Capítulo 39

El Pacto Eterno: las promesas de Dios
Las promesas a Israel

The Present Truth, 28 enero, 1897


El reposo prometido (II)

Los israelitas habían tomado posesión; no había faltado ni una sola de las palabras de Dios; Él les había dado todas las cosas; pero no apreciaron el inmenso don, de forma que recibieron la gracia de Dios en vano (2 Cor. 6:1).

Habían sido fieles a Dios, al menos nominalmente, en vida de Josué, pero tras su muerte, "los hijos de Israel hicieron lo malo ante los ojos de Jehová y sirvieron a los baales. Dejaron a Jehová, el Dios de sus padres, que los había sacado de la tierra de Egipto, y se fueron tras otros dioses, los dioses de los pueblos que estaban en sus alrededores, y los adoraron, provocando la ira de Jehová. Dejaron a Jehová, y adoraron a Baal y a Astarot. Se encendió entonces contra Israel el furor de Jehová, quien los entregó en manos de salteadores que los despojaron, y los vendió en manos de sus enemigos de alrededor, a los cuales no pudieron ya hacerles frente. Por dondequiera que salían, la mano de Jehová estaba contra ellos para mal, como Jehová había dicho y se lo había jurado. Y se vieron en una gran aflicción" (Jueces 2:11-15). Dios les había dicho que a causa de su desobediencia, no echaría a las gentes de delante de ellos, sino que sus enemigos permanecerían y les serían como espinas a sus costados.

Vemos, por lo tanto, que aunque Dios les dio reposo, ellos no entraron en dicho reposo. Así, fue tan cierto de ellos como de los que cayeron en el desierto, "que no pudieron entrar a causa de su incredulidad" (Heb. 3:19).

¿Y nosotros?

"Temamos, pues, no sea que permaneciendo aún la promesa de entrar en su reposo, alguno de vosotros parezca no haberla alcanzado. También a nosotros se nos ha anunciado la buena nueva como a ellos; a ellos de nada les sirvió haber oído la palabra, por no oír acompañada de fe en los que la oyeron" (Heb. 4:1 y 2). Estamos en el mundo precisamente en la misma situación que el antiguo Israel, con las mismas promesas, las mismas expectativas, los mismos enemigos, los mismos peligros.

No existen enemigos contra los cuales podamos emplear armas ordinarias de guerra, a pesar de que se asegure a los seguidores del Señor que padecerán persecución (2 Tim. 3:12), y serán aborrecidos por el mundo con un odio que no se detendrá hasta la muerte (Juan 15:18 y 19; 16:1-3); sin embargo, "las armas de nuestra milicia no son carnales" (2 Cor. 10:4). En eso, no obstante, nuestro caso en nada es diferente al del Israel de antiguo.

Ellos habían de obtener la victoria sólo por la fe, y como ya hemos visto, si hubieran sido verdaderamente fieles, no habría habido mayor necesidad de emplear la espada para echar a los cananeos, de la que hubo para derrotar al faraón y sus huestes. En verdad, la razón por la que no obtuvieron plena posesión de la tierra, fue por esa misma incredulidad que hizo necesaria la espada; ya que es absolutamente imposible que la patria celestial que Dios prometió a Abraham sea conquistada por hombres sosteniendo espadas o pistolas en sus manos. No había mayor necesidad para Israel de luchar en la antigüedad, de la que tenemos hoy nosotros, ya que "cuando los caminos del hombre son agradables a Jehová, aun a sus enemigos los pone en paz con él" (Prov. 16:7), y se nos prohíbe terminantemente luchar.

Cuando Cristo ordena a sus seguidores que se abstengan de luchar, y les advierte que si lo hacen perecerán, no está introduciendo un nuevo orden de cosas, sino que está reconduciendo a su pueblo de regreso a los primeros principios. El Israel de antiguo provee una ilustración del hecho de que aquel que utiliza la espada, a espada perecerá; y aunque el Señor fue muy paciente con ellos e hizo muchas concesiones a su debilidad, y continúa siendo aún más paciente con nosotros, quiere no obstante que evitemos los errores de ellos. Todas las cosas que los conciernen "les acontecieron como ejemplo, y están escritas para amonestarnos a nosotros, que vivimos en estos tiempos finales" (1 Cor. 10:11).

La promesa de Canaán

Pero hemos de avanzar un paso más, y comprobar que nuestra situación es precisamente la del antiguo Israel, y que el mismo reposo y herencia que Dios les dio a ellos, y que dejaron escapar negligentemente de sus manos, son nuestros, "con tal que retengamos firme hasta el fin la confianza y el gloriarnos en la esperanza" (Heb. 3:6). Afortunadamente la evidencia es muy simple y consistente, y en cierta medida ya la hemos considerado. Refresquemos nuestra memoria con los siguientes hechos:

Canaán es la tierra que Dios dio a Abraham y a su descendencia "en heredad perpetua" (Gén. 17:7 y 8). Había de ser una herencia permanente, tanto para Abraham como para sus descendientes. Pero el propio Abraham no tomó posesión ni siquiera del terreno que pisaban sus pies (Hech. 7:5), y tampoco ninguno de sus descendientes, ya que hasta los justos de entre ellos (y sólo ellos son descendientes de Abraham), "en la fe murieron... sin haber recibido lo prometido" (Heb. 11:13, 39).

Por lo tanto, tal como ya hemos visto, la posesión de la tierra implicaba la resurrección de los muertos en la venida de Cristo, para restaurar todas las cosas. Mediante la resurrección de Cristo, Dios nos ha hecho renacer para una esperanza viva, "para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarchitable, reservada en los cielos para vosotros, que sois guardados por el poder de Dios, mediante la fe, para alcanzar la salvación que está preparada para ser manifestada en el tiempo final" (1 Ped. 1:3-6).

Un reino mundial

Pero la posesión de la tierra de Canaán significaba nada menos que la posesión de todo el mundo, como vemos al relacionar Gén. 17:7, 8 y 11 con Rom. 4:1-13. Así, la circuncisión era el sello del pacto según el cual se daría a Abraham y a su descendencia la tierra de Canaán como posesión perpetua. Pero la circuncisión era al mismo tiempo la señal o sello de la justicia de la fe; y de "la promesa de que sería heredero del mundo, fue dada a Abraham o a su descendencia no por la Ley sino por la justicia de la fe". Eso significa que el sello que aseguraba el derecho de Abraham a la posesión de la tierra de Canaán era el mismo sello que le daba derecho a heredar todo el mundo.

Al darle a él y a su simiente la tierra de Canaán, Dios le estaba dando todo el mundo. No "el presente siglo malo", claro está (Gál. 1:4), ya que este "mundo pasa" (1 Juan 2:17), y realmente "esperamos, según sus promesas, cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia" (2 Ped. 3:13). Lo que Dios prometió a Abraham y a su descendencia no era la posesión de unos cuantos miles de hectáreas manchados por la maldición, sino la posesión eterna de toda la tierra, libre de todo vestigio de la maldición. Aún si la herencia prometida hubiera estado limitada solamente al pequeño territorio de Canaán, seguiría siendo cierto que Israel jamás la poseyó; ya que la promesa que el Señor confirmó consistía en dar a Abraham y a su descendencia la tierra de Canaán como perpetua posesión, es decir, Abraham debía poseerla de forma permanente, y también su descendencia. Sin embargo todos ellos murieron, y con el tiempo hasta el propio país pasó a manos de otros pueblos. Ninguna morada temporal en Palestina puede constituir el cumplimiento de la promesa. Sigue pendiente de cumplimiento, para Abraham y toda su descendencia.

La tierra nueva

El reposo es la herencia; la herencia es la tierra de Canaán; pero la posesión de la tierra de Canaán significa la posesión de toda la tierra, no en su actual estado, sino restaurada a su situación edénica. Por lo tanto, el reposo que Dios da es inseparable de la tierra nueva: se trata de reposo que sólo en la tierra nueva puede darse, reposo que sólo se encuentra en Dios; y cuando todas las cosas sean restauradas, Dios llenará todas las cosas en Cristo sin impedimento, de forma que habrá perfecto reposo en todo lugar. Puesto que sólo en Dios se encuentra el reposo, es evidente que los hijos de Israel no gozaron del reposo y de la herencia, ni siquiera al habitar en Palestina, pues si bien "echó las naciones de delante de ellos; con cuerdas repartió sus tierras en heredad e hizo habitar en sus tiendas a las tribus de Israel", no obstante "ellos tentaron y enojaron al Dios altísimo y no guardaron sus testimonios; mas bien le dieron la espalda, rebelándose como sus padres; se torcieron como arco engañoso. Lo enojaron con sus lugares altos y lo provocaron a celo con sus imágenes de talla", de forma que Dios "en gran manera aborreció a Israel" (Sal. 78:55-59).

Recuerda que Abraham esperaba una patria celestial. No obstante, la promesa divina de darle a él y a su descendencia (que nos incluye si somos de Cristo –Gál. 3:16 y 29-) la tierra de Canaán como herencia perpetua, se ha de cumplir al pie de la letra.

Cuando el Señor regrese para tomar para sí a su pueblo, para llevarlo al lugar que él les ha preparado (Juan 14:3), los muertos justos resucitarán incorruptibles, y los justos que vivan serán igualmente transformados en inmortales, y ambos grupos serán reunidos "en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor" (1 Tes. 4:16 y 17; 1 Cor. 15:51-54). El lugar al que serán conducidos es la "Jerusalén de arriba", la libre, la que es "madre de todos nosotros" (Gál. 4:26); pues es ahí en donde está ahora Cristo, preparando un lugar para nosotros. Algunos textos ayudarán a comprender esto más claramente: Que la Nueva Jerusalén es el lugar "donde ahora se presenta [Cristo] por nosotros ante Dios" (Heb. 9:24), es evidente a partir de Heb. 12:22-24, en donde se nos dice que los creyentes han de acudir al monte de Sión, "a la ciudad del Dios vivo, Jerusalén la celestial", "a Dios, Juez de todos", y "a Jesús, Mediador del nuevo pacto". Cristo "se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos" (Heb. 8:1), y desde ese trono, no lo olvides, fluye el "río limpio, de agua de vida" (Apoc. 22:1).

La ciudad que Abraham esperaba

Esa ciudad, la Nueva Jerusalén, la ciudad que Dios ha preparado para aquellos de los que no se avergüenza puesto que buscan una patria celestial (Heb. 11:16), es la capital de sus dominios. Es "la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios" (vers. 10), la que Abraham esperaba. En el capítulo 21 de Apocalipsis encontramos una descripción de esos fundamentos, y allí vemos también que esa ciudad no ha de permanecer para siempre en el cielo, sino que descenderá a esta tierra junto a los santos que reinaron en ella con Cristo por mil años, tras la resurrección (Apoc. 20). Sobre el descenso de la ciudad leemos:

"Y yo, Juan, vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de parte de Dios, ataviada como una esposa hermoseada para su esposo. Y oí una gran voz del cielo, que decía: ‘El tabernáculo de Dios está ahora con los hombres. Él morará con ellos, ellos serán su pueblo y Dios mismo estará con ellos como su Dios. Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá más muerte, ni habrá más llanto ni clamor ni dolor, porque las primeras cosas ya pasaron’. El que estaba sentado en el trono dijo: ‘Yo hago nuevas todas las cosas’. Me dijo: ‘Escribe, porque estas palabras son fieles y verdaderas’. Y me dijo: ‘Hecho está. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin. Al que tiene sed, le daré gratuitamente de la fuente del agua de vida. El vencedor heredará todas las cosas, y yo seré su Dios y él será mi hijo. Pero los cobardes e incrédulos, los abominables y homicidas, los fornicarios y hechiceros, los idólatras y todos los mentirosos tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda’" (21:2-8).

Según Isaías 49:17-21, los creyentes, los justos, los hijos de la Nueva Jerusalén, constituyen el adorno de la ciudad al descender ésta, preparada como una esposa hermoseada para su esposo. Vemos, por lo tanto, que los santos de Dios van directamente a la Nueva Jerusalén cuando Cristo viene a buscarlos, para retornar con ella a esta tierra posteriormente, al llegar el tiempo de la purificación de la tierra de todo lo ofensivo y de todo el que comete iniquidad, y de la renovación de todas las cosas a su estado original.

Lugar al que desciende la ciudad

¿A qué punto de esta tierra descenderá la ciudad? Refiriéndose al tiempo de la destrucción de los malvados, escribió el profeta Zacarías:

"Después saldrá Jehová y peleará contra aquellas naciones, como peleó en el día de la batalla. En aquel día se afirmarán sus pies sobre el monte de los Olivos, que está enfrente de Jerusalén, al oriente. El monte de los Olivos se partirá por la mitad, de este a oeste, formando un valle muy grande; la mitad del monte se apartará hacia el norte, y la otra mitad hacia el sur. Y huiréis al valle de los montes, porque el valle de los montes llegará hasta Azal. Huiréis de la manera que huisteis a causa del terremoto en los días de Uzías, rey de Judá. Y vendrá Jehová, mi Dios, y con él todos los santos. Acontecerá que en ese día no habrá luz, ni frío, ni hielo. Será un día único, solo conocido por Jehová, en el que no habrá ni día ni noche, pero sucederá que al caer la tarde habrá luz. En aquel día saldrán de Jerusalén aguas vivas, la mitad de ellas hacia el mar oriental y la otra mitad hacia el mar occidental, en verano y en invierno. Y Jehová será el rey sobre toda la tierra. En aquel día Jehová será único, y único será su nombre" (Zac. 14:3-9).

Vemos, pues, que cuando Dios revierte la cautividad de su pueblo, los trae de nuevo al preciso lugar de la tierra que prometió a Abraham como posesión eterna: a la tierra de Canaán. Pero la posesión de esa tierra es la posesión de toda la tierra, no por unos pocos días, sino por la eternidad. "No habrá más muerte". Esa era la gloriosa herencia que tuvieron a su alcance los hijos de Israel cuando cruzaron el Jordán, y que se dejaron perder con su incredulidad. Si hubieran sido fieles, habría bastado un tiempo muy breve para dar a conocer el nombre y el poder salvador de Dios a todo lugar en la tierra, y entonces habría venido el fin. Pero fracasaron, y el tiempo se tuvo que prolongar hasta nuestro día; pero esa misma esperanza ha estado siempre ante el pueblo de Dios. Por lo tanto, podemos ansiar la posesión de la tierra de Canaán con tanto fervor como Abraham, Isaac, Jacob, José y Moisés, y con la misma confiada esperanza que tuvieron ellos.

La restauración del Israel de Dios

Habiendo fijado bien en la mente esos conceptos, la lectura de las profecías del Antiguo y del Nuevo Testamento resulta una delicia, ya que se evita en gran medida la confusión, y quedan resueltas muchas contradicciones aparentes. Cuando leamos sobre la restauración de Jerusalén, como viniendo a ser el gozo y alabanza de toda la tierra, sabremos que la Nueva Jerusalén desciende del cielo para tomar el lugar de la vieja. Si una ciudad en este mundo queda reducida a cenizas, y los hombres edifican en su lugar una nueva ciudad con el mismo nombre, se dice que fue reedificada, y se la puede llamar del mismo nombre. Así sucede con Jerusalén, sólo que en este caso es reedificada en el cielo, lo que hace que no exista ningún intervalo entre la destrucción de la antigua ciudad y la aparición de la nueva. Es como si la nueva surgiera de repente a partir de las ruinas de la vieja, pero infinitamente más gloriosa.

De igual forma, cuando leamos sobre el retorno de Israel a Jerusalén, no se trata de ningún regreso de unos pocos miles de mortales a un conjunto de ruinas, sino a la venida de la incontable e inmortal hueste de los redimidos a la nueva ciudad, a cuya ciudadanía fueron acreedores desde mucho tiempo antes. Ningún hombre mortal reconstruirá la ciudad con cemento, piedra y ladrillos; lo hará Dios mismo, con oro, perlas, y toda clase de piedras preciosas. "Por cuanto Jehová habrá edificado a Sión y en su gloria será visto" (Sal. 102:16). El Señor dice a Jerusalén: "¡Pobrecita, fatigada con tempestad, sin consuelo! He aquí que yo cimentaré tus piedras sobre carbunclo y sobre zafiros te fundaré. Tus ventanas haré de piedras preciosas; tus puertas, de piedras de carbunclo, y toda tu muralla, de piedras preciosas. Todos tus hijos serán enseñados por Jehová, y se multiplicará la paz de tus hijos" (Isa. 54:11-13). Esas son las piedras que aman sus hijos (Sal. 102:14).

Habrá aquí reposo, perfecta paz por la eternidad. La promesa es: "En justicia serás establecida, lejos de la opresión, y nada temerás; porque el temor no se acercará a ti" (Isa. 54:14). "En aquel día cantarán este cántico en tierra de Judá: ‘Fuerte ciudad tenemos; salvación puso Dios por muros y antemuro" (Isa. 26:1). Dios mismo estará con su pueblo por siempre, y "verán su rostro" (Apoc. 22:4), por consiguiente tendrán reposo, ya que el Señor dijo: "Mi presencia [literal: mi rostro] te acompañará y te daré descanso" (Éx. 33:14).

¿Por qué anulan los hombres todas esas gloriosas promesas, leyéndolas como si se refirieran meramente a la posesión temporal de una ciudad arruinada, sita en esta vieja tierra maldita por el pecado? Es debido a que limitan el evangelio, ignorando que todas las promesas de Dios lo son en Cristo, y que sólo los que están en Cristo las han de disfrutar, aquellos en quienes él mora por la fe. Ojalá que el profeso pueblo de Dios pueda recibir pronto "espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento de él", de forma que puedan ser abiertos los ojos de su entendimiento, y pueda saber cuál es la esperanza a la que ha sido llamado, y "cuáles las riquezas de la gloria de su herencia en los santos", que sólo es posible tener mediante "la extraordinaria grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, según la acción de su fuerza poderosa", que es la fuerza que "operó en Cristo, resucitándolo de los muertos y sentándolo a su derecha en los lugares celestiales" (Efe. 1:17-20).

Ahora que hemos anticipado esas vislumbres, y que hemos contemplado la consumación de la promesa divina de dar reposo a su pueblo en la tierra de Canaán, podemos retroceder y analizar algunos detalles, que serán mejor comprendidos a la luz de este esquema general, y que contribuirán a su vez a que lo veamos en contornos más nítidos.

La siguiente entrega estará dedicada al estudio del reposo que aún resta para el pueblo de Dios. Es a lo que se refiere Hebreos 4:8 con la expresión: "otro día".

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