente, y en el agua de la Roca –Jesucristo-, tenemos la correspondencia exacta con la Cena del Señor. El pan y el agua no eran Cristo, de igual forma en que el pan y el mosto no pueden de ninguna forma ser transformados en el cuerpo y la sangre de Cristo. Aún en el caso de que eso fuera posible, de nada serviría, ya que "la carne para nada aprovecha". Pero ambos señalaban la auténtica Presencia a todo aquel que, con los ojos de la fe, discerniera el cuerpo de Cristo. Mostraban que Cristo mora por la fe en el corazón, tan ciertamente como nuestro cuerpo recibe los emblemas; y que tan ciertamente como son asimilados esos emblemas, y vienen a ser carne, así también Cristo, el Verbo, se encarna en todo aquel que lo recibe por la fe. Cristo se forma en el interior mediante el poder del Espíritu.

Dios no es un mito. Tampoco lo es el Espíritu Santo. Su presencia es algo tan real como él mismo. Cuando Cristo afirma: "Yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él y cenaré con él y él conmigo" (Apoc. 3:20), significa exactamente lo que dice; y cuando declara: "El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada con él" (Juan 14:23), no se trata de ninguna fantasía engañosa. Viene hoy en la carne, tanto como lo hizo en Judea. Su aparición allí tenía por objeto enseñar a todos la posibilidad y perfección de ella. Y así como viene hoy en la carne para todo aquel que lo recibe, sucedió también en los días de antiguo, cuando Israel estuvo en el desierto. Sí, y también en los días de Abraham y de Abel. Nos podemos gastar en especulaciones en cuanto a cómo es posible, y morir de esa forma en el agotamiento espiritual, o bien podemos ‘gustar y ver que es bueno Jehová’ (Sal. 34:8) y hallar en su bendita presencia la plena felicidad y gozo, el gozo del Señor.

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