Capítulo 37

El Pacto Eterno: las promesas de Dios
Las promesas a Israel

The Present Truth, 14 enero, 1897


Israel, un pueblo misionero

Cuando Dios envió a Moisés para que sacara a Israel de Egipto, su mensaje al faraón fue: "Israel es mi hijo, mi primogénito. Ya te he dicho que dejes ir a mi hijo, para que me sirva" (Éx. 4:22 y 23); y los llevó, y les dio las tierras de los paganos [naciones], "para que guardaran sus estatutos y cumplieran sus leyes" (Sal. 105:44 y 45). La gran ventaja de los judíos sobre otros pueblos era que les fue "confiada la palabra de Dios" (Rom. 3:1 y 2). En realidad no recibieron las "palabras de vida" (Hech. 7:38) en todo su viviente poder –en cuyo caso su ventaja habría sido infinitamente grande-, pero eso no fue de ningún modo culpa de Dios, y no estamos ahora considerando lo que Israel tuvo y fue, sino lo que pudo haber poseído y lo que debió haber sido.

Dos cosas que han sido siempre ciertas: que "ninguno de nosotros vive para sí" (Rom. 14:7), y que "Dios no hace acepción de personas" (Hech. 10:34); y esas dos verdades combinadas, conforman una tercera: cuando Dios proporciona a alguien un don ventajosamente con respecto a los demás, es con el objeto de que lo emplee para beneficio de los otros. Dios no concede bendiciones a una persona o a un pueblo sin que sea su deseo el que todos las disfruten. Cuando prometió la bendición a Abraham fue con el objeto de que él pudiera ser una bendición, y que por su medio resultaran bendecidas todas familias de la tierra. Dios liberó a Israel según la promesa hecha a Abraham. Por lo tanto, al concederle la ventaja de poseer la ley de Dios, el propósito divino era que hiciera conocer a otros pueblos esa inconmensurable ventaja, de forma que también ellos la disfrutaran.

Dios quería que su nombre fuera conocido en toda la tierra (Éx. 9:15). Su deseo de que todos lo conocieran era tan grande como el de que lo conociesen los hijos de Israel. Conocer al único Dios verdadero es vida eterna (Juan 17:3); por lo tanto, cuando Dios se reveló a sí mismo a Israel, les estaba mostrando el camino de la vida eterna -el evangelio-, a fin de que pudieran proclamar ese mismo evangelio a otros. La razón por la que se dio a conocer primeramente a Israel es porque estaba, por así decirlo, más próximo que otros pueblos. Entre los judíos seguía vivo el recuerdo del trato que Dios había tenido con Abraham, Isaac, Jacob y José, así como la fe de éstos, lo que hacía que fuera un pueblo más accesible. Dios los escogió, no por que los amara más que a otros, sino porque amaba a todos los hombres, y porque quería dárseles a conocer mediante los agentes que estaban más próximos. La idea de que Dios fuese en algún tiempo exclusivista, de forma que confinara sus mercedes y verdad a un pueblo especial, deshonra grandemente su carácter. Nunca dejó a los paganos sin testimonio de sí mismo, y allí en donde pudo encontrar un hombre o un pueblo que aceptara ser empleado por él, lo alistó inmediatamente en su servicio a fin de poder revelarse más plenamente a sí mismo.

La proclamación del evangelio en Egipto

El evangelio es el poder de Dios para salvación, y puesto que en la liberación de Israel de Egipto hubo una manifestación señalada del poder de Dios, es evidente que fue proclamado el evangelio en mayor intensidad que nunca antes. Las palabras de Rahab, la prostituta pagana, dan testimonio de los efectos de esa proclamación. Cuando los dos espías llegaron a su casa en Jericó, ella los ocultó y les dijo:

"Sé que Jehová os ha dado esta tierra, porque el temor de vosotros ha caído sobre nosotros, y todos los habitantes del país ya han temblado por vuestra causa. Porque hemos oído que Jehová hizo secar las aguas del Mar Rojo delante de vosotros cuando salisteis de Egipto, y también lo que habéis hecho con los dos reyes de los amorreos que estaban al otro lado del Jordán, con Sehón y Og, a los cuales habéis destruido. Al oír esto ha desfallecido nuestro corazón, y no ha quedado hombre alguno con ánimo para resistiros, porque Jehová, vuestro Dios, es Dios arriba en los celos y abajo en la tierra" (Josué 2:9-11). Entonces les rogó, y se le prometió liberación.

"Por la fe Rahab la ramera no pereció juntamente con los desobedientes, porque recibió a los espías en paz" (Heb. 11:31). Lo que le sucedió a ella bien pudo haber sido la suerte de cualquier otro habitante de Jericó, con tal que hubiera ejercido la fe, como hizo Rahab. Todos poseían la misma información que aquella mujer, y sabían como ella que "Jehová, vuestro Dios, es Dios arriba en los celos y abajo en la tierra". Pero no es lo mismo conocimiento que fe. Los diablos saben que hay un Dios, pero no tienen fe. Rahab estuvo dispuesta a someterse a los requerimientos de Dios, y a vivir como una más entre su pueblo, mientras que los que la rodeaban en su país no lo estuvieron. Vemos en su caso la evidencia de que Dios salva a las personas, no porque son buenas, sino porque están dispuestas a ser hechas buenas. Jesús fue enviado para bendecirnos, para apartarnos de nuestras iniquidades. Aquella pobre mujer pagana de mala reputación, capaz de mentir sin perder la compostura y sin conciencia de culpa, tenía una noción por demás deficiente sobre la diferencia entre el bien y el mal; sin embargo Dios la reconoció como a un miembro de su pueblo debido a que no rechazó la luz sino que caminó en ella, en la medida en que la recibió. Creyó, para salvación de su alma. Su fe la elevó por encima de la atmósfera pecaminosa que la rodeaba, y la puso en el camino del conocimiento; y no es posible encontrar mayor evidencia de que Cristo no se avergüenza de reconocer incluso a los paganos como a sus hermanos, que el hecho de que no se avergonzara de tener una de ellas, prostituta para más detalles, registrada en su propia genealogía según la carne (Mat. 1:5).

La solicitud de Dios por todos los hombres

Pero el punto principal en esta referencia a Rahab es que Dios no se había limitado a sí mismo al pueblo judío. Allí donde hubiera un habitante idólatra de Canaán que estuviera dispuesto a reconocer a Dios, en ese momento quedaba adscrito al pueblo de Dios. No se trata simplemente de un asunto teórico, y la implicación es que la promesa a Abraham incluía a todo el mundo, y no solamente a la descendencia de Jacob. Eso tiene una consecuencia práctica y es por demás consolador y elevador. Nos muestra cuán paciente es el Señor, "no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento" (2 Ped. 3:9). Nos muestra con cuánta avidez responde Dios a la menor inclinación a buscarlo, empleando ese impulso para atraer aún más cerca de sí al alma errante. Sopla cuidadosamente sobre el tenue fuego, a fin de hacer crecer la llama. Su oído está siempre vuelto hacia la tierra, alerta a captar el más leve susurro, de forma que el clamor casi indistinguible, el primer impulso desde las más bajas profundidades, es instantáneamente oído y respondido.

Sacerdotes de Dios

Si el pueblo de Israel hubiera permanecido en el pacto hecho por Dios, habría sido un reino de sacerdotes, lo cual demuestra que el plan de Dios para Israel fue que proclamara el evangelio a todo el mundo. Habían de ser todos sacerdotes de Dios. Se explica la obra de un sacerdote en Malaquías 2:5-7, donde Dios dice de Leví:

"Mi pacto con él fue de vida y de paz. Se las di para que me temiera, y él tuvo temor de mí y ante mi nombre guardaba reverencia. La ley de verdad estuvo en su boca, iniquidad no fue hallada en sus labios; en paz y en justicia anduvo conmigo, y a muchos hizo apartar de la maldad. Porque los labios del sacerdote han de guardar la sabiduría, y de su boca el pueblo buscará la Ley; porque es mensajero de Jehová de los ejércitos".

Hacer apartar de la maldad a los hombres es la obra de Cristo mediante su resurrección; por lo tanto la obra del verdadero sacerdote es simplemente predicar el evangelio, proclamar al Salvador viviente en quien mora la perfecta ley que convierte el alma. Pero dado que los hijos de Israel tenían que ser sacerdotes, y por lo tanto versados en la ley, es evidente que habían de ser sacerdotes en favor de los demás. Si hubieran aceptado la proposición divina y se hubieran mantenido en el pacto de Dios, en lugar de haber insistido en el suyo propio, no habría habido necesidad alguna de sacerdocio que les diera a conocer a ellos la ley de verdad y de paz; todos habrían conocido la verdad, y en consecuencia habrían sido libres (Jer. 31:34); pero la obra de un sacerdote es enseñar la ley, por lo tanto, es evidente que el propósito de Dios al sacar a Israel de Egipto es que fuera enviado a todo el mundo predicando el evangelio.

Qué fácil y rápida tarea habría podido ser para ellos, respaldados por el poder de Dios. Les había precedido la fama de lo que Dios había hecho en Egipto, y al avanzar con ese mismo poder, podrían haber predicado el evangelio en su plenitud a personas ya dispuestas a aceptarlo o rechazarlo. Dejando a sus mujeres e hijos en Canaán, y saliendo de dos en dos, de la forma en que Jesús enviaría después a sus discípulos, les habría tomado muy poco tiempo llevar el evangelio hasta las partes más remotas de la tierra. Si enemigos hubieran puesto en peligro su progreso, uno habría ahuyentado a mil, y dos a diez mil (Deut. 32:30). Es decir, el poder de la presencia de Dios con cualquier pareja de ellos les habría hecho parecer a los ojos de sus enemigos como diez mil hombres, y nadie habría osado atacarlos. De esa forma habrían podido desarrollar la obra que se les asignó de predicar el evangelio, sin temor a ser impedidos. El terror que su presencia habría de inspirar en aquellos que se les opusieran, es un exponente del poder que tendría el mensaje que proclamaran, en los corazones abiertos a recibir la verdad.

Avanzando así revestidos del pleno poder de Dios, no habría sido necesario volver por segunda vez sobre el mismo terreno. Todos los que oyeran, tomarían al punto posición en pro o en contra de la verdad; y esas decisión sería final, dado que cuando uno rechaza el evangelio predicado en su plenitud, es decir, bajo la plenitud del poder de Dios, no hay nada más que se pueda hacer por él, ya que no existe poder mayor que el de Dios. Así, pocos años, o quizá meses, tras el cruce del Jordán pudieron haber bastado para que predicaran el evangelio del reino a todo el mundo, por testimonio a todas las naciones.

Evidencias de la imparcialidad de Dios

Pero Israel no respondió a su elevada vocación. La incredulidad y la confianza propia les privaron del prestigio con el que habían entrado en la tierra prometida. No permitieron que su luz brillara, y con el tiempo ellos mismos llegaron a perderla. Se contentaron con colonizar Canaán, en lugar de poseer toda la tierra. Supusieron que Dios les había dado a ellos la luz porque los amaba más que a otros, lo que hizo que se enaltecieran y despreciaran a los demás. No obstante, Dios no cesó de indicarles que habían de ser la luz del mundo. La historia de los judíos, lejos de mostrar que Dios se confinó a ese pueblo, demuestra que procuró por todo medio emplearlos para hacer conocer su nombre a otros. Véase el relato de Naamán el sirio, cuando fue enviado al rey de Israel para ser limpiado de su lepra. También el caso de la viuda de Sarepta, a quien fue enviado Elías. La reina de Seba vino de lejos para oír de la sabiduría de Salomón. Jonás fue enviado, muy a su pesar, para advertir a los ninivitas, quienes se arrepintieron ante su predicación. Lee las profecías de Isaías, Jeremías y Ezequiel, y observa cuán a menudo se hacen llamamientos a las diversas naciones. Todo eso muestra que Dios no era entonces, ni ahora, el Dios de los judíos solamente, sino también el de los gentiles. Cuando finalmente Israel rehusó cumplir la misión a la que Dios le había llamado, lo llevó a la cautividad a fin de que los paganos pudieran recibir algo del conocimiento de Dios que los israelitas no habían querido impartirles voluntariamente. Unas pocas almas fieles fueron allí el medio de presentar claramente la verdad ante el rey pagano Nabucodonosor, quien a su tiempo llegó a reconocer humildemente a Dios, y publicó su confesión de fe por toda la tierra. También el rey Ciro, y otros reyes persas, dieron a conocer el nombre del Dios verdadero a todo el mundo en edictos reales.

Reunidos en una sola grey

Vemos pues que nada había que Dios deseara tanto como la salvación de los paganos que rodeaban a los judíos, y no sólo de los que estaban próximos, sino también de los más distantes, puesto que las promesas no eran solamente para los judíos y sus hijos, sino también "para todos los que están lejos" (Hech. 2:39; Isa. 57:19). Que Dios no hizo diferencia entre judíos y gentiles lo demuestra el hecho de que Abraham, la cabeza de los judíos, fue él mismo un gentil, y recibió la seguridad de ser aceptado por Dios siendo aún incircunciso, "para que fuera padre de todos los creyentes no circuncidados, a fin de que también a ellos la fe les sea contada por justicia" (Rom. 4:11 y 12). Dios estuvo siempre tan dispuesto a aceptar personas de entre los paganos, como lo estuvo cuando llamó a Abraham de entre ellos. Cuando vino Cristo, declaró que había sido enviado solamente a las ovejas perdidas de la casa de Israel, y sin embargo, mientras decía esto, estaba mostrando quiénes eran las ovejas perdidas de la casa de Israel al ministrar la curación a una mujer pagana que creyó (Mat. 15).

Lo que hizo Cristo en favor de la mujer cananea, estaba igualmente deseoso por hacerlo en favor de cualquier habitante de Canaán y de todo el mundo que creyera, en los días de Josué. Todo aquel que no se aferrara obstinadamente a sus ídolos sería reunido en el redil de Israel, hasta que hubiera sólo una grey, y un solo Pastor. Había salvación para todos los que la aceptaran, pero tenían que hacerse israelitas en verdad.

Israel, un pueblo separado

Es por esa razón por la que se prohibió a los israelitas entrar en ninguna confederación con los habitantes de la tierra. Toda alianza o federación implica semejanza, igualdad, la unión de dos poderes similares. Pero Israel, si permanecía fiel a su llamado, no habría de tener nada en común con los habitantes de la tierra. Tenían que ser un pueblo separado, separado solamente por la presencia santificadora del Señor. Cuando Dios dijo a Moisés "Mi presencia te acompañará y te daré descanso, Moisés respondió: -Si tu presencia no ha de acompañarnos, no nos saques de aquí. Pues, ¿en qué se conocerá aquí que he hallado gracia a tus ojos, yo y tu pueblo, sino en que tú andas con nosotros, y que yo y tu pueblo hemos sido apartados de entre todos los pueblos que están sobre la faz de la tierra?" (Éx. 33:14-16). Entrar en alianzas con las naciones que los rodeaban significaba unirse a ellas, y eso significaba a su vez separarse de la presencia de Dios. La presencia de Dios es lo que habría de hacer que el pueblo de Dios estuviera separado de las naciones y se mantuviera así, y su presencia habría de tener necesariamente ese efecto. La presencia de Dios tendrá el mismo resultado en nuestros días, puesto que Dios no cambia. Por lo tanto, la pretensión de que el pueblo de Dios no está en necesidad de mantenerse separado de las naciones equivale sencillamente a pretender que no necesita la presencia de Dios.

El mismo principio estaba implicado cuando el pueblo reclamó un rey. Lee el relato en 1 Samuel 8. El pueblo dijo a Samuel: "Danos ahora un rey que nos juzgue, como tienen todas las naciones". Eso disgustó a Samuel, e hirió sus sentimientos, pero el pueblo insistió: "Danos un rey que nos juzgue". El Señor dijo entonces a Samuel: "Oye la voz del pueblo en todo lo que ellos digan; porque no te han desechado a ti, sino a mí me han desechado, para que no reine sobre ellos. Conforme a todas las cosas que han hecho desde el día que los saqué de Egipto hasta hoy, dejándome a mí y sirviendo a dioses ajenos, así hacen también contigo". Entonces Samuel, por indicación del Señor, expuso ante el pueblo algunos de los males que resultarían de tener rey; pero rehusaron la advertencia, diciendo: "No. Habrá un rey sobre nosotros, y seremos también como todas las naciones".

En la Biblia, "naciones" significa paganos. La palabra hebrea que se suele traducir por "naciones" o "pueblos", es idéntica a la que se traduce en otras ocasiones por "paganos". Quizá el Salmo 96:5 lo aclara al lector moderno: "Todos los dioses de los pueblos son ídolos; pero Jehová hizo los cielos". Aquí es muy evidente que "pueblos" significa paganos. En Salmo 2:1 leemos: "¿Por qué se amotinan las gentes y los pueblos piensan cosas vanas?" La versión King James traduce "paganos" en lugar de "gentes". Es tan incongruente hablar de una "nación cristiana" como hablar de un "pagano cristiano", o de un "cristiano incrédulo e infiel". "Nación" o "pueblo", tal como Dios usa el término en referencia a las naciones de esta tierra, consiste en una colectividad de paganos. Pues bien, lo que los judíos pedían en realidad era esto: ‘Habrá un rey sobre nosotros, y seremos también como todos los paganos’. Eso es lo que querían, ya que todos los demás pueblos reconocían a otros dioses que no eran Jehová, y todos los pueblos de la tierra, con excepción de Israel, tenían reyes sobre ellos. La traducción de la Biblia al danés dice llanamente en 1 Sam. 8:20: "Seremos también como los paganos".

El plan de Dios para Israel era que no fueran una nación. Tenemos tendencia a ver lo que fueron, suponiendo que eso es lo que debieron ser, y en ello olvidamos que de principio a fin Israel rehusó, en mayor o menor grado, andar en el consejo de Dios. Vemos al pueblo judío con jueces, funcionarios y toda la parafernalia del gobierno civil; pero hemos de recordar que el pacto de Dios proveía algo muy diferente, que, debido a su incredulidad, jamás alcanzaron en su plenitud.

Israel, iglesia de Cristo

La palabra "iglesia" es de uso común, sin embargo muy pocos, aún de los que la utilizan, saben que proviene de una voz griega que significa "llamados", y que se aplica a Israel más que a ninguna otra institución. Israel constituía la iglesia de Dios; habían sido llamados de Egipto. En el Antiguo Testamento se los denominaba "la congregación", es decir, los que formaban la asamblea o los que se habían reunido, formando el rebaño del Señor, quien era su Pastor. A Dios se lo conoce como al "Pastor de Israel" (Sal. 80:1). Lee también el Salmo 23:1. De igual forma, en tiempos del Nuevo Testamento se conocería a la iglesia como al "rebaño" del Señor (Hech. 20:28). Esteban, en su discurso ante el sanedrín, se refirió a Israel como a la "iglesia en el desierto" [Hech. 7:38, literalmente "ecclesia", la misma palabra que encontramos en Mateo 18:17].

No hay más que una iglesia, pues la iglesia es el cuerpo de Cristo (Efe. 1:19-23), y no hay más que un cuerpo (Efe. 4:4). Esa única iglesia está compuesta por aquellos que dan oído y siguen a la voz de Cristo, ya que Cristo dice: "Mis ovejas oyen mi voz y yo las conozco, y me siguen" (Juan 10:27). Aquella iglesia en el desierto era por lo tanto idéntica a la verdadera iglesia de Cristo en cualquier época. Así lo demuestra Hebreos 3:2-6. Al leer el texto, recuerda que "la casa de Dios" es "la iglesia del Dios viviente" (1 Tim. 3:15). El texto dice que Cristo fue fiel en la casa de Dios, tal como lo fue Moisés. Moisés fue un siervo fiel en la casa de Dios, y Cristo como Hijo, fue fiel en esa misma casa, "y esa casa somos nosotros, con tal que retengamos firme hasta el fin la confianza y el gloriarnos en la esperanza". Jesús fue llamado a salir de Egipto, como está escrito: "De Egipto llamé a mi Hijo" (Mat. 2:15). Él era la Cabeza y Dirigente de la hueste que salió con Moisés (1 Cor. 10:1-10). Cristo y Moisés, por lo tanto, estuvieron en compañía y comunión, y todo el que participe de Cristo ha de reconocer en Moisés a un hermano en el Señor.

Esos hechos son de la mayor importancia, puesto que al estudiar el plan de Dios para Israel, comprendemos cuál es el verdadero modelo para la iglesia de Dios en todo tiempo y hasta el fin. No podemos evocar indiscriminadamente lo que hizo Israel, como un modelo de lo que debiéramos hacer, dado que Israel se rebeló contra Dios en repetidas ocasiones, y su historia es más un relato de apostasía que de fe; pero podemos y debemos estudiar las promesas y reprensiones que Dios les hizo, puesto que lo que Dios tenía para ellos es aquello que tiene también para nosotros.

La iglesia, el reino

El pueblo de Israel constituía un reino desde el principio, siglos antes de que Saúl fuera elegido sobre ellos, ya que la iglesia de Dios es su reino, y los que la forman son sus hijos. La "familia de Dios" es "la ciudadanía de Israel" (Efe. 2:19 y 12). Cristo, junto al Padre, se sienta en "el trono de la gracia", y la verdadera iglesia lo reconoce a él, y sólo a él, como Señor. El apóstol Juan, escribiendo a la iglesia, se incluye como "vuestro hermano y compañero en la tribulación, en el reino y en la perseverancia de Jesucristo" (Apoc. 1:9). Cristo afirmó de sí mismo que era Rey, el Rey de los judíos (Mat. 27:11), y recibió homenaje como "Rey de Israel" (Juan 1:49). Pero si bien declaró ser rey, Jesús afirmó: "Mi reino no es de este mundo; si mi Reino fuera de este mundo, mis servidores pelearían para que yo no fuera entregado a los judíos; pero mi Reino no es de aquí" (Juan 18:36). De igual forma en que el reino de Cristo no es de este mundo, así también su iglesia, su cuerpo, las personas que ha escogido y llamado del mundo, no han de formar parte del mundo, aunque estén en él. No deben entrar en ningún tipo de alianza con el mundo, para el propósito que sea. Su única misión en el mundo es ser la luz del mundo, la sal con la que debe ser preservado tanto del mundo como sea posible. No han de ser más parte del mundo de lo que la luz lo es de las tinieblas en las que brilla. "Qué comunión [tiene] la luz con las tinieblas?" (2 Cor. 6:14). Hay en la tierra sólo dos clases: la iglesia y el mundo. Pero cuando la iglesia establece una alianza con el mundo, bien sea formalmente, o bien adoptando los métodos y principios del mundo, entonces realmente sólo queda una clase: el mundo. Por la gracia de Dios, no obstante, siempre ha habido unos pocos fieles, incluso en los tiempos de la gran apostasía.

No es una teocracia

Es muy frecuente oír hablar de Israel como de una teocracia. Eso es ciertamente lo que Dios dispuso que fuera, y lo que debió ser, pero lo que en el más verdadero sentido no fue jamás. No fue una teocracia; no especialmente cuando el pueblo de Israel pidió un rey terrenal: "Seremos también como los paganos", pues haciendo así estaban rechazando a Dios como a su Rey. Es realmente muy extraño que algunos se refieran a lo que Israel hizo en directa oposición a las disposiciones de Dios, como justificación de acciones similares por parte de la iglesia hoy, y su rechazo de Dios entonces, como evidencia de que estaban dirigidos por su poder.

"Teocracia" es una combinación de dos palabras griegas. Significa literalmente "el gobierno de Dios". Por lo tanto, una verdadera teocracia es un cuerpo en el que Dios es el único y absoluto soberano. Rara vez se ha visto un gobierno así en esta tierra, y nunca por mucho tempo. Existía una verdadera teocracia cuando Adán fue primeramente formado y puesto en el Edén, cuando "vio Dios todo cuanto había hecho, y era bueno en gran manera" (Gén. 1:31). Dios formó a Adán del polvo de la tierra, y lo colocó por encima de las obras de sus manos. Se le dio "potestad sobre los peces del mar, las aves de los cielos y las bestias, sobre toda la tierra y sobre todo animal que se arrastra sobre la tierra" (Gén. 1:26). Por consiguiente, se le había concedido todo el poder. Pero en su mejor situación, estando coronado de gloria y honor, Adán no era más que polvo, no teniendo en sí mismo mayor poder que el del polvo que pisaba. Por lo tanto, el gran poder que en él se manifestó no era en absoluto su poder, sino el de Dios obrando en él. Dios era el soberano absoluto, pero a él agradó, en lo que a esta tierra concernía, revelar su poder a través del hombre. Mientras duró la lealtad de Adán a Dios, hubo pues una perfecta teocracia en esta tierra.

Nunca más ha existido desde entonces una teocracia como esa, ya que la caída del hombre implicaba reconocer a Satanás como al dios de este mundo. Pero individualmente existió en su perfección en Cristo, el segundo Adán, en cuyo corazón estaba la ley de Dios, y en quien moraba toda la plenitud de la divinidad corporalmente. Cuando Cristo haya renovado la tierra y restaurado todas las cosas como en el principio, y haya sólo un redil y un solo Pastor, un Rey en toda la tierra, esa será una perfecta teocracia. La voluntad de Dios será entonces hecha en la tierra, como lo es ahora en el cielo. Pero ahora es el tiempo de la preparación. Cristo está reuniendo a un pueblo en el que se vea reproducido su carácter, pueblo en cuyos corazones él mismo more por la fe, de forma que cada uno de ellos, como él, puedan ser "llenos de toda la plenitud de Dios" (Efe. 3:17-19). Esas personas reunidas constituyen la iglesia de Cristo, que como un todo, es "la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo" (Efe. 1:22 y 23). Así, mientras que la verdadera teocracia se encuentra primeramente en el corazón de las personas que sinceramente dicen a su Padre celestial cada día: "tuyo es el reino", la multitud de los que creen –la iglesia- cuando está perfectamente unida en la misma mente por el Espíritu Santo, constituye la única verdadera teocracia que haya existido en esta tierra. Cuando la iglesia es apóstata, procura el poder de regir mediante alianzas con el mundo, exhibiendo una forma teocrática de gobierno, pero no es más que una forma, de hecho, una falsificación desprovista del poder divino, mientras que los verdaderos seguidores de Dios, escasos en número y esparcidos por todo el mundo, ignorados por las naciones, proveen el ejemplo de una auténtica teocracia.

A través del profeta que abrió su boca para maldecir, pero que en lugar de eso pronunció bendiciones, Dios dijo al pueblo de Israel: "un pueblo que habita aparte, que no será contado entre las naciones" (Núm. 23:9). El pueblo de Dios está en el mundo sin ser del mundo, con el propósito de mostrar la excelencia de Aquel que los llamó de las tinieblas. Pero sólo pueden cumplir ese propósito cuando Dios es reconocido supremo. La iglesia es el reino en el que únicamente Dios reina, y todo el poder de la iglesia es el poder de Dios, siendo la ley de amor de Dios su única ley. La iglesia escucha y sigue únicamente la voz de Dios, y sólo la voz de Dios habla a través de ella.

Ningún modelo terrenal

Nada, de entre los reinos terrenales o asociaciones del tipo que sea, puede servir de modelo a la auténtica teocracia, que es la iglesia y reino de Dios; ni puede acto alguno de las organizaciones humanas ser tomado como un precedente. Es única y singular en todo respecto, y no depende de ninguna de las cosas de las que dependen los gobiernos humanos para mantener la unidad, a pesar de lo cual es una maravillosa exhibición de orden, armonía y poder que a todos maravilla.

Pero si bien el auténtico pueblo de Dios se ha de mantener separado, no siendo contado entre las naciones, y en consecuencia no teniendo parte alguna en la dirección o gestión de gobiernos civiles, no por ello es indiferente al bienestar de la humanidad. Como su divina Cabeza, tiene por misión hacer el bien. Tal como Adán fue hijo de Dios (Luc. 3:38), toda la humanidad, aunque caída, constituye sus hijos –pródigos-, y por lo tanto los auténticos hijos de Dios considerarán a todos los seres humanos como a sus hermanos, por cuyo bienestar y salvación han de trabajar. Su labor consiste en revelar a Dios al mundo como a un Padre lleno de ternura y amor, y eso sólo pueden hacerlo al permitir que el amor de Dios brille en sus propias vidas.

El reino de Cristo sobre la tierra tiene por única obra mostrar su fidelidad a él mediante una semejanza práctica con Cristo, y proclamarlo como al merecido Señor de todo, y, mostrando de ese modo sus excelencias, inducir a tantos como sea posible a aceptarlo como Rey, de forma que estén dispuestos a recibirlo cuando venga en el trono de su gloria (Mat. 25:31). Cristo, el Rey, vino al mundo con el propósito de dar testimonio de la verdad (Juan 18:37), y sus súbditos leales no tienen otro objeto en la vida; el poder mediante el cual testifican es el del Espíritu Santo que mora en ellos (Hech. 1:8), y jamás el que deriva de mezclarse en la lucha política o social. Durante un breve tiempo, tras la ascensión de Cristo al cielo, la iglesia se conformó con ese poder, y hubo un maravilloso progreso en la obra de predicar el evangelio del reino; pero pronto comenzó la iglesia a adoptar métodos mundanos, y sus miembros comenzaron a interesarse en los asuntos del Estado, en lugar de en el reino de Cristo, con lo que se perdió el poder. Pero hay que recordar que en los días en que la iglesia mantuvo su lealtad, estaba presente el mismo poder que fue dado a Israel cientos de años antes, y con el mismo propósito; y hay que recordar también que el pueblo de Dios mediante el cual se manifestó así en ambas ocasiones, fue el mismo, "porque la salvación viene de los judíos" (Juan 4:22).

"En cuanto a Dios, perfecto es su camino" (Sal. 18:30), y sabemos que "todo lo que Dios hace es perpetuo: Nada hay que añadir ni nada que quitar. Dios lo hace para que delante de él teman los hombres" (Ecl. 3:14). Por lo tanto, aunque Israel en los días de los jueces y de los profetas demostró ser infiel a su misión, y la misma iglesia desde los días de los apóstoles ha sido en gran medida inconsistente con sus privilegios y deberes, ha de llegar el tiempo en que la iglesia –el Israel de Dios- salga del mundo y se mantenga separada, y así, libre de toda atadura terrenal, y dependiendo solamente de Cristo, brillará como la mañana, "hermosa como la luna, radiante como el sol, imponente como ejércitos en orden de batalla" (Cant. 6:10).

"Y oí otra voz del cielo que decía: ‘¡Salid de ella, pueblo mío, para que no seáis partícipes de sus pecados ni recibáis parte de sus plagas!’" "El Espíritu y la Esposa dicen: ‘¡Ven!’. El que oye, diga: ‘¡Ven!’" (Apoc. 18:4; 22:16).

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